Amanda Quick - Seduccion

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Lo llamaban «el demonio» y decían que jamás amaría a otra mujer. Ella aceptó el desafío.
En el pueblo lo llamaban «el demonio», pues el sombrío y enigmático Julian, conde de Ravenwood, era un hombre de temperamento iracundo.
Su primera esposa había muerto de modo misterioso, un hecho que no se olvidaba fácilmente. Había quienes sostenían que la bella lady Ravenwood se había ahogado en las turbias y oscuras aguas de la laguna. Otros implicaban directamente al conde, basándose en su carácter.
Ahora Sophy Dorring, una muchacha criada en el campo, está a punto de convertirse en la nueva esposa de Ravenwood, atraída por su fuerza masculina y por el brillo de deseo que ardía en sus ojos…

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Sophy lo detestaba. Lo había encontrado en el puño apretado de su hermana la noche en que Amelia había tomado la sobredosis de láudano. Entonces Sophy supo que ese anillo negro pertenecía al hombre que había seducido a su bella hermana rubia y la había dejado embarazada. El amante cuya identidad Amelia se había negado a revelar. Uno de los pocos datos seguros a los que Sophy había llegado por deducción era que ese hombre había sido uno de los amantes de lady Ravenwood.

Otra de las cosas de las que Sophy estaba casi segura era que su hermana y el desconocido habían utilizado las ruinas de un viejo castillo normando, situado dentro del territorio Ravenwood, como lugar de encuentro. A Sophy le agradaba dibujar aquellos antiguos pilares de piedras hasta que en una oportunidad encontró uno de los pañuelos de Amelia allí. Lo descubrió pocas semanas después de la muerte de su hermana. Después de aquel fatídico día, Sophy jamás regresó a la escénica ruina.

¿Qué mejor manera para descubrir la identidad del hombre que había llevado a Amelia al suicidio que la de convertirse en la nueva lady Ravenwood?

Sophy apretó momentáneamente el anillo en su mano y luego lo devolvió al joyero. Era una suerte tener una razón valedera, sensata y realista para casarse con el conde de Ravenwood, pues la otra sería una difícil tarea, casi infructuosa.

Sophy tenía intenciones de enseñarle al demonio a amar otra vez.

Julián se acomodó gracilmente sobre los mullidos asientos de su coche de viaje y observó a su nueva condesa con ojo crítico. Durante las últimas semanas la había visto muy pocas veces. Se había autoconvencido de que no habría necesidad de viajar tantas veces de Londres a Hampshire. Tenía muchos asuntos pendientes en la ciudad. Y ahora aprovechó la ocasión para escrutar más de cerca a la mujer que había escogido como esposa, para que le diera el tan ansiado heredero.

Analizó a la muchacha, quien llevaba muy pocas horas siendo condesa, y se sorprendió en cierto grado. No obstante, como siempre, su persona siempre se caracterizaba por un aspecto caótico. Varios rizos castaños habían escapado de los confines de su nueva cofia y una de las plumas de ésta quedaba colgando en un ángulo poco elegante. Julián miró más de cerca y advirtió que el cañón se había partido. Bajó la mirada y notó que una parte de la cinta que adornaba el bolso de Sophy también estaba suelta.

Tenía el ruedo de su vestido manchado de pasto. Evidentemente se lo habría ensuciado cuando se agachó para recibir el ramillete de flores que le obsequió un pequeño campesino, pensó Julián. Todos los habitantes del pueblo habían agitado sus manos en el aire, despidiendo a Sophy y deseándole felicidad cuando la muchacha subió al vehículo. Hasta entonces, Julián no había advertido que su esposa fuera tan popular entre la gente del lugar.

Se sintió muy aliviado cuando comprobó que Sophy no presentó ninguna queja al enterarse de que, a pesar de que iban de luna de miel, su marido tenía planeado trabajar durante esos días. Había comprado un territorio nuevo recientemente, en Norfolk, y consideró que ese mes obligatorio de vacaciones que debía tomarse era una oportunidad ideal para examinar sus flamantes dominios.

También tuvo que admitir que lady Dorring había organizado muy bien todos los preparativos para la boda. Se había invitado a la mayor parte de la burguesía de la zona, aunque Julián ni siquiera se había molestado en invitar a sus conocidos de Londres. La idea de tener que soportar una segunda ceremonia de boda frente a las mismas caras que habían estado presentes en una primera experiencia nefasta era mucho más de lo que podía digerir.

Cuando el Morning Post publicó el anuncio de su inminente casamiento, el conde hubo de vérselas con un sinfín de preguntas que todo el mundo le formuló. Pero manejó todas las impertinencias del mismo modo que siempre lo hacía: ignorándolas.

Con una o dos excepciones, su política había funcionado muy bien. Apretó la boca al recordar una de esas excepciones. Cierta dama, en Trevor Square, no se había mostrado muy complacida al enterarse de la próxima boda de Julián. Pero Marianne Harwood era demasiado astuta y pragmática como para dar una escena insignificante. Mas la cosa no terminaba allí. Los pendientes que Julián había dejado en su última visita habían contribuido en gran medida para intensificar la airada actitud de La Belle Marianne.

– ¿Algún problema, milord? -La voz serena de Sophy interrumpió los recuerdos de Julián.

El conde volvió al presente de golpe.

– No, en absoluto. Sólo estaba recordando un asunto de negocios que tuve que resolver la semana pasada.

– Debe de haber sido un asunto de negocios muy desagradable. Realmente parecía muy irritado. Por un momento, creí que habría comido un trozo de pastel de carne en mal estado.

Julián esbozó una sonrisa descolorida.

– El incidente es uno de los que tiende a cortar la buena digestión de cualquier hombre, pero puedo asegurarte que ahora estoy en perfectas condiciones.

– Ya veo. -Sophy se quedó contemplándolo durante un rato, no muy convencida y luego volvió a concentrar su vista en la ventana.

Julián carraspeó.

– Ahora es mi turno de preguntar si tienes algún problema, Sophy.

– En absoluto.

El conde examinó las borlas de sus botas hessianas por un instante, con los brazos cruzados sobre el pecho y luego levantó la mirada, con una expresión de desconcierto.

– Creo que sería mucho mejor que llegáramos a un acuerdo con respecto a una o dos cositas. Señora Esposa.

Ella lo miró a los ojos.

– ¿Sí, milord?

– Pocas semanas atrás, me diste tu lista de demandas.

Ella frunció el entrecejo.

– Cierto.

– En ese momento, yo estaba muy ocupado y cometí el error de no elaborar la mía.

– Yo ya sé cuáles son sus demandas, milord. Un heredero y nada de problemas.

– Me gustaría aprovechar esta oportunidad para ser un poquito más específico.

– ¿Desea ampliar su lista? No me parece muy justo, ¿no cree?

– Yo no dije que fuera a ampliar la lista. Simplemente quiero aclararla. -Julián hizo una pausa. Notó el cansancio en los ojos turquesa de la joven y sonrió-. No te atormentes tanto, querida. La primera de mis reclamaciones, o sea, lo del heredero, es muy clara. Lo que quiero detallar es lo que concierne a la segunda.

– No hay problemas. También es clara.

– Lo será no bien tú comprendas perfectamente a qué me refiero con esta demanda.

– ¿Por ejemplo?

– Por ejemplo, nos ahorraremos muchos inconvenientes si tomas como norma no mentirme jamás.

Ella abrió los ojos desmesuradamente.

– ¡No tengo intenciones de hacer semejante cosa, milord!

– Excelente, pues debes saber que nunca podrías salirte con la tuya en eso. Tus ojos tienen algo que siempre te traicionaría si quisieras mentirme. Y no habría cosa que me fastidiara más que detectar una mentira en tus ojos. ¿Me entiendes bien?

– Perfectamente, milord.

– Entonces volvamos a mi pregunta original. Creo que te pregunté si tenías algún problema y tú me dijiste que no. Pero tus ojos me dijeron lo contrarío, querida.

Sophy jugueteó con la cinta suelta de su bolso.

– ¿Se supone que mis pensamientos no tendrán ninguna privacidad?

Julián frunció el entrecejo.

– ¿Acaso tus pensamientos de ese momento eran tan privados que te viste obligada a escondérselos a tu esposo?

– No -contestó ella sencillamente-. Sólo pensé que no se sentiría muy complacido si los escuchaba, por lo que decidí que era mejor guardármelos para mí.

Julián había tenido la intención de dejar bien en claro ciertos puntos, pero ahora le picaba la curiosidad.

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