Cuando Sylvie entró en la estancia, hablaba animadamente con la reina, pero al oír anunciar su nombre, volvió hacia la recién llegada un rostro afable.
— ¡Madame de Fontsomme!… ¡Qué sorpresa! Se decía que os habíais encerrado para siempre en vuestras tierras picardas.
Como si fueran las mejores amigas del mundo, fue hacia Sylvie con las manos tendidas, con lo que ésta apenas pudo hacer más que una media reverencia. Mientras, Ana de Austria se encargaba de la respuesta:
— Nadie se resiste al rey, sobrina. La duquesa ha sido nombrada dama de vuestra prima la infanta. [6]¡Venid aquí, querida Sylvie, que os abrace! La verdad es que os hemos añorado, y que he aplaudido la decisión de mi hijo. ¡Más de diez años de luto son un poco excesivos!
— Fuerza es reconocer -continuó Mademoiselle, que no quitaba ojo al vestido de Sylvie- que el luto se presenta a veces bajo aspectos realmente deslumbrantes. ¿Seguís llevándolo aún?
— No lo dude Vuestra Alteza -respondió Sylvie-. He hecho voto de no volver a llevar nunca colores…
— ¡Como Diana de Poitiers, que era una mujer de gusto! Es verdad que os habéis criado en sus castillos. Me pregunto si no debo seguir vuestro ejemplo.
Llevaba en efecto el luto más severo en memoria de su padre, muerto el 2 de febrero anterior; y como en aquel momento hacía más bien frío, Mademoiselle había suspirado al sustituir sus espectaculares penachos por las cofias y los velos de crespón. Intentaba consolarse luciendo encima de ellos tantas perlas como poseía.
— Vuestra Alteza es demasiado joven para ello. Además -dijo Sylvie que, aunque ausente, conocía bien la corte-, de obrar así podría disgustar al príncipe soberano que algún día vendrá a pedirla.
Con aquellas pocas palabras se atrajo la simpatía de la princesa. Ésta, en efecto, se volvió impetuosamente hacia la reina madre.
— Me gustaría -dijo- que Madame de Fontsomme me acompañara mañana a Fuenterrabía, donde tengo la intención de asistir de incógnito a la boda por poderes de la infanta. Tengo curiosidad por verla.
— ¿De incógnito? Eso no tiene sentido. Si no os reconocen no os dejarán entrar en la iglesia…
— Seremos dos damas francesas venidas a rendir un… discreto homenaje a su nueva soberana. Creo que es una buena idea.
— Excelente, incluso, pero Madame de Motteville os acompañará. Ella es mis ojos y mis oídos, y sobre todo sabe mejor que nadie contar lo que ha visto…
— Encantada. ¡En ese caso seremos tres!
La llegada de Mazarino la interrumpió, y el ballet de reverencias recomenzó. El cardenal entró como si habitara en el mismo aposento de la reina, sin hacerse anunciar y en zapatillas. Sin embargo, a los ojos de Sylvie, que no lo veía desde hacía dos años por lo menos, ese detalle estaba menos justificado por los rumores persistentes sobre un matrimonio secreto entre Ana y él que por los estragos de la enfermedad. Por primera vez en su vida, la duquesa admiró el valor de aquel hombre torturado por los cálculos renales y por un cruel reumatismo deformante, que desde hacía meses afrontaba, lejos de las comodidades de su palacio, a los diplomáticos españoles con el fin de acabar de una vez con la sempiterna guerra con España y concluir una paz rubricada por la unión de dos jóvenes. Siempre tan elegante, tan cuidado de sí y exhalando perfumes suaves para ocultar los olores de la enfermedad, no podía sin embargo ocultar los estigmas ya imborrables de la misma en su rostro y su espalda ligeramente encorvada. Sólo las manos, que eran su orgullo, conservaban su belleza y blancura, y sus maneras seguían siendo fieles a sí mismas: por el recibimiento que le dispensó, Sylvie habría podido deducir, si le hubiera conocido menos, que su ausencia de la corte había causado al pobre cardenal dolores insoportables a los que su regreso acababa de poner fin.
— Un italiano siempre será un italiano -le susurró Mademoiselle-. Y éste, en particular, no cambiará nunca…
Mientras, el Grand Cabinet, tan solitario un instante antes, se iba llenando. Llegaron las princesas de Condé y de Conti con las damas que habían asistido a las justas náuticas; y los pífanos y tambores, unidos a los vivas y las canciones, formaban una alegre cacofonía que anunciaba al rey.
Muy pronto su figura quedó encuadrada en la alta puerta, como una sinfonía en azul y oro netamente diferenciada de la ola multicolor de sus gentileshombres. Sylvie pensó que la Infanta era afortunada y que, de no haber sido el rey de Francia, habría sido considerado un joven muy guapo, a pesar de su estatura no muy elevada. Pero era el amo, y eso se percibía en toda su persona, en el brillo imperioso de su mirada azul, en la manera de alzar la cabeza, en la soberana desenvoltura del gesto y la actitud. Luis XIV poseía la gracia de un bailarín, sin el menor indicio de amaneramiento. ¡Y qué seductora era su sonrisa! Apenas se encontraba una mujer que no fuera sensible a ella…
El contraste con su hermano, que marchaba a su lado, un paso más atrás, era llamativo. Realzado sobre unos enormes tacones, el joven Monsieur era francamente bajito pero muy guapo. Con su espeso cabello negro rizado, su rostro fino y despierto, parecía haber concentrado toda la herencia italiana de su familia. Empolvado, perfumado, lleno de cintas, vestido de forma impecable y reluciente de joyas y adornos, era considerado «la más bonita criatura del reino» aunque era tan bravo como podía serlo su hermano. De hecho, Philippe era lo que Mazarino había querido que fuese: un ser un tanto híbrido, demasiado pendiente de los vestidos, del arte de las dulzuras de la vida, del placer y la belleza de sus decorados para nunca representar el equivalente del peligro incesante que el difunto Gaston d'Orleans había sido para el rey Luis XIII. Parecía haberlo logrado incluso en exceso…
Luis XIV estaba de excelente humor: las justas le habían entretenido, y barrido (¿por cuánto tiempo?) la melancolía amorosa que se había apoderado de él desde su ruptura con María Mancini. El recibimiento que dispensó a Sylvie se benefició de esa disposición feliz. Su mirada vivaz la descubrió muy pronto entre las damas reunidas alrededor de su madre, y fue directamente hacia ella:
— ¡Qué alegría veros de nuevo, duquesa! ¡Y siempre tan bella!
Le tendió la mano para incorporarla de su reverencia y rozó su mano con sus labios adornados con un fino bigote, bajo la mirada sorprendida y ya envidiosa de la corte.
— Sire -respondió Sylvie-, ¡el rey es demasiado indulgente! ¿Puedo permitirme agradecerle el hecho de que haya pensado en mí?
— Era muy natural, madame. Me importaba mucho rodear a la que va a convertirse en mi esposa de damas alas que aprecio de manera muy especial, y vos sois, según creo, mi amiga más antigua. ¡Acercaos, Péguilin!
El nombre sobresaltó a Sylvie, que observó con atención al hombre con que soñaban las pequeñas Nemours; a primera vista, se preguntó qué podían encontrar en él: era de escasa estatura de un cabello rubio descolorido, no guapo pero al menos de cuerpo armonioso, y con un rostro a la vez insolente y espiritual. No dudó en quejarse:
— ¡Sire, me llamo Puyguilhem! ¿Es realmente tan difícil de pronunciar?
— ¡Péguilin me parece menos bárbaro! Y además no durará siempre: sólo hasta que el Condé de Lauzun, vuestro padre, deje este mundo. Deseo presentaros a la señora duquesa de Fontsomme, que me es muy querida. Si obtenéis su amistad, os estimaré más por ello.
— Me colmaréis de dicha, Sire -dijo el joven al tiempo que ofrecía a Sylvie el saludo más elegante y cortés posible-, pero es suficiente ver a madame para arder en deseos de gustarle… -Mientras hablaba, la miraba directamente a los ojos con una sonrisa tan sincera que ella sintió que sus prevenciones desaparecían.
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