Nieves Hidalgo - El Ángel Negro

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Miguel de Torres y su hermano son exiliados de España a perpetuidad, acusados de alta traición.
Intentan rehacer su vida en Maracaibo pero el pirata Morgan ataca la ciudad, los captura y son vendidos como esclavos en Port Royal.
Kelly Colbert viaja a Jamaica como castigo por negarse a un matrimonio pactado. En Promise, tendrá que luchar contra las normas de una sociedad basada en la tiranía. Pero sobre todo, combatirá contra la pasión que despierta en ella un arrogante esclavo español. Oveja Negra
Escapando de Promise, Miguel se une a piratas franceses. Amargado y vengativo, jura hacer pagar su humillación a todos los ingleses. Y cuando el barco en el que Kelly regresa a Inglaterra cae en sus manos, encuentra la víctima propicia para dar rienda a sus más bajos instintos.
El capitán de El Ángel Negro tiene dinero, poder y rencor. Pero no tiene en cuenta el amor, un arma mucho más poderosa que el odio.

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Virginia detectó algo nuevo en los ojos azules de su amiga.

– Parece que la subasta te ha impactado. ¿Cómo es ese hombre? Juraría que te ha impresionado.

Kelly lo pensó antes de responder. ¿Cómo era? ¿Cómo definir a un ser humano atado, apenas vestido, expuesto y degradado como persona?

– Físicamente magnífico -acabó por decir.

– ¿Has dicho magnífico?

– Alto y moreno. Delgado, pero musculoso. Y sus ojos… Nunca he visto unos iguales. Parecía que le importara muy poco lo que lo rodeaba. Como si… Como si el hecho de vivir o morir careciera de importancia. Y no me ha dado la impresión de que se lo pueda retener fácilmente como esclavo.

Virginia cogió la sombrilla que le entregaba un lacayo y se la pasó a Kelly. Se conocían desde hacía poco, pero ya podía apreciar alguna de las emociones de su amiga. El individuo en cuestión debía de ser algo especial si se le avivaban así las pupilas cuando hablaba de él. Lástima que no se tratara más que de un esclavo.

– ¿Cuándo te veré de nuevo? -preguntó, variando el hilo de sus pensamientos.

– En cuanto me sea posible.

– Por favor, que sea pronto -le rogó.

Se besaron y Kelly se subió al landó donde aguardaba pacientemente el cochero de su tío. Cuando se puso en marcha y le hizo un último saludo, Virginia rezó para que, finalmente, Colbert no hubiera comprado a los españoles. No sabía la causa, pero intuía problemas.

Jamaica era una de las islas del Caribe, rodeada de un gran arrecife de coral, y se orientaba en dirección este-oeste. De orografía maciza y compacta, con montañas bajas y rodeadas por valles exuberantes que refrescaban los vientos alisios, procurando una temperatura agradable todo el año. En uno de esos valles se hallaba enclavada la hacienda de Sebastian Colbert, presidida por una casa de estilo británico con columnas porticadas.

La isla había sido descubierta por Cristóbal Colón el 3 de mayo de 1494 y en aquel tiempo se la llamó Santiago por parte de los españoles y Xaymaca (isla de los manantiales) por los arahuacos. Hasta 1655 estuvo ocupada por la Corona española, pero luego pasó a manos británicas.

Las plantaciones de tabaco, café y caña de azúcar eran su principal fuente de ingresos. Eso había motivado que los hacendados requirieran la llegada de esclavos, sobre todo africanos, aunque siempre había algún blanco caído en desgracia, como era el caso de Diego y Miguel de Torres.

«Promise», la hacienda de Colbert, se dedicaba en gran medida a la caña de azúcar.

Montados en la parte trasera de un destartalado carro, Miguel no dejó de observar lo extraordinario del lugar. En otras circunstancias, aquella tierra incluso le hubiera agradado. Árboles de mirto, orquídeas, ananás, yuca, helechos y plátanos. Y campos extensos y cuidados, rebosantes de naturaleza viva. Eso sí, salpicados por decenas de esclavos que doblaban la espalda bajo la mirada de los capataces.

Llegaron a su destino y los obligaron a bajar a empellones en una especie de plazoleta, alrededor de la cual se levantaban chozas construidas con barro y paja. A empujones también, tuvieron que entrar en una de ellas, donde les desataron las manos para amarrarlos a una argolla fijada al poste central del habitáculo, donde los abandonaron.

Diego se dejó caer al suelo y se apoyó en el eje de la choza.

– Y ahora ¿qué?

– Ahora, esperaremos -le dijo Miguel, tomando asiento a su lado.

– No me gusta ese sujeto.

– ¿A quién te refieres?

– Al fulano gordo que nos ha comprado. No me ha gustado su modo de mirarnos.

– Nos ve como lo que somos, Diego: carne vigorosa para sus campos de caña.

El más joven se removió, inquieto, pero Miguel se tumbó sobre la tierra apisonada y cerró los ojos, ajustando su postura a lo que le permitía la brevedad de la cadena.

– Duerme un poco, renacuajo. Descansemos mientras podamos, porque me temo que de ahora en adelante, vamos a hacerlo muy poco. Hasta que escapemos.

– ¿Escapar?

– No pienso morir como esclavo. -Apenas se lo oía, pero Diego supo que hablaba en serio-. He dicho escapar, sí. Y vamos a hacerlo a la primera oportunidad.

– ¡Por las llagas de Cristo! Estamos encadenados en una maldita isla inglesa, y no se vislumbra ningún barco a la vista…

– No seas necio. Si quieren que trabajemos, tendrán que soltarnos. Estamos en una isla, sí. Y como todas, tendrá infinidad de calas y playas. En cuanto al barco… ya veremos.

– ¿Es que piensas robar uno? -replicó sarcástico.

– Quizá.

– Estás loco, Miguel.

– ¡Loco, sí! -Se incorporó de golpe-. Loco de ira, Diego. ¡De odio! Esos cabrones mataron a Carlota, le partieron el cuello sin contemplaciones. ¡Voy a vengarme como sea! Pagarán por lo que le hicieron a ella y por lo que nos están haciendo a nosotros.

Diego lo miró con lástima. Hasta entonces, su hermano había sido un ejemplo de coraje, pero siempre con temple. Ahora, allí, se expresaba como si fuera otra persona. Temió por él. Temió, sí, porque si se empecinaba en mostrarse altanero, los capataces de su actual amo no iban a tener consideración y presentía la habilidad con que manejarían el látigo.

– Al menos, sé prudente hasta que podamos escapar -le rogó.

Miguel le respondió con frialdad:

– Todo lo prudente que haga falta hasta que pueda cortarles el cuello a unos cuantos ingleses.

7

Tal como temían, no les permitieron descansar demasiado. Apenas dos horas después, los desataron y los sacaron de la choza. Fuera aguardaba el sujeto que se había convertido en su amo. Y otro más joven, que se le parecía en los rasgos y cuya constitución adelantaba ya lo que iba a ser al cabo de unos años.

Acompañando a ambos, había tres sujetos fornidos, de cuyas caderas colgaba el correspondiente látigo: capataces, no les cupo duda alguna. Demasiados perros para supervisar a dos pobres prisioneros, pensaron al unísono.

– Estáis en «Promise» -empezó diciendo el orondo hacendado, después de mirarlos de arriba abajo-. Mi nombre es Sebastian Colbert y desde ahora me pertenecéis en cuerpo y alma. Trabajaréis en los campos de caña de azúcar desde las cinco de la mañana hasta el anochecer. Comeréis dos veces al día y acataréis mis órdenes, las de mi hijo y las de vuestros capataces, al pie de la letra.

Miguel elevó una ceja con cinismo; no esperaba que los pusieran al tanto de lo que les aguardaba. Y ese mínimo gesto no agradó a Colbert, que se adelantó un paso.

– Si te interesa vivir lo suficiente, cabrón, es mejor que borres de tu cara ese rictus de príncipe destronado. Aquí no eres más que un esclavo al que voy a manejar como me venga en gana, porque la ley así me lo permite. Puedo matarte y nadie me pedirá cuentas. De manera, que tú eliges. -Volvió a guardar distancias, como si estar cerca de ellos lo mancillara-. Pero os prometo una cosa: lamentaréis no haber muerto antes de llegar a Port Royal.

Balanceando sus carnes, se fue alejando con los suyos y ellos volvieron a ser encadenados.

Al caer la noche, regresó el grueso de los braceros y la choza se llenó de cuerpos sudorosos y agotados: ocho cautivos apiñados en el interior de un espacio tan reducido. Todos ellos eran negros. Apenas les dedicaron una mirada y no dijeron nada, limitándose a sentarse en los huecos vacíos.

Llegó la cena, una escudilla con una masa indefinible que devoraron con avidez, y luego se tumbaron sobre una especie de colchonetas. No hubo ración para los españoles y poco después en la choza reinaba el silencio.

A Miguel le fue imposible conciliar el sueño. La corta cadena apenas le permitía moverse y el hambre le roía el estómago. Recordó, una a una, las palabras de Colbert. Y aunque entendía que aquel seboso quisiera ponerlos en su sitio, no conseguía comprender su última amenaza. De su tono cabía deducir indicios vengativos, como si deseara más colgarlos de una soga que aprovecharse de su fortaleza física y de su juventud. Y si así era, ¿por qué los había comprado?

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