Stephanie Laurens - El Sabor de la Tentación

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Jonas Tallent, emparentado con los célebres Cynster, es apuesto, rico y de buena familia, y se dedica a disfrutar de la vida. Juega a las cartas hasta el amanecer y coquetea con las damas más deseadas de la sociedad londinense. Cuando empieza a sentirse inquieto y aburrido por tanta frivolidad, se ve obligado a tomar las riendas de la hacienda familiar en el Devon rural. Una de sus primeras decisiones es contratar un nuevo encargado para la posada de su propiedad, pero descubre que hay poca gente dispuesta a vivir en un lugar tan pequeño y tranquilo.
Es entonces cuando Emily Beauregard, una refinada dama venida a menos, solicita el puesto. Jonas cree que las damas, en especial las que son tan atractivas como Emily, deben estar en los salones de baile o en los dormitorios, no en las posadas. Sin embargo, no tiene alternativa, y de mala gana permite que la joven demuestre su valía.
Pero Emily guarda un secreto. No ha llegado a Devon impulsada sólo por la necesidad de mantener a sus hermanos, sino que la anima un objetivo muy concreto y ambicioso…

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El mayordomo la evaluó con ojo crítico; ella se preguntó si el destello que logró ver en sus ojos había sido de respeto.

Al final, él asintió con la cabeza.

– informaré al señor Tallent de que está aquí, señorita. ¿A quién debo anunciar?

– A la señorita Emily Beauregard.

– ¿Cómo dices? -Levantando la mirada del deprimente montón de solicitudes, Jonas clavó los ojos en Mortimer-. ¿Una joven?

– Bueno… es una mujer joven, señor. -Resultaba evidente que Mortimer no sabía cómo catalogar a la señorita Emily Beauregard, lo que de por sí era sorpréndeme. Llevaba décadas ocupando el puesto de mayordomo y sabía muy bien a qué estrato social pertenecía cada una de las personas que se presentaban en la puerta del magistrado local-. Parecía… muy segura de querer ocupar el puesto y he pensado que tal vez sería mejor que la recibiera.

Jonas se recostó en la silla y estudió a Mortimer, preguntándose qué habría visto el mayordomo en la joven. Resultaba evidente que la señorita Emily Beauregard lo había dejado impresionado, lo suficiente para que Mortimer se hubiera adherido a su causa. Pero la idea de que fuera una mujer la que se encargara de la posada Red Bells… Aunque por otra parte, no hacía ni media hora que él mismo había reconocido que Phyllida podría dirigir la posada casi con los ojos cerrados.

El trabajo era, después de todo, para un gerente-posadero, y había muchas mujeres con la suficiente habilidad para realizarlo satisfactoriamente.

Se enderezó en la silla.

– De acuerdo. Hazla pasar. -No podía ser peor que el aspirante que había estado preso en Newgate.

– Ahora mismo, señor. -Mortimer se volvió hacia la puerta-. La mujer me ha dicho que trae referencias, tres para ser exactos.

Jonas arqueó las cejas. Al parecer la señorita Beauregard había llegado bien preparada.

Volvió a mirar el montón de solicitudes sobre el escritorio y lo apartó a un lado. No es que tuviera muchas esperanzas de que la señorita Beauregard fuera la respuesta a sus plegarias, pero ya estaba harto de esperar que llegara el aspirante perfecto, y más teniendo en cuenta el deprimente resultado de sus recientes esfuerzos.

El sonido de pasos en el umbral de la puerta le hizo levantar la mirada.

Vio que una señorita entraba en la habitación, seguida de Mortimer.

La arraigada educación de Jonas, le hizo ponerse en pie.

Lo primero que Em pensó al clavar los ojos en el caballero que estaba detrás del escritorio en la bien surtida biblioteca fue que era demasiado joven.

Demasiado joven para adoptar una actitud paternalista hacia ella.

O para mostrarse paternalista con cualquiera.

Un inesperado pánico sin precedentes la embargó. Aquel hombre -de unos treinta años y tan guapo como el pecado-no era, ni mucho menos, el tipo de hombre con el que había esperado tener que tratar.

Pero no había nadie más en la biblioteca, y había visto al mayordomo salir de aquella estancia cuando la había ido a buscar. Así que estaba claro que era con él con quien debía entrevistarse.

El caballero, ahora de pie, tenía los ojos clavados en ella. Em respiró hondo para tranquilizarse mientras pensaba que aquélla era la oportunidad perfecta para estudiarle.

Era alto y delgado. Medía más de uno ochenta y cinco y tenía largas piernas. La chaqueta entallada cubría unos hombros anchos. El pelo, castaño oscuro, caía elegantemente en despeinados mechones sobre una cabeza bien formada. Poseía los rasgos aguileños tan comunes entre la aristocracia, lo que reforzaba la creciente certeza de Emily de que el dueño de Grange pertenecía a una clase social más elevada que la de mero terrateniente rural.

Tenía un rostro fascinante. Ojos de color castaño oscuro, más vivaces que conmovedores, bajo unas cejas oscuras que acapararon su atención de inmediato a pesar de que él no la estaba mirando a los ojos. De hecho, la estaba recorriendo con la mirada de los pies a la cabeza. Cuando Emily se dio cuenta de que el hombre estaba observando su cuerpo, tuvo que contener un inesperado temblor.

Respiró hondo y contuvo el aliento absorta en lo que implicaba aquella frente ancha, la nariz firme y la mandíbula, todavía más fuerte y cuadrada. Todo aquello sugería un carácter fuerte, firme y resuelto.

Los labios eran completamente tentadores. Delgados pero firmes, sus líneas sugerían una expresividad que debería suavizar los ángulos casi severos de la cara.

Em apartó la mirada de la cara y se fijó en su elegante indumentaria. Vestía ropa hecha a medida. Ya había visto antes a algunos petimetres londinenses y, aunque él no iba demasiado arreglado, las prendas eran de una calidad excelente y la corbata estaba hábilmente anudada con un nudo engañosamente sencillo.

Debajo de la fina tela de la camisa blanca, se percibía un pecho musculoso, pero de líneas puras y enjutas. Cuando él se movió y rodeó el escritorio lentamente, le recordó a un depredador salvaje, uno que poseía una gracia peligrosa y atlética.

Em parpadeó.

– ¿Es usted el dueño de la posada Red Bells? -No pudo evitar preguntar.

Él se detuvo ante la esquina delantera del escritorio y finalmente la miró a los ojos.

Em sintió como si la hubiera atravesado una llama ardiente, dejándola casi sin aliento.

– Soy el señor Tallent, el señor Jonas Tallent. -Tenía una voz profunda pero clara, con el acento refinado de la clase alta-. Sir Jasper Tallent, mi padre, es el dueño de la posada. En este momento se encuentra ausente y soy yo quien se encarga de dirigir sus propiedades durante su ausencia. Tome asiento, por favor.

Jonas señaló la silla frente al escritorio. Tuvo que contener el deseo de acercarse y sujetársela mientras ella se sentaba.

Si aquella joven hubiera sido un hombre, él no lo habría invitado a sentarse. Pero no lo era; era, definitivamente, una mujer. La idea de que se quedara de pie ante él mientras Jonas se sentaba, leía las referencias que ella había traído y la interrogaba sobre su experiencia laboral era, sencillamente, inaceptable.

Ella se recogió las faldas color verde aceituna con una mano y tomó asiento. Por encima de la cabeza de la joven, Jonas miró a Mortimer. Ahora comprendía la renuencia del mayordomo al calificar a la señorita Beauregard como «una joven». Fuera como fuese, no cabía ninguna duda de que la señorita Emily Beauregard era una dama.

Las pruebas estaban allí mismo, en cada línea de su menudo cuerpo, en cada elegante movimiento que realizaba de manera inconsciente. Tenía huesos pequeños y casi delicados, y su rostro en forma de corazón poseía un cutis de porcelana con un leve rubor en las mejillas. Sus rasgos podrían describirse -si él tuviera alma de poeta-como esculpidos por un maestro.

Los labios eran exuberantes y de un pálido color rosado. Estaban perfectamente moldeados, aunque en ese momento formaban una línea inflexible, una que él se sentía impulsado a suavizar hasta conseguir que se curvara en una sonrisa. La nariz era pequeña y recta, las pestañas largas y espesas, y rodeaban unos enormes ojos de color avellana, los más vivaces que c! hubiera visto nunca. Sobre aquellos ojos tan llamativos se perfilaban unas discretas cejas castañas ligeramente arqueadas. Y sobre la frente caían unos suaves rizos castaño claro. Resultaba evidente que ella había intentado recogerse el pelo en la nuca, pero los brillantes rizos tenían ideas propias y se habían escapado de su confinamiento para enmarcarle deliciosamente la cara.

La barbilla, suavemente redondeada, era el único elemento de aquel rostro que parecía mostrar indicios de tensión.

Mientras regresaba a su asiento, en la mente de Jonas sólo había un pensamiento: «¿Por qué demonios una dama como ésa solicitaba el puesto de gerente en una posada?»

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