Carolyn se dio la vuelta y se dio cuenta de que, aunque no hubiera reconocido su voz, habría reconocido sus ojos. Desde el otro lado de la máscara negra que cubría la mitad superior de su cara, la miraban con el mismo ardor que dejaba sin aire sus pulmones cada vez que lord Surbrooke la miraba. Y también habría reconocido su boca. No sólo porque era perfecta, con el labio inferior algo más abultado que el superior, sino por cómo se curvaba hacia arriba una de sus comisuras, rompiendo toda aquella perfección de una forma que no debería ser atractiva, pero que lo era. Por muy molesto que le resultara a ella.
Carolyn deslizó la mirada por su disfraz negro de salteador de caminos. Vestido con aquel atuendo se lo veía alto, sombrío y peligroso. Como si estuviera dispuesto a salir corriendo con lo que se le antojara sin que le importaran en absoluto las consecuencias. Un escalofrío que Carolyn no supo identificar recorrió su cuerpo.
– En lugar de buenas noches, ¿no debería decir: «La bolsa o la vida»? -replicó ella, orgullosa de que su voz sonara calmada cuando, de repente, se sentía de todo menos calmada.
El realizó una reverencia formal.
– Desde luego. Aunque, con «La bolsa o la vida», en realidad querría decir: «¿Me concede este baile?»
Carolyn titubeó, sorprendida de las ganas que tenía de aceptar su invitación. Si se hubiera tratado de cualquier otra circunstancia distinta a un baile de disfraces, lo más probable era que no hubiera aceptado la invitación. Era muy consciente de la reputación de lord Surbrooke y no experimentaba el menor deseo de decir o hacer nada que pudiera hacerle creer que podría contemplar la posibilidad de ser su próxima conquista.
Claro que era muy posible que él no supiera quién era ella. ¿Acaso el señor Jennsen no le había dicho que él nunca la habría reconocido? Contempló los ojos de lord Surbrooke y sólo percibió deseo, pero ningún signo de que la hubiera reconocido. Sin duda, un hombre con tantas amantes en el pasado como se decía que había tenido, miraba a todas las mujeres de la misma forma. Lo más probable era que, simplemente, le hubiera atraído su disfraz o, todavía más, que ella fuera la doceava mujer a la que hubiera mirado con aquel mismo ardor y le hubiera pedido un baile aquella misma noche.
Aun así, la idea de estar en el completo anonimato encendió un extraño fuego en el interior de Carolyn. Si aceptaba la invitación de lord Surbrooke, que sería su primer baile en los brazos de un hombre distinto a Edward, se sentiría más cómoda oculta detrás de una máscara.
Antes de que pudiera responder, una mano grande y cálida la cogió por el codo.
– ¿Desea bailar con él o prefiere que se vaya? -le preguntó el señor Jennsen en voz baja y cerca de su oreja.
– Le agradezco su interés, pero lo conozco y creo que aceptaré su invitación -contestó ella, igualmente en voz baja. Entonces vio que una mujer se aproximaba y realizó una mueca-. Prepárese, señor pirata, una damisela en peligro está navegando hacia su lado de babor con gran interés en la mirada.
– ¿Ah, sí? Justo mi tipo de mujer favorita. ¿Sabe quién es?
Como la mujer llevaba puesta una máscara muy pequeña, a Carolyn le resultó muy fácil identificarla.
– Se trata de lady Crawford -le indicó al señor Jennsen-. Es viuda y muy guapa, por cierto.
– Entonces la dejo para que disfrute usted de su velada, milady.
Jennsen realizó una reverencia formal, saludó con una inclinación de la cabeza al salteador de caminos y se volvió hacia la damisela.
Carolyn miró a lord Surbrooke, quien contemplaba la espalda del señor Jennsen con el ceño fruncido, pero enseguida volvió su atención hacia ella y le ofreció el brazo.
– ¿Bailamos?
Carolyn titubeó unos instantes, asaltada por la duda ahora que había llegado el momento. Se sentía dividida entre una necesidad repentina y casi incontenible de salir corriendo, regresar a la seguridad de su tranquila existencia y seguir instalada en sus recuerdos, y el deseo, igualmente intenso, de salir de las sombras.
«Ha llegado la hora de continuar con tu vida -le susurró su voz interior-. ¡Tienes que seguir adelante!»
– Le advierto que yo no muerdo -declaró el salteador de caminos con voz divertida-. Al menos, no con frecuencia.
Carolyn fijó la mirada en su sonrisa de medio lado y, durante varios segundos, sus pulmones dejaron de funcionar. Al final, dejó de someterlo a su distraído examen y le devolvió la sonrisa.
– Sí, usted sólo roba y atraca.
– Sólo cuando la ocasión lo requiere. Esta noche la ocasión requiere bailar un vals… ¡Espero! -Cogió la mano de Carolyn y rozó con sus labios el torso de sus dedos enguantados-. Con la mujer más guapa de la sala.
Un hormigueo ardiente recorrió el brazo de Carolyn, reacción que la alarmó y, al mismo tiempo, la molestó y la intrigó. Resultaba ridículo sentirse halagada por las palabras de un granuja tan experimentado. Sin embargo, una parte diminuta y femenina de ella no pudo evitar disfrutar del cumplido. Extrayendo valor tanto de la abierta admiración de lord Surbrooke hacia ella como del anonimato, Carolyn señaló, con un gesto de la cabeza, las parejas que daban vueltas y más vueltas en la pista.
– El vals nos espera.
Nada más pisar la pista de baile, y antes de que Carolyn pudiera realizar una respiración completa, unos brazos fuertes la rodearon y la arrastraron a la corriente de bailarines que giraban sobre sí mismos y formando un círculo. Carolyn dio un ligero traspiés, aunque no estaba segura de si se debía a los pasos del baile, que hacía tanto tiempo que no practicaba, o a la desacostumbrada y perturbadora sensación de que los brazos de un hombre la sostuvieran. Sin embargo, el salteador de caminos la sujetó con firmeza y ella enseguida recuperó el equilibrio.
– No se preocupe -declaró él con dulzura mientras su cálido aliento rozaba la oreja de Carolyn y enviaba un placentero escalofrío por su espina dorsal-. No permitiré que se caiga.
Y, con esas palabras, la deslizó por la pista girando sobre sí mismos. Los otros bailarines y el resto de la habitación se disolvieron en un borrón de color que daba vueltas y más vueltas alrededor de ellos. Lo único que permaneció claro para Carolyn fue el rostro enmascarado de lord Surbrooke. Y sus ojos, que estaban clavados en los de ella. Carolyn se sintió totalmente rodeada por él. Y totalmente euforizada.
Los dedos largos y fuertes de lord Surbrooke rodeaban los de Carolyn y les transmitían su calor incluso a través de los guantes de ambos. Y su otra mano, aunque descansaba en la postura correcta y en el lugar adecuado, en la parte baja de la espalda de Carolyn, parecía marcarle la piel como si fuera un hierro candente. Una sensación de ahogo invadió a Carolyn quien, incapaz de hacer otra cosa, se dejó llevar. ¿Cómo podía haber olvidado lo mucho que le gustaba bailar?
Él la condujo con maestría, sin esfuerzo, y Carolyn, rodeada por el círculo de sus fuertes brazos, se sintió volar, como si sus pies flotaran a varios centímetros del suelo. Una sensación vertiginosa de ligereza casi mágica la recorrió, y una risa ahogada escapó de sus labios. Las conversaciones, las risas y la música sonaban a su alrededor, pero todo se desvaneció en la nada. Todo salvo él. Su mirada fija en la de ella. El movimiento de su musculoso hombro bajo la palma de su mano. El roce de su pierna con la falda de su vestido. La forma en que los dedos ligeramente separados de su mano acariciaban con lentitud su espalda mientras la apretaban contra él un poquito más en cada vuelta.
Su refrescante aroma, una agradable mezcla de lino limpio y jabón perfumado, inundó los sentidos de Carolyn embargándola con el inquietante y sobrecogedor deseo de acercarse más a él, hundir la cara en su cuello y aspirar profundamente.
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