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Jacquie D’Alessandro: Un Romance Imposible

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Jacquie D’Alessandro Un Romance Imposible

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Cuando Allie descubre que su marido, muerto en un duelo, había sido un criminal, resuelve intentar reparar los daños que ha causado. Su empeño la lleva de América Inglaterra, donde la esperan extraños accidentes y un romance inesperado… Al quedar viuda como consecuencia de un escandaloso duelo, lo único que le resta a Alberta Brown es un alijo de objetos mal habidos. Decidida a reparar las ofensas de su inescrupuloso marido, Allie se embarca hacia Inglaterra en busca del dueño de un anillo masculino adornado con un misterioso sello. Una serie de extraños episodios a bordo la convencen de que se encuentra envuelta en un juego peligroso. Sin embargo, nada será más peligroso -y tentador- que el atractivo desconocido que la espera en el muelle. Lord Robert Jamison deseaba contraer matrimonio con una mujer que despertara en él algo especial, pero nunca imaginó encontrarla en esa americana de belleza peculiar y espíritu independiente que le habían encomendado llevar a una espléndida mansión en la campiña inglesa. Allie, por su parte, se había jurado a sí misma no volver a casarse…

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Sin embargo, ¿qué hacer con esa información? Estaba claro que el objetivo era alguien importante. «No cabe duda de que su muerte dará lugar a investigaciones.» Había que decírselo a alguien. Alguien que pudiese detener ese crimen antes de que fuese cometido. Alguien que no era ella.

Pero ¿quién? ¿Un magistrado? La muchacha tragó saliva. Se había pasado la vida evitando a los magistrados y a gente de esa clase, y, teniendo en cuenta su pasado, desde luego prefería dejar las cosas como estaban. Además, ¿quién iba a creerla a ella, una mujer que se ganaba la vida a duras penas echando las cartas? En el instante en que cometiesen el asesinato de aquella persona importante, la creerían culpable, o algo parecido. Lo que fuese. Le darían caza como si fuese un zorro. La arrojarían a una celda. Se le revolvió el estómago. Nunca más.

Sin embargo, se vería metida a la fuerza en su propia prisión privada si no intentaba al menos avisar a la persona que estaba en peligro, fuera quien fuese. Con una mirada ansiosa a la ventana que la atraía con la dulce tentación de la libertad, salió de detrás de la cortina y caminó deprisa hasta el elegante escritorio de madera. Sacó enseguida una hoja de papel vitela, humedeció la pluma en el tintero y escribió una breve nota. A continuación dobló el papel dos veces y escribió «Lord Malloran, urgente y confidencial» en el exterior. Lo dejó sobre el escritorio, sujetándolo con un pisapapeles de cristal en forma de huevo que apoyó sobre una esquina. Luego respiró hondo y dijo a su conciencia que dejase de refunfuñar.

Había hecho lo posible para salvar a la futura víctima. Ahora tenía que salvarse a sí misma.

Se acercó a la ventana y miró a través del cristal hacia el pequeño jardín, que por fortuna estaba vacío, sin duda debido al frío impropio de la estación. Por fin algo le salía bien. Al observar la distancia de cinco metros hasta el suelo, hizo una mueca. La última vez que dio un salto así, resbaló y se torció el tobillo. Consideró por un momento la posibilidad de volver sobre sus pasos y salir por la puerta de la calle, pero un tobillo dolorido resultaba mucho más atractivo que tropezar con el hombre de ojos verdes o con el dúo criminal que vagaba por la fiesta. No, la ventana ofrecía la única oportunidad de salir de aquel lío.

Tras una última mirada para asegurarse de que el jardín seguía libre de invitados, Alex abrió la ventana y, con un movimiento ágil, pasó las piernas por encima del marco. Apoyó las manos en el antepecho, imprimió a su cuerpo una hábil contorsión y luego, con cuidado, bajó con los dedos doblados sobre el alféizar, de cara a la áspera fachada de piedra. Inspiró con fuerza, apretó la punta de sus botas de suave piel contra el muro de piedra, se dio impulso y se soltó.

Su estómago ascendió de golpe. Durante un breve instante, le pareció que volaba. Luego aterrizó con suavidad, doblando las rodillas y tocando con las palmas la tierra fría y húmeda. Al ponerse en pie, estuvo a punto de echarse a reír de pura alegría por su hazaña mientras se sacudía las manos. Era libre. Solo tenía que desaparecer entre las sombras. Se volvió, decidida a dirigirse hacia las callejuelas.

Y se encontró mirando una corbata blanca como la nieve.

Una corbata blanca como la nieve que estaba a solo unos centímetros de su nariz. Inspiró de golpe, sobresaltada, y percibió el aroma de ropa recién almidonada mezclado con un olorcillo de sándalo. Dio enseguida un paso atrás pero se detuvo cuando sus hombros chocaron contra la piedra áspera de la casa. Unas manos fuertes la sujetaron de los brazos.

– Quieta -dijo una profunda voz masculina.

¿Cuándo se había vuelto su suerte tan horriblemente mala? Aquella noche iba de mal en peor.

Los dedos se doblaron contra su piel, descubierta por las mangas cortas y afaroladas de su vestido, y la joven observó que el hombre no llevaba guantes. Sintió que le recorría un hormigueo que sin duda no era más que fastidio. Decidida a liberarse deprisa de aquel irritante obstáculo en sus planes de huida, Alex levantó la barbilla.

Y miró a los ojos familiares del extraño.

Capítulo 2

El enojo de Alex se evaporó, y un sentimiento de alarma rugió a través de ella con tanta fuerza que la joven se mareó. Una vocecita interior le ordenó apartarse de él, pero no pudo moverse. Solo pudo mirar aquellos ojos insondables, que la observaban con una expresión impenetrable. Todos sus músculos se tensaron, atenazándola con el miedo que creía haber vencido tiempo atrás.

Un tenso silencio que pareció durar una eternidad creció entre ellos mientras Alex luchaba por dominar su pavor y mostrarse serena.

Algo aleteó en la mirada de él… algo que desapareció antes de que Alex pudiese descifrarlo. Algo que la muchacha rogó que no fuese reconocimiento. Sin embargo, ¿qué otra cosa podía ser? Sin duda, no se trataba de una coincidencia que precisamente él apareciese justo debajo de esa ventana concreta en ese momento concreto.

Los años que había vivido huyendo de su pasado finalmente la habían alcanzado. En la forma de ese extraño que seguía sujetándola con firmeza. Recurriendo a todas sus reservas, Alex se deshizo de su aprensión y recuperó su aplomo. Sabía cómo salir de situaciones apuradas, aunque nada en el porte de él lo clasificaba como un tonto, una observación que la joven decidió ignorar estúpidamente cuatro años atrás.

– ¿Se encuentra bien, madame Larchmont?

Cualquier pequeño resquicio de esperanza de que él ignorase su identidad se desvaneció con la pregunta. La muchacha enderezó la espalda y levantó la barbilla.

– Sabe usted quién soy.

Una oscura ceja se arqueó.

– ¿Esperaba que no lo supiera?

Una chica puede soñar, se dijo ella.

– Lo dudaba, porque es evidente que se está propasando -respondió la joven mirándole con intención las manos, que seguían sujetándola-. Puede soltarme, señor.

Él obedeció de inmediato y dio un paso atrás. A Alex le pareció que sus dedos se deslizaban un instante sobre su piel desnuda antes de soltarla. Un temblor la recorrió; sin duda debido al fresco aire nocturno que rozó la zona que habían calentado las palmas de él.

– ¿Se ha hecho daño al tropezar? -preguntó él, con voz preocupada, mirándola de arriba, abajo.

– ¿Al tropezar?

– Sí. Estaba caminando por el jardín cuando he oído un ruido. Al volver la esquina, la he visto levantarse y sacudirse las manos. Espero que no esté herida.

– Pues… no, gracias. Estoy bien.

Alex, confusa, lo observó con atención. Se enorgullecía de su capacidad para leer los pensamientos de la gente, y la expresión de aquel hombre, muy visible al resplandor de la luna llena, revelaba solo un interés cortés, tal vez con una pizca de curiosidad. Al parecer, ignoraba que ella hubiese saltado por la ventana.

Volvió a mirarlo. En los ojos de aquel hombre no brillaba ni la más ligera sombra de reconocimiento. ¿Era posible que no recordase su anterior encuentro, que solo la conociese de esa misma noche? La invadió una oleada de alivio, aunque duró poco. La intensidad con la que él la había mirado en el salón tenía que significar algo. Si no la recordaba, ¿qué debía ser?

El hombre se movió, y a la joven se le tensaron los músculos. Sin embargo, se limitó a sacarse un pañuelo del bolsillo interior del chaleco.

– Para que se limpie las manos -dijo, ofreciéndole la pieza de tela blanca con un galante ademán.

Ya recuperada del todo la compostura, Alex disimuló sus sospechas acerca de las motivaciones del hombre con la habilidad de una experimentada actriz y sacudió la cabeza.

– Gracias, pero los guantes me han protegido las manos. Estoy perfectamente -dijo, antes de obsequiarle con su mirada más autoritaria-. ¿Qué hacía usted en el jardín?

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