– ¿Que le salude? Mamá, ¿estás loca? ¡Este hombre mató a mi padre! ¡Antes le haría una reverencia al propio diablo!
– Miranda. -La voz de Dorothea fue tajante-. El primo Jared no mató a Thomas. Fue un terrible error lo que causó la muerte de tu padre. Jared no tuvo la culpa. Simplemente ocurrió. Todo ha terminado y por más que patalees no vas a devolver la vida a Tom. Ahora, saluda a tu primo Jared.
– ¡Jamás! ¡No pienso saludar a este usurpador!
Dorothea suspiró.
– Jared, debo excusarme en nombre de mi hija mayor. Me gustaría poder decirte que es el dolor, pero lamento tener que admitir que, desde pequeña Miranda ha sido una niña testaruda y mal educada. Sólo su padre parecía ejercer cierta autoridad sobre ella.
– No necesitas excusarte en mi nombre, mamá. Sé que Mandy es tu preferida y que sin papá me he quedado sola. No os necesito a ninguna.
Ambas, Dorothea y Amanda, se deshicieron en llanto y Jared Dunham increpó a Miranda, furioso.
– ¡Pide perdón a tu madre! ¡Quizá tu padre te mimó, pero yo no lo haré!
– ¡Vete al infierno, demonio! -le espetó con los ojos relampagueantes.
Antes de que Miranda pudiera moverse, él ya estaba fuera del sofá y al otro lado de la estancia. La arrastró a través del salón y volvió a sentarse echándola sobre sus rodillas. Avergonzada, Miranda sintió que le levantaban las faldas y una manaza bajaba sobre su pequeño trasero con un golpe seco.
– ¡Canalla! -chilló Miranda, pero la mano siguió pegándole sin compasión hasta que de pronto la joven se echó a llorar. Después sollozó como loca con todo su dolor al descubierto. Entonces, con dulzura, Jared le bajó la ropa, la levantó y la cogió entre sus brazos, con un gesto de dolor cuando ella apoyó la cabeza en el hombro herido. Miranda, ahora, lloraba amargamente.
– Venga, venga, fierecilla -la calmó dulcemente, sorprendido por lo que hacía. Aquella fiera color platino lo había atraído de un modo increíble. Tan pronto lo enfurecía como, a continuación, se sentía delicadamente protector. Sacudió la cabeza y sus ojos se encontraron con la mirada de Dorothea Dunham. Le desconcertó la comprensión divertida que leyó en ella.
Los sollozos de Miranda fueron cediendo. De repente, al darse cuenta de dónde se encontraba, la joven bajó de sus rodillas, rabiosa como un gato mojado.
– ¡Me… me has pegado!
– Sí, te di unos azotes, fierecilla. Necesitabas una buena azotaina.
– Jamás me habían pegado en toda mi vida.-La calma de Jared la enfurecía.
– Un gran error por parte de tus padres.
Miranda, furiosa, se volvió a su madre.
– ¡Me ha pegado! Me ha pegado y tú te has quedado tan fresca.
Dorothea ignoró a su hija.
– No tienes idea de cuántas veces he querido hacerlo, pero Tom no me dejaba-dijo a Jared.
Ofendida, Miranda salió del salón y subió corriendo la escalera hacia su alcoba. Amanda siguió a su gemela porque conocía los signos de una terrible pataleta.
– Ayúdame con el maldito traje, Mandy.
Amanda empezó a desabrocharla.
– ¿Qué vas a hacer, Miranda? -preguntó-. ¡Oh, por favor no seas tonta! El primo Jared es un hombre excelente y está muy apenado porque uno de sus hombres disparó accidentalmente contra papá. No deseaba instalarse aún, pero ahora que Wyndsong es responsabilidad suya cree que debe hacerlo.
– Destruiré la isla -masculló Miranda entre dientes.
– ¿Y adonde iremos? El primo Jared ha asegurado a mamá que la isla sigue siendo su hogar.
– Podemos volver a Inglaterra. Te casarás con Adrián y mamá y yo viviremos contigo.
– Querida hermana, cuando me case con Adrián nadie compartirá nuestra casa excepto nuestros hijos.
– ¿Y qué me dices de la anciana lady Swynford? -A Miranda le sorprendía el tono firme y tranquilo de la voz de su gemela.
– Vivirá en la casa asignada a la lady viuda, en Swynford Hall. Adrián y yo ya lo hablamos y estamos de acuerdo.
Miranda se arrancó el traje, la chambra y la enagua.
– ¡Entonces, montaremos nuestra propia residencia! Pásame los pantalones de montar, Mandy. Ya sabes dónde están.
Abrió su cómoda, y de un cajón sacó una suave y bien planchada camisola de algodón, se la puso y la abrochó. Amanda le tendió sus viejos calzones de pana verde y Miranda se los puso.
– Medias y botas, por favor. -Amanda obedeció-. Gracias. Ahora, cariño, corre a las caballerizas y di a Jed que me ensille Sea Breeze.
– Oh, Miranda, ¿crees que está bien?
– ¡Sí!
Amanda salió suspirando de la alcoba. Miranda se calzó primero las ligeras medias de lana y después sus viejas y cómodas botas de cuero marrón. Todavía le escocía el trasero y se ruborizó ante la idea de que Jared Dunham le había visto los pantalones. ¡Qué bestia tan odiosa era! ¡Y mamá le había permitido que la lastimara! En toda su vida, nadie, y por supuesto ningún hombre, la había tocado así. No podía permanecer en Wyndsong por mucho tiempo. Una lágrima de autocompasión resbaló por su pálida mejilla. Cuando se leyera el testamento de papá serían ricas y Jared Dunham podría irse al infierno. Ahora, iba a disfrutar de su isla. Salió por la escalera trasera de la casa y cruzó la cocina.
Jed y Sea Breeze ya estaban fuera de la cuadra. El gran castrado tordo bailaba al extremo de la rienda ansioso por salir corriendo. Una vez montada en su caballo, oliendo el familiar aire salado, Miranda casi creía ser la misma, pero de pronto la voz de Jared irrumpió en su sueño.
– ¿Adonde vas. Miranda?
Bajó la vista hacia él, mirándolo de lleno a la cara por primera vez, y pensó en lo increíblemente guapo que era. Tenía un rostro sensible. Su cara bronceada y oval era tan angular como la de ella. El cabello oscuro estaba revuelto y sobre la frente le caía un mechón que a Miranda le hubiera gustado tocar y devolver a su sitio. Bajo sus cejas espesas y negras los ojos verde botella brillaban por debajo de unos párpados pesados. Los labios delgados eran ligeramente burlones. Una oleada de algo familiar la envolvió y casi se atragantó. Pero el enfado y el dolor aparecieron de nuevo y respondió con malos modos.
– El caballo es mío, señor. Supongo que no se opondrá a que lo monte. -Tiró de la cabeza de Sea Breeze y salió disparada.
Jared movió la cabeza. Le habían encargado una misión que consistía en detener cualquier barco inglés que encontrara, lo registrara y recuperara a todo marinero americano que viajara a bordo. De momento sus misiones en Europa habían terminado y estaba libre de intrigas. Ahora, por culpa de aquel loco desobediente de Elias Bailey, un buen hombre había muerto y a él le había caído una herencia que no esperaba recibir hasta bien entrada la madurez. Y peor, mucho peor, sospechaba que debería encargarse de la familia de su difunto primo. Por supuesto, era su deber. La deliciosa viuda, sólo doce años mayor que él, no le causaría problemas. Ni tampoco se los daría la encantadora pequeña Amanda, que iba a casarse con lord Swynford el próximo junio, en Inglaterra. En cuanto a la otra… ¡Cielos! ¿Qué iba a hacer con aquella Miranda obstinada y de mal carácter?
Thomas Dunham, octavo lord de Wyndsong Manor, estuvo dos días de cuerpo presente en el salón delantero de la casa. Sus amigos y vecinos acudieron de ambos brazos de Long Island… de las aldeas de Oysterponds, Greenport y Southhold en la costa norte, y de East Hampton y Southampton en la costa sur y de las islas vecinas de Gardiner, Robin, Plum y Shelter. Fueron a presentar sus respetos, consolar a la familia y conocer al heredero.
El día del entierro se levantó gris, ventoso e inclemente. Después de que el ministro anglicano dirigiera la ceremonia en el salón y se enterrara a Thomas Dunham en el cementerio familiar en una colina cercana a la casa, los acompañantes volvieron a beber un vaso de vino en memoria de Thomas Dunham. Después se marcharon todos. Solamente quedó el abogado Younge para leer el testamento.
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