LaVyrle Spencer - Los Dulces Años

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Cuando Linnea llega a Alamo, no imagina que el hombre irritado que la recibe en la estación de tren se convertirá en su gran amor. Con sólo dieciocho años, la vehemente y alegre Linnea es la nueva profesora y está decidida a conquistar un lugar en la familia que la acose, así como dentro de la comunidad. Theodore es un granjero de treinta y cuatro años que vive con su madre y su hijo de dieciséis años. Al igual que los demás granjeros, Teddy se ocupa fundamentalmente de la cosecha, y cuando Linnea llega a vivir a su casa, se siente invadido e irritado porque la joven no respeta las reglas tácitas de la comunidad. Lentamente, en medio de las tareas cotidianas, surge entre ellos un amor profundo. Atemorizado por la diferencia de edad entre ambos, Teddy intenta alejarse de Linnea. Pero ella está dispuesta a aceptar el desafío porque sabe que él es su destino.

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– Yo… lo lamento -murmuró-. Fue una estupidez y…

– Claro que lo lamentas. A nadie le gusta sentirse tonto en un lugar nuevo. Pero las jarras son… ¡pero si te has cortado!

– ¡Oh, y ahora le he manchado el vestido! ¿Acaso no puedo hacer nada bien?

– No te aflijas. Lo lavaré. Me parece que esa mano va a sangrar un rato. Será mejor que busque algo para vendarla.

Se levantó de un salto y desapareció escaleras abajo. Un momento después, Linnea oyó voces desde la cocina y se sintió doblemente mortificada sabiendo que, sin duda, Nissa debía de estar contando a los hombres lo sucedido. Pero cuando la anciana regresó no pronunció una sola palabra de crítica y le vendó la mano con una tira arrancada de una sábana limpia y la ató con firmeza antes de dirigirse de nuevo a la escalera.

– Ahora arréglate el pelo y preséntate abajo en cinco minutos. A los muchachos no les gusta que los hagan esperar.

Por desgracia, la muchacha aún era inexperta para arreglarse el nuevo peinado recogido con las dos manos sanas; con una lastimada, le resultaba imposible- Hizo todo lo posible, pero cuando Nissa avisó que la cena estaba lista, ella aún estaba intentándolo. Mientras seguía acomodándose y clavando horquillas con manos torpes, se miró la falda: tenía mojada la zona de las rodillas y el borde y ya no tenía tiempo de cambiarse.

Con un vistazo al espejo comprobó que el postizo en tomo del cual había enroscado el cabello estaba desplazado del centro. ¡Maldición! Le dio un tirón hacía la izquierda que lo descolocó todavía más y lo fijó de prisa con tres horquillas.

– ¡Señorita Brandonberg! ¡La cena! A los muchachos no les gusta que los hagan esperar.

Linnea se rindió y fue hacia la escalera, esperando que sus pasos sonaran decididos en los peldaños. Cuando emergió de las sombras de la escalera a la cocina, se sorprendió al ver que había tres hombres altos y robustos que la miraban con la boca abierta.

¿Los muchachos?

Por supuesto, uno era Theodore, al que ya había tenido la desdicha de conocer. Echó un vistazo al rostro enrojecido, al cabello rebelde y a la falda mojada de la muchacha y en las comisuras de sus labios jugueteó el fantasma de una sonrisa. Linnea lo dio por perdido, ya que era un patán rústico, y prestó atención a los otros.

– Tú debes de ser Kristian. -Era media cabeza más alto que ella y muy apuesto, con una boca mucho más tierna y bella que la del padre pero los mismos ojos castaño intenso. El cabello mojado, recién peinado, era de un castaño dorado que, al secarse, seguramente sería rubio. Tenía el rostro reluciente por el reciente lavado y era el único de los tres sin camisa y sin la marca blanca atravesándole la mitad superior de la frente. Linnea le tendió la mano-: Hola, yo soy la señorita Brandonberg.

Kristian Westgaard miró a la nueva maestra con la boca abierta. ¿Menuda y ratonil? Cielos, ¿de qué hablaba el viejo? Sintió que le subía el sonrojo desde el pecho desnudo. El corazón te dio un vuelco y empezaron a sudarle las manos.

Linnea vio que se ponía del color de las frambuesas maduras y se secaba las manos en los muslos. La nuez de Adán le bailoteó como un corcho en una ola y, al fin, le tomó la mano por un instante.

– ¡Uy! -exclamó-. ¿Así que usted será nuestra nueva maestra? De camino a la mesa con una fuente de carne, Nissa lo reconvino:

– ¡Cuida tus modales, jovenzuelo! -lo que renovó el sonrojo de Kristian.

Linnea rió:

– Eso me temo.

Intervino Nissa:

– Y este es mi hijo John. Vive al otro lado del campo, pero siempre come con nosotros. Indicó con la cabeza hacia el Este y volvió junto a la cocina.

Linnea vio un rostro muy parecido al de Theodore, un poco mayor y con la línea del cabello que ya empezaba a retroceder. Tímidos ojos almendrados; nariz recta, atractiva, labios llenos… muy diferentes de los de su madre, que se reducían a una línea angosta. Al parecer, no se sentía capaz de mirarla a los ojos, ni podía dejar de mover los pies. Sobre la línea del sombrero se puso del color de las amapolas, mientras que debajo su cara era de color siena. Los ojos tímidos se posaron en cualquier lado menos en ella. Cuando fue presentado, hizo un brusco cabeceo y decidió ofrecerle la mano, pero la retiró a mitad del trayecto y la sustituyó por otros dos cabeceos- La mano de Linnea quedo colgando entre los dos hasta que, al fin, John la tomó entre sus enormes manazas y le dio una sola sacudida.

– Hola, John -dijo la muchacha con sencillez.

El hombre asintió, mirándose las botas.

– Señorita.

La voz retumbó suave, áspera y muy, muy baja, como un trueno que llegara del condado vecino.

También tenía la cara recién restregada para presentarse a cenar, y el cabello castaño con una onda en el centro. Llevaba unos desteñidos pantalones negros y tirantes rojos. El cuello de la camisa roja escocesa estaba abotonado hasta el cuello, lo que le confería un aspecto más bien triste, infantil para un hombre tan corpulento. En el mismo instante en que la mano enorme devoró la suya, Linnea sintió una oleada cálida y protectora. El único que no le había dirigido la palabra era Theodore, pero percibió que la observaba y decidió no dejarlo escapar tan fácilmente. Si creía que los modales eran innecesarios cuando una persona envejecía, le demostraría que uno nunca era demasiado viejo para ser cortés.

– Lo saludo otra vez, señor Westgaard. -Dándose la vuelta, lo miró directamente, sin darle otra alternativa que aceptar el saludo.

– Sí -fue todo lo que dijo, con tos brazos cruzados sobre la camisa azul y los tirantes negros.

Para fastidiarlo más, agregó, sonriendo con dulzura:

– Su madre me condujo a mi habitación y me hizo instalarme. Estaré muy bien ahí.

Como los demás lo miraban, Theodore no tuvo más remedio que tragarse una réplica punzante y refunfuñó:

– Bueno, ¿vamos a estar aquí parloteando toda la noche o vamos a cenar?

– La cena está lista. Sentémonos -repuso Nissa procediendo a colocar el último plato con carne sobre la mesa redonda de roble cubierta con un mantel níveo-. Esta será tu silla.

Nissa le indicó a Linnea la que estaba entre la suya propia y la de John, tal vez esperando que al haber un poco más de distancia entre Theodore y la muchacha disminuyese el antagonismo. Pero, por desgracia, los puso enfrentados y, ya antes de sentarse, la muchacha sintió que los ojos del hombre la asaeteaban con palpable desagrado.

Una vez que estuvieron todos sentados. Theodore dijo:

– Oremos.

Unió las manos, apoyando los codos a los costados del plato y apoyo la frente en los nudillos. Todos lo imitaron, incluso Linnea pero cuando la voz profunda empezó a recitar la plegaria abrió los ojos y, espiando entre los nudillos, miró sorprendida: la plegaria era pronunciada en noruego.

Con los pulgares apretados contra la frente, vio que las comisuras de los labios de Theodore se movían tras las manos unidas. ¡Para su horror, él también la espió a ella! Sus ojos se encontraron un instante, pero, por breve que fuera la mirada, la incomodó aún antes de posarse en la mano vendada. Sintiéndose culpable, cerró con fuerza los ojos.

Sumó su amén al de los demás, y antes de que pudiese, siquiera, retirar los codos del mantel se sucedieron las acciones más sorprendentes.

Como si el fin de la plegaria hubiese indicado el comienzo de una carrera, cuatro pares de manos arrebataron cuatro platos; cuatro cucharas golpearon contra los platos con estrépito. Luego, con la precisión de un ejercicio militar, los platos pasaban hacia la izquierda y cada uno de los Westgaard tomaba el que le llegaba desde la derecha. Linnea se quedó con la boca abierta y su demora en recibir la fuente con maíz que le pasaba John provocó una discontinuidad en el ejercicio, pues de pronto, todos los ojos se posaron en ella, que tenia las manos vacías, mientras que John hacía equilibrio con dos platos en sus enormes manos. Sin hablar, le tocó el hombro con la fuente de maíz y, mientras ella la aceptaba, la vista de Theodore se fijó otra vez en su mano vendada.

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