LaVyrle Spencer - Los Dulces Años

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Cuando Linnea llega a Alamo, no imagina que el hombre irritado que la recibe en la estación de tren se convertirá en su gran amor. Con sólo dieciocho años, la vehemente y alegre Linnea es la nueva profesora y está decidida a conquistar un lugar en la familia que la acose, así como dentro de la comunidad. Theodore es un granjero de treinta y cuatro años que vive con su madre y su hijo de dieciséis años. Al igual que los demás granjeros, Teddy se ocupa fundamentalmente de la cosecha, y cuando Linnea llega a vivir a su casa, se siente invadido e irritado porque la joven no respeta las reglas tácitas de la comunidad. Lentamente, en medio de las tareas cotidianas, surge entre ellos un amor profundo. Atemorizado por la diferencia de edad entre ambos, Teddy intenta alejarse de Linnea. Pero ella está dispuesta a aceptar el desafío porque sabe que él es su destino.

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Kristian rió entre dientes.

– ¿Cómo es?

Theodore lo miró, serio:

– ¿Qué te importa cómo es?

El muchacho enrojeció un poco.

– Sólo preguntaba, nada más,

Theodore se puso más serio aún:

– Tiene un aspecto menudo y ratonil -respondió, avinagrado- tal como uno espera que sea una maestra. Y ahora volvamos a trabajar.

Mientras duraba la cosecha, la cena empezaba tarde, porque los hombres se quedaban en los campos hasta que desaparecía el último rayo de sol y sólo se detenían a última hora de la tarde para ordeñar y comer unos emparedados que les permitiesen aguantar hasta la cena.

Si bien Linnea había tenido la cortesía de ofrecer ayuda, Nissa no quiso saber nada y la rechazó con una contundente afirmación:

– Los maestros se alojan y comen aquí. Es parte de su paga, ¿no es cierto?

Por lo tanto, la muchacha decidió explorar la propiedad, si bien no había mucho que ver- Metido tras la L que formaban dos graneros, encontró un chiquero que no se veía desde la casa. El gallinero, el cobertizo de las herramientas y el granero no ofrecían nada que despertara en ella un remoto interés. No sucedía lo mismo con las caballerizas: no fue la inmensa y cavernosa construcción lo que la atrajo, sino la talabartería. ¡Ni en el establo de caballos para alquiler de Fargo había visto tanto cuero! Daba la impresión de poder abastecer a un regimiento de caballería completo. Sin embargo, pese a los cientos de lazos y correas colgadas de tas paredes, caballetes y bancos, estaba ordenada y era funcional.

¡Era algo glorioso!

Tenía carácter. Fragancia. Y todo estaba tan bien dispuesto que la obligó a interrogarse acerca del hombre que lo mantenía con semejante pulcritud. Ni una sola rienda estaba colgada de un clavo de metal de modo que corriese el riesgo de ondularse o resquebrajarse, con el tiempo. No colgaban meticulosamente de gruesos tacos de madera y los extremos no tocaban el suelo de cemento- Había otras correas individuales, más pequeñas y sin refuerzo, enrolladas como esos lazos que se usaban para atar al ganado y no se veía en ellas partes enredadas ni irregularidades. En una pared se veían varias colleras ovaladas y un par de monturas cabalgaban sobre un caballete, envueltas en anchas fajas de cuero de oveja para proteger la parte de abajo. En un banco sin desbastar había latas con linimento, aceite y jabón para limpiar monturas, colocadas con tanta pulcritud como la estantería de un boticario- Tenazas para cascos, tijeras y almohazas coleaban de sus respectivos ganchos con fanática pulcritud. Cerca de una ventana pequeña que daba al Oeste, había una vieja silla, tan manchada que era casi negra, con respaldo y brazos en forma de huso. En el asiento cóncavo se veían dos manchas más claras y hacía mucho que las patas habían sido reforzadas con alambre. De uno de los brazos colgaba un trapo manchado, doblado por la mitad y colgado con el mismo cuidado con que una mujer cuelga la bayeta sobre su barra.

Dedujo que el dueño era una persona puntillosa, dedicado al trabajo; nada de juegos, imaginó. Por alguna razón era irritante encontrar tanta perfección en un sujeto tan irritable. Mientras lo esperaban a él y a su hijo para cenar y su estómago refunfuñaba de hambre, imaginó de qué modo lo pondría en su lugar algún día.

Pensando en eso, fue a su cuarto a lavarse y peinarse antes de cenar. Con el cepillo en la mano, se acercó hacia el espejo ovalado con su marco de metal pintado y murmuró, como si no fuese sólo un reflejo:

– Trata a los caballos mejor que a las mujeres. Más aún: ¡trata mejor a los arneses de sus caballos que u las mujeres! La réplica imaginaria la indignó y flexionando una muñeca y tocándose el corazón con las yemas, siguió:

– Señor Westgaard, le hago saber que he sido cortejada por un actor de la escena londinense y por un aviador británico. He rechazado a siete… ¿o eran ocho?… -Por un momento frunció la frente, echó atrás el cepillo con atrevimiento y lanzó sobre el hombro una sonrisa agraciada-. Oh, bueno -terminó, airosa-. ¿Qué más da una propuesta más o menos? Rió sin hacer ruido y siguió cepillándose el cabello que le caía entre los omóplatos. – El aviador británico me llevó a bailar a palacio, por invitación especial de la reina y, después de esa noche, voló en un avión que bombardeó un hangar de zeppelines alemán en Dusseldorf. -Se alzó la falda y se balanceó, ladeando la cabeza con expresión soñadora-. Ah, qué noche esa. -Cerró los ojos, se balanceó hacia la izquierda y luego a la derecha y su reflejo pasaba como un relámpago por el pequeño espejo ovalado-. Al final de la velada, me llevó a casa en un carruaje que había traído especialmente para la ocasión. -Poniéndose seria, dejó caer la falda-. Perdió la vida por servir a su patria. Fue muy triste. Se lamentó por él un momento y luego, sintiéndose heroica, se reanimó y añadió: -Pero, por lo menos, tengo el recuerdo de haber girado entre sus brazos a los sones de un vals vienes. -Estiró el cuello como un cisne y se apartó el cabello de la cara. – Pero claro, usted no sabe de esas cosas y, además, una dama no habla de los besos que recibe. Dejó el cepillo, tomó el peine y dividió el cabello por la mitad. -Y después estuvo Lawrence. -Giró de repente, acercando la cadera al borde de la tarima y apoyándola con gesto provocativo. – ¿Alguna vez le he hablado de Lawrence?

El estrépito de porcelana rola la volvió bruscamente a la realidad. La tarima se tambaleó en el ángulo que ocupaba, y la jarra y la palangana ya no estaban a la vista. Desde abajo, Nissa vociferó:

– ¿Qué ha sido eso? ¿Están bien allá arriba?

En la escalera se oyeron pisadas. Horrorizada, Linnea se cubrió la boca con las dos manos y se inclinó sobre esa tarima que hacía las veces de cómoda. Cuando Nissa llegó a la puerta, se encontró con la muchacha que contemplaba, en el rincón, los trozos que hacía momentos eran la jarra y la palangana.

– ¿Qué ha pasado?

Linnea giró hacia el vano de la puerta, con una expresión de consternación en el rostro.

– ¡Oh, señora Westgaard, lo siento muchísimo! ¡He roto la jarra y la palangana!

Nissa irrumpió.

– ¿Cómo demonios llegó eso ahí?

– Sin… sin querer choqué con la tarima. Se lo pagaré con mi primer salario mensual.

Por un segundo, se preguntó cuánto costarían la jarra y la palangana.

– Por Dios, qué lío. ¿Usted está bien?

Linnea se alzó las faldas y se miró el borde mojado.

– Sólo un poco mojada.

Nissa empezó a correr la cómoda, pero Linnea la sustituyó de inmediato en la tarea.

– ¡Deje, yo lo limpiaré! -Cuando desplazó el mueble, se encontró con los fragmentos de loza y con el agua que se escurría por debajo del linóleo, mojando la parte blanda de abajo. – Oh, Dios mío… -gimió, tapándose otra vez la boca mientras le saltaban lágrimas de vergüenza-. ¿Cómo he podido ser tan torpe? Me parece que también he estropeado el linóleo.

Pero Nissa ya bajaba las escaleras. -Traeré un cubo y un trapo.

Cuando se fue, Linnea oyó voces afuera y, al mirar por la ventana vio que, mientras ella se perdía en sus ensueños, habían llegado los hombres, Desesperada, se puso de rodillas tratando de juntar los trozos de las piezas rotas en un montón y luego, con la mano, detener el agua en el borde del revestimiento. Pero el charco ya se había filtrado hacia abajo, y entonces trató de levantar una punta… lo cual resultó un error. El agua pasó sobre la curva del linóleo y le mojó la falda sobre las rodillas.

– ¡Déjame hacerlo! -le ordenó Nissa desde la entrada-. Tira los pedazos en el cubo.

Linnea dejó la loza rota en el fondo del cubo con gran cuidado, como si de ese modo pudiese mejorar la situación. Contuvo las lágrimas sintiéndose torpe, molesta, disgustada consigo misma por haber dejado que un capricho infantil la hiciera meterse en problemas, como solía sucederle. Después de que hubieron recogido todos los trozos y Nissa se sentó sobre los talones. Linnea le tocó el antebrazo, exhibiendo una expresión apesadumbrada.

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