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LaVyrle Spencer: Otoño en el corazón

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LaVyrle Spencer Otoño en el corazón

Otoño en el corazón: краткое содержание, описание и аннотация

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En una sociedad aún inmersa en los principios victorianos, la familia Barnett no se diferencia de las demás familias de posición acomodada que procuran educar a sus hijos en los mismos esquemas rígidos. Un padre autoritario, magnate de la industria maderera, y una madre que se limita a cumplir su papel de mujer sometida, intentarán imponer su voluntad y casar a su hija Lorna con un hombre acaudalado a quien la joven no ama. La navegación, el deporte preferido del señor Barnett, permitirá a Jens Harken, un joven de clase baja, relacionarse laboralmente con la familia y conocer a Lorna. La pasión que nace entre ambos deberá enfrentarse a diversos avatares y los dos jóvenes tendrán que luchar por defender un amor que ha dado su fruto.

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Sin hablar, Levinia se sentó. Mattie le quitó la rosa de organza y las peinetas, cepilló el pelo de Levinia, y lo peinó en una sola trenza floja. Al terminar de atar el extremo, preguntó:

– Señora, ¿necesita algo más?

Levinia, aún sin su corona de trenzas, se levantó con aire majestuoso. Casi nunca daba las gracias a los sirvientes, pues consideraba que el salario ya era suficiente. Más aún, el agradecimiento generaba complacencia y esta, a su vez, pereza. Curvó los labios en una sonrisa inconsciente, y dijo:

– Nada más, Mattie, buenas noches.

– Buenas noches, señora.

Levinia permaneció erguida como una estatua sagrada hasta que la puerta se cerró. Luego, alzándose el camisón, se dedicó a rascarse fuertemente las profundas marcas rojas que le habían dejado las ballenas del corsé en la barriga. Se rascó hasta que la piel se le puso en carne viva, lanzando suaves maldiciones, después se abotonó otra vez los calzones de algodón, apagó la lámpara de gas y entró en el dormitorio.

Aunque Gideon estaba sentado en la cama, fumando un cigarro, en realidad parecía querer apagárselo a su esposa en medio de la frente.

El colchón era alto y la mujer siempre sentía que llamaba la atención cuando subía hasta él en presencia de su esposo.

– ¿Tienes que fumar esa cosa tan detestable aquí? Huele como el estiércol cuando se quema.

– ¡Es mi cama, Levinia, y fumare aquí, si me da la gana! Levinia se contoneó hasta su lugar dándole la espalda, y subió las sábanas hasta las axilas, aunque le transpirasen los pies. Prefería que la ahorcaran antes que acostarse encima de las sábanas pues, cada vez que lo hacía, ahí estaba Gideon codeándola y pinchándola, con la esperanza de hacer eso. Se preguntó por diezmilésima vez hasta qué edad un hombre deseaba hacerlo.

Gideon siguió enturbiando el aire sobre la cabeza de su esposa con ese olor pestilente porque sabía cómo lo detestaba, y porque esa noche ella se había excedido, cosa que él odiaba. Está bien, pensó la esposa, yo también puedo jugar ese juego. Gideon, creo que debes saber que la señora Schmitt se negó a quedarse, a menos que se quedara Harken, de modo que acepté. A sus espaldas, sintió que Gideon se ahogaba y tosía.

– ¿Qué… fue lo que hiciste?

– Le dije a Harken que podía quedarse. Si hace falta eso para que se quede la señora Schmitt, pues así se hará.

El esposo la tomó por el hombro y la hizo acostarse de espaldas.

– ¡Sobre mi cadáver!

Mientras se cubría el pecho con la sábana, la mujer lo miró, ceñuda, y dijo:

– Gideon, esta noche me dejaste en ridículo. Al armar semejante alboroto en medio de una cena formal, nos convertiste en el hazmerreír, y todo porque nadie puede decirte qué hacer. Bueno, yo te lo digo, porque es el único modo en que puedo salvar mi prestigio ante mis amigas. Se difundirá el rumor… siempre sucede. Nuestros criados se lo contarán a los de los Du Val, y estos a los de los Tufts, y pronto en toda la isla se sabrá que Levinia Barnett no puede dar órdenes al personal de su propia casa. Por lo tanto, la señora Schmitt se queda, y Harken también, y si piensas armar jaleo por eso y llenar todo el dormitorio con ese humo pestilente, tendré mucho gusto en ir al cuarto de vestir y dormir en la tumbona.

– Ah, eso te gustaría, ¿no es cierto, Levinia? ¡Entonces, no tendrías que tocarme, ni siquiera en sueños!

– Déjame en paz. Gideon! Hace demasiado calor.

– Con que hace demasiado calor, ¿eh? O estás demasiado cansada, o temes que los chicos o mis hermanas nos oigan. ¡Siempre tienes una excusa, Levinia! -Gideon, ¿qué bicho te ha picado? El hombre le sujetó las muñecas sobre el pecho apartó con brusquedad la sábana, metió la mano debajo del camisón y comenzó a soltar los botones de los calzones de la mujer.

– ¡Te mostraré qué bicho me ha picado!

– No, Gideon, por favor. Hace calor, y estoy muy cansada.

– En realidad, no me importa si lo estás, Levinia. Creo que un hombre tiene derecho, una vez cada tres meses, y esta noche se cumplen esos tres meses.

Cuando ella comprendió que estaba empeñado en hacerlo, dejó de resistirse y permaneció lacia como una rama de un sauce, el tronco rígido y las piernas tal como las había colocado el hombre, y soportó esa ignominia que acompañaba los votos conyugales. En mitad de esa dura prueba, Gideon intentó besarla, pero la boca de Levinia parecía sellada con cera.

Cuando finalizó la triste situación, Gideon rodó a un costado, suspiró y se durmió como un recién nacido, mientras Levinia yacía a su lado con la boca aún contraída y el corazón helado.

Agnes y Henrietta Barnett también tenían un biombo para vestirse en la habitación que compartían. Henrietta se cambió primero. Lo consideraba un derecho divino, pues había nacido primero. Tenía sesenta y nueve años, mientras que Agnes sólo sesenta y siete, y durante toda su vida se había dedicado a evitar que esta tuviese problemas. Yeso seguiría del mismo modo.

– Agnes, date prisa y apaga esa lámpara. Estoy cansada.

– Pero antes tengo que cepillarme el pelo, Etta.

Agnes fue hacia el tocador mientras se ataba el camisón en el cuello. Henrietta se recostó sobre las almohadas, cerró los ojos y toleró la luz sonrosada de la lámpara sobre ellos, escuchando a Agnes perder el tiempo con su modo lerdo de hacer las cosas, como siempre, y sin importarle que Henrietta permaneciera despierta.

Agnes se sentó, se quitó las horquillas del cabello gris rojizo, y empezó a cepillarse. Un mosquito comenzó a zumbar alrededor del globo de la lámpara, pero ella no le prestó atención y siguió cepillando y cepillando, con la cabeza ladeada. Tenía los ojos azul claro y el arco de las cejas era tan fino como cuando tenía veinte años aunque también el rico color caoba iba volviéndose gris. Tanto su rostro como su cuerpo eran delgados, de huesos finos y facciones delicadas que habían atraído una segunda mirada bien pasados los cuarenta. En la última etapa de su vida, la voz tenía un leve temblor, y los ojos, una expresión que concordaban con ella.

– Creo que el joven señor Du Val está enamorado de nuestra Lorna. – ¡Oh, Agnes, no digas tonterías! Tú crees que cada joven está enamorado de la muchacha con la que lo ven.

– Bueno, creo que es así. ¿No viste que esta noche salieron juntos a la terraza?

Henrietta se dio por vencida y abrió los ojos.

– No sólo los vi, sino que también los oí y, para tu información, fue ella la que propuso salir; pienso hablar con Levinia al respecto. ¡No sé a dónde iremos a parar si una niña de dieciocho años se comporta con semejante atrevimiento! ¡Es sencillamente inaceptable!

– Etta, nuestra Lorna no es una niña, ya es una mujer. ¡Si yo tenía apenas diecisiete cuando el capitán Dearsley se me declaró!

Henrietta se dio la vuelta pan quedar de cara al otro lado, y dio una palmada a la almohada

– Oh, tú y tu capitán Dearsley cómo parloteas sobre él.

– Nunca olvidaré lo que parecía con el uniforme, esa noche, con la trencilla dorada de las charreteras brillando a la luz de la luna, y…

Henrietta le hizo coro:

– … “Y los guantes, blancos como el lomo de un cisne.” Agnes, creo que si lo escucho una vez más, vomitaré. Miró por encima del hombro-. ¡Y ahora, apaga el gas y métete en la cama!

Agnes siguió cepillándose, con aire soñador.

– Se habría casado conmigo si hubiese vuelto de la guerra en la India. Oh, sí. Y tendría una casa tan elegante como esta, tres hijos y tres hijas, y llamaría Malcom al primero, y Mildred a la segunda. El capitán Dearsley y yo hablábamos de hijos… El decía que quería una familia grande, y yo también. Claro que, a estas alturas, nuestro Malcom tendría unos cuarenta años y yo sería abuela. Imagínate, Etta: ¡yo, abuela!

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