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Nicola Cornick: La mala reputación

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Nicola Cornick La mala reputación

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La peligrosamente seductora, y pecaminosamente bella, Susanna Burney era la persona más buscada en los círculos de la alta sociedad londinense como rompe relaciones. Pagada por padres adinerados que querían separar a sus hijos de mujeres a las que no consideraban convenientes, jamás había fallado en su misión de distraer al futuro prometido. Hasta que su última misión la obligó a encontrarse cara a cara con el hombre que en el pasado le había impartido una íntima clase sobre corazones rotos. James Devlin tenía todo lo que siempre había querido: un título, una prometida rica y un lugar en la alta sociedad. Pero la mujer con la que acababa de cruzar la mirada en un abarrotado salón amenazaba con destruir todo lo que hasta entonces había conseguido. Y no porque Susanna hubiera reclamado su corazón en otro tiempo, o porque sus sinuosos movimientos le hubieran dejado sin respiración. Sino porque los secretos que guardaba podían costarle todo lo alcanzado. Para dejar el pasado definitivamente atrás, Dev tendría que enfrentarse a Susanna con sus mismas armas…

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Susanna experimentó la más extraña de las sensaciones. Fue como si de pronto, las capas de ropa que los separaban se hubieran derretido y estuviera acariciando la piel desnuda de Dev, cálida y sedosa bajo sus dedos. Nunca había sido tan consciente de un hombre. Sus defensas comenzaban a tambalearse por aquella simple proximidad. Con las mejillas sonrojadas, se liberó precipitadamente del contacto de Dev y le vio esbozar aquella sonrisa traviesa y burlona que ella tan bien recordaba.

– ¿Tenéis calor, lady Carew?

– Digamos que como resultado de tu falta de cortesía -le espetó Susanna sin seguirle el juego.

Devlin arqueó una ceja.

– En otra época, no te importaba tanto que te abrazara -se enderezó y hundió las manos en los bolsillos de la casaca-. Pero, por supuesto, olvidaba que aquello era con intenciones pedagógicas, ¿no es cierto? -preguntó con ironía-. Ese caballo tiene el pecho demasiado estrecho, y las piernas cortas -añadió tras examinar a la bestia.

– Lo sé -respondió Susanna de mal humor.

Se sacudió el polvo de las manos enguantas y comenzó a quitar las briznas de paja que habían quedado pegadas a su vestido.

– ¿Ahora se supone que eres experto en caballos?

– No -la admisión de Devlin la sorprendió-. No todos los irlandeses crecen entre caballos -su expresión se tornó sombría-. Yo crecí en las calles de Dublín. Los únicos caballos que había allí eran tristes criaturas dedicadas a tirar de los carruajes de los ricos.

Se miraron a los ojos y Susanna contuvo la respiración. El corazón le dio un vuelco en el pecho. Se preguntó si sería posible que la vida volviera a golpearla después de todo lo que había experimentado, si podría hacerle tropezar inesperadamente, si podría dar un paso en falso. Se recordó a los diecisiete años, tumbada en la hierba, con las estrellas girando sobre su cabeza mientras Dev desviaba las preguntas que le hacía sobre su infancia con respuestas intrascendentes. Entonces no sabía nada sobre su pasado, salvo que había sido tan rigurosamente pobre como ella. No habían hablado mucho sobre nada, pensó con una punzada de arrepentimiento. Reían juntos y se besaban con una dulce urgencia. Todavía eran demasiado jóvenes, demasiado entusiastas.

– Nunca me hablaste de tu infancia -le dijo, y se arrepintió de sus palabras en cuanto salieron de sus labios.

Dev tornó más dura su ya de por sí fría expresión.

– Eso ahora no importa.

Susanna esbozó una mueca ante aquel rechazo. La dureza de su tono le recordó que la vida de Dev ya no era asunto suyo. Francesca y él habían ascendido socialmente, pensó. Ella sabía que los padres de Dev pertenecían a la nobleza pobre. Para él, estar prometido con la hija de un conde o, para Chessie, aspirar a casarse con el heredero de un duque, era un éxito de primer orden. Aunque Chessie no podría llegar a ser duquesa de Alton. A ella le correspondía asegurarse de ello.

Susanna experimentó una inesperada compasión por la señorita Francesca Devlin. Normalmente, era capaz de consolarse a sí misma diciéndose que sus presas merecían ser separadas del objeto de su deseo. Los caballeros cuyas pasiones debía reconducir eran a menudo libertinos, gandules o, simplemente, hombres débiles e insulsos. Era cierto que tampoco tenía una gran opinión sobre Fitz, que parecía reunir los vicios de su clase y ninguna de sus virtudes: arrogancia, egoísmo y libertinaje en absolutamente todo. Pero aun así, aun sabiendo que Francesca podría conseguir algo mucho mejor que Fitz, Susanna la admiraba por haberse propuesto atrapar la herencia de un ducado. En cierto modo, Francesca era tan aventurera como ella y le parecía una pena echar a perder una oportunidad como aquélla.

La tensión se respiraba en el ambiente. Dev, que no parecía tener deseo alguno de conversar con ella, tampoco mostraba intención de marcharse. En el otro extremo del patio de caballos, Fitz estaba enfrascado en una animada conversación con Freddie Walters, mientras admiraban a un lustroso caballo negro.

– ¿Tu hermana no te ha acompañado hoy? -preguntó Susanna educadamente, mientras salía del establo.

Dev negó con la cabeza.

– No, ha salido de compras por Bond Street con nuestra prima, lady Grant. Unas compras de último momento para el baile de mañana, tengo entendido.

– ¿Lady Grant? -repitió Susanna.

Advirtió la nota de alarma en su propia voz y sintió que se le secaba la garganta.

Dev también lo advirtió. Le dirigió una dura mirada.

– Mi primo Alex volvió a casarse hace dos años -se interrumpió-. Entiendo que, viviendo en la propiedad de Alex en Escocia, estarías al tanto de la muerte de su primera esposa.

– No -respondió Susanna.

Oía la sangre rugiendo en sus oídos. Por un instante, la luz del sol pareció intensificar su brillo hasta deslumbrarla. Así que Amelia Grant había muerto. Amelia se había ganado su amistad, le había dado consejo y, al final, había terminado arruinando su futuro. Pero era inútil culpar a aquella mujer de su propia falta de valor. Lo único que había hecho lady Amelia había sido ahondar en miedos que ya eran suyos. Había explotado su juventud y su debilidad, eso era cierto, pero Susanna era consciente de que la responsabilidad última por abandonar a Devlin era suya y solo suya.

– Pensé que tus tíos te mantendrían informada de las noticias de Balvenie.

– Mis tíos murieron hace mucho tiempo -replicó Susanna.

Devlin apretó los labios.

– ¿Se supone que tengo que creérmelo o terminarán resucitando como tú?

Susanna le ignoró, dio media vuelta y acarició el pelaje del animal.

– Tienes una naturaleza muy dulce -le dijo al caballo-, pero no creo que vayas a ser una gran montura -el caballo relinchó suavemente y presionó su hocico aterciopelado contra la mano enguantada.

– Es demasiado perezoso -confirmó Dev-. Supongo que lo ha elegido Fitz -posó su mirada burlona sobre Susanna-. Ese hombre es incapaz de ver más allá de lo obvio. Solo le importan las apariencias y tiene un gusto tan pobre para los caballos como para las mujeres -sonrió-. ¿Estás dispuesta a halagarle hasta el punto de pagar una buena cantidad de dinero por un mal caballo?

– Por supuesto que no -respondió Susanna.

Las palabras de Dev le habían dolido, pero ésa era precisamente su intención. Podía ver la antipatía reflejada en su mirada, una antipatía fría e inflexible. Nada podía haberle dejado más claro a Susanna que ya era demasiado tarde para arrepentimientos, demasiado tarde para volver al pasado. Dev la creía mentirosa y maniobrera, lo cual no era en absoluto una sorpresa, puesto que ella misma se había asegurado de que así lo creyera enredándole en su red de mentiras.

Por un momento, quiso gritarle que no había sido culpa suya, retirar todo lo que había dicho tres noches atrás en el baile y confesar la verdad. La fuerza de aquel impulso la sacudió con fuerza. Pero no podía hacerlo. Lo que había habido entre ellos en el pasado había muerto y desaparecido para siempre. Susanna tenía un trabajo que hacer. Eso era lo único que se interponía entre ella y la penuria. No podía apartarse ni un solo milímetro de los planes trazados, no podía tirarlo todo por la borda. La idea de perder todo aquello por lo que tanto había luchado la aterraba. Su vida y las de los mellizos pendían de un hilo.

Sin embargo, su corazón pareció secársele al ver el desprecio en los ojos de Dev. La única defensa que tenía era fingir que Devlin ya no podía hacerle daño.

– Tú también conoces las normas por las que se rige un cazador de fortunas -le provocó-. Sabes perfectamente que le daré las gracias a Fitz por haberme aconsejado comprar tan fino animal y alabaré su capacidad de discernimiento al mismo tiempo que apelaré a mis privilegios como mujer para cambiar de opinión y recuperar el dinero. Yo habría elegido esa yegua de allí -señaló una briosa yegua castaña que estaba siendo mostrada en el corral.

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