Con los ojos un poco desencajados trataba de acercarme, sin conseguirlo. Pero no decía nada, no quería volver a ver en él esa mirada, tenía que arreglarme sola.
Cuando llegué a la orilla él ya estaba tendido en la esterilla y leía el diario.
Anoche tuve un sueño muy bello e inquietante. Estábamos Thomas, una niña y yo. Una niña hermosa, de cabellos rojos, el rostro redondo y dos labios rojos y carnosos. Casi me daba miedo mirarla, era hermosa de una manera desconcertante. Era nuestra hija.
Pero en el sueño yo era tanto yo misma como Thomas y la niña. Veía con los ojos de todos. Me sentía parte de todos.
Estábamos vestidos como en el siglo XIX. No el siglo XIX de las cortes, sino el siglo XIX popular de las ciudades.
La niña nos lleva al mar. Hace que nos sumerjamos, pero no nos mojamos.
Quedamos mucho tiempo sumergidos en el agua, como si fuéramos peces. Alrededor de nosotros hay pólipos, medusas, langostas… la niña está acostada sobre la nada, con los brazos a los lados y el cabello rojo, larguísimo, que sigue creciendo y moviéndose bajo el agua. Es bello, sedoso, y crece y crece. Luego, en un determinado momento, su cabello se vuelve blanco e insípido y empieza a disiparse, hasta desaparecer por completo. Ahora tiene la cabeza pelada. Es una recién nacida. Pero sigue siendo sorprendentemente hermosa.
Yo la abrazo, la aprieto contra mi pecho, y ella cierra los ojos y apoya la cara en mi cuello. Sentí un frío glacial que hizo que me despertara. Me toqué el cuello y estaba muy frío. Pero todo eso duró muy pocos segundos, porque volví a cerrar los ojos y seguí con mi sueño. La niña se murió en mis brazos y yo subí a la superficie pasando por una gruta. Thomas se queda abajo a mirarla y abrazarla. Pero yo me fui sólo físicamente, porque todavía veo con los ojos de Thomas. Él toma a la niña, sube a la superficie y, cuando está dentro de la gruta, toma la niña entre sus manos, extiende los brazos y grita: “¡Viva! ¡Viva!”.
Tú, vestida enteramente de negro, corres y gritas de felicidad. Yo sigo mirando su rostro tan hermoso y me doy cuenta de que no está viva. Está muerta. Pero finjo que está viva. Todos fingen que ella respira.
Un día poblaré mis sueños y allí tendrá lugar una gran orgía de amor con todos los que amo y todos los que amé.
Quieres? -me preguntó el hombre.
Era alto, un poco robusto, dos grandes ojos negros que ardían, el pelo crespo y la frente muy ancha.
Me estaba ofreciendo una cajita de madera semiabierta y en la otra mano tenía un cheque de cien euros y un cúter pequeño.
Lo miré e imaginé que era el jefe de una aldea africana que me ofrecía el tesoro de su tierra, mientras con la otra mano me entregaba el puñal del sacrificio con el que debería pincharme un dedo y mezclar mi sangre con la suya.
– Es buenísima, mercadería de primera -continuó.
Imaginé a los hombres de la aldea excavando la tierra oscura y seca para extraer ese material precioso y cristalino.
Me incitó con un gesto de la mano para que hiciera honor a su dádiva.
Lo miré fijamente a los ojos, lo vi ausente. Me veía, pero no me estaba mirando. No gozaba plenamente de sus facultades y no entendía que lo que tenía delante era una chica mayor de edad desde hacía poco y que, al menos, aparentaba tener cuatro años menos.
Sacudí la cabeza, negando.
Él me sonrió y extendió el polvillo sobre una bandeja de plata salpicada aquí y allá con algunas gotas de champagne. Limpió las gotas con los puños de la camisa farfullando algo.
Lo aspiró de un saque. Levantó la cabeza llevándola hacia atrás y cerró los ojos moviendo la nariz como los conejos.
Por un instante me pareció que su cuerpo se volvía transparente, vi su piel derritiéndose y su organismo enteramente visible. Sus órganos eran más oscuros que sus ojos y aquí y allá una úlcera desgarraba las mucosas. El polvillo cristalino se expandía por todo el cuerpo, se ramificaba como un río que tiene distintos afluentes, y parecía casi una fuente divina, parecía casi un manantial purificador.
Luego, por la puerta, se asomó primero una gran panza, y luego el cuerpo de una mujer bella y joven que se acercó al hombre-jefe africano y le acarició el cabello preguntándole si era buena.
Él respiró a fondo, ensanchando las narices, y respondió:
– Divina.
La mujer hizo una mueca, como si hubiese querido decir: “Di que tengo el párvulo en la panza, que si no…”.
Después me miró y me preguntó:
– Tú no habrás tomado de eso, ¿no?
Yo sacudí la cabeza y respondí:
– No, no me gusta.
Hice un gesto apuntando los pulgares hacia arriba con los puños cerrados y se dirigió a una gran casetera, abrió un casete y extrajo un porro bien confeccionado, como debe hacerse.
Lo miró como yo miraría una linda pija y después suspiró.
Lo encendió y se acostó en la cama fumando con placer.
Pocas semanas después la vi actuando en una película, tenía el cabello más largo y todavía no estaba embarazada. Sus pupilas eran pequeñas como la brasa de un porro.
Sucedió de improviso. Me senté en la taza del inodoro y sentí primero un hormigueo en los ovarios y luego un ruido sordo dentro de la taza. Cuando era pequeña estaba convencida de que del inodoro podían salir ranas que treparían por mi espalda. Me corrí un poco manteniendo las piernas abiertas y unas gotas de sangre cayeron en el piso.
Adentro no había una rana. Había un renacuajo. Un renacuajo de hombre. Era rojo, flotaba en una piscina dorada, mirándome con su único ojo negro, casi más grande que su propia cabeza. Tenía una pequeña cola, su cuerpo era alargado, como el de una luciérnaga.
– “Sutta ‘n palazzu c’è ‘n cani pazzu, te pazzu cani stu pezzu ri pani” [2]-susurró ese ser despreciable.
Sentí que me temblaba el corazón y que mi mente se nublaba. Flotaba, moviéndose de aquí para allá, como si verdaderamente ese juego acuático lo estuviera divirtiendo. Oía la lejana risa estridente de un niño y ese renacuajo seguía flotando y flotando repitiendo “sutta ‘n palazzu c’è ‘n cani pazzu, te pazzu cani stu pezzu ri pani”.
Luego, por miedo a que aquello fuese un monstruo, apreté el botón. Un potente torbellino lo arrastró a la cloaca.
El ruido del agua no me dejó oír la llegada de Thomas. Había cerrado la puerta y había apoyado el casco en el piso.
– ¡Eh, estoy en casa!
Tomarlo. Eso hubiese debido hacer. Tomarlo y destrozarlo.
– ¿Dónde te escondes?
Destrozarlo por la rabia, por el amor inmaduro, por ese amor que hizo que lo amara por un tiempo muy breve y esa muerte que me lo arrancó del vientre.
– Chiquita… ¿dónde estás?
Salí del baño con la mirada baja y le sonreí.
– ¿Qué hacías? -me preguntó.
– Estaba en el baño -respondí.
Limpiarle todo rastro de sangre y mantenerlo desnudo y limpio bajo la almohada.
– ¡Ah, tengo una sorpresa…! -dijo él, entusiasta.
Tocar sus miembros blandos y hundirse en su pecho con un dedo. Tomarle el corazón, levantarlo al cielo.
– Ya sé que tendríamos que haberlo hecho los dos, pero no pude resistirme…
Ponerlo en mi pezón por algunos minutos, el tiempo que lleva llorar.
Después sentí una cabeza peluda acariciándome los tobillos y pensé que mi hijo había vuelto bajo la forma de un fantasma aterciopelado.
Miré delante de mí y le pregunté a Thomas:
– ¿Qué es?
Él me miró y luego dijo:
– Es un perro.
Bajé la cabeza con los ojos llenos de lágrimas.
Y después estallé en llanto y me puse a gritar.
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