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Aldous Huxley: La isla

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Aldous Huxley La isla

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Esta visionaria novela publicada por primera vez en 1962 se convierte en nuestros días en todo un decálogo de la convivencia. En ella nos muestra a una pequeña comunidad cuyos principios básicos son el conocimiento profundo de uno mismo, el respeto por cada uno de sus miembros y el progreso común en beneficio de todos. La trama se desarrolla en una imaginaria isla a la que llega el periodista inglés Will Farnaby. Las costumbres, los ritos y la actitud ante la vida de sus habitantes impactarán en él y le llevarán a cuestionarse el modo de vida occidental del que proviene. Este libro fue considerado por los coetános de Aldous Huxley como «ciencia ficción», sin embargo, a la vista del mundo en el que hoy vivimos, se convierte en la alternativa más inteligente para el futuro de la humanidad.

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Will volvió la cabeza y vio las angarillas en el suelo junto a él.

— ¡Muy bien! — dijo el doctor MacPhail —. Levantémoslo. Con cuidado. Despacio…

Un minuto más tarde la pequeña procesión serpenteaba por el caminito, entre los árboles. Mary Sarojini iba adelante, su abuelo cerraba la marcha y entre ellos iban Murugan y Vijaya en cada extremo de la camilla.

Desde su lecho móvil Will Farnaby miró a través de la verde obscuridad como desde el fondo de un mar vivo. Muy arriba, cerca de la superficie, había un susurro entre las hojas, un ruido de monos. Y ahora era una docena de cálaos brincando, como ficciones de una imaginación desordenada, a través de una nube de orquídeas.

— ¿Está cómodo? — preguntó Vijaya, inclinándose, solícito, para mirarlo a la cara.

Will le sonrió.

— Lujosamente cómodo — respondió.

— No es lejos — continuó el otro, para tranquilizarlo —. Llegaremos en unos pocos minutos.

— ¿Adónde vamos?

— A la Estación Experimental. Es como Rothamsted. ¿Alguna vez fue a Rothamsted cuando estuvo en Inglaterra?

Will había oído hablar del lugar, por supuesto, pero nunca estuvo en él.

— Hace más de cien años que funciona — continuó Vijaya.

— Ciento veinte, para ser exactos — dijo el doctor MacPhail —. Lawes y Gilbert iniciaron sus trabajos sobre fertilizantes en 1843. Uno de los alumnos vino aquí a principios de la década del 50 para ayudar a mi abuelo a iniciar la estación. Rothamsted en los trópicos… esa era la idea. En los trópicos y para los trópicos.

La penumbra verde se fue aclarando y un momento más tarde la camilla salió del bosque al resplandor del sol del trópico. Will levantó la cabeza y miró en torno. Estaban no muy lejos del centro de un inmenso anfiteatro. Ciento cincuenta metros más abajo se extendía una amplia llanura, cuadriculada de campos, moteada de grupos de árboles y de apiñamientos de casas, en la otra dirección las cuestas ascendían centenares de metros hacia un semicírculo de montañas. Terraza sobre terraza, verdes o doradas, desde la llanura hasta el muro dentado de picos, los arrozales seguían las líneas del contorno, destacando cada hinchazón y hundimiento de la ladera en lo que parecía una intención deliberada y artística. Allí la naturaleza no era ya simplemente natural; el paisaje había sido compuesto, reducido a sus esencias geométricas y traducido, por lo que en un pintor habría sido un milagro de virtuosismo, en términos de esas sinuosas líneas, de esos manchones de color puro y luminoso.

— ¿Qué hacía usted en Rendang? — preguntó el doctor Robert, interrumpiendo un largo silencio.

— Reunía materiales para un artículo sobre el nuevo régimen.

— No creía que el coronel fuese tema periodístico.

— Se equivoca. Es un dictador militar. Eso quiere decir que hay muertes en el aire. Y la muerte siempre es noticia. Incluso lo es el olor lejano de la muerte — rió —. Por eso me dijeron que pasara por allí, de regreso de China.

Y había habido otros motivos que prefería no mencionar. Los periódicos eran sólo uno de los intereses de lord Aldehyde. En otra de sus expresiones era k South-East Asia Petroleum Company, era la Imperial and Foreign Copper Limited. Oficialmente, Will había ido a Rendang para olfatear la muerte en su aire militarizado; pero también se le había encomendado que averiguase qué opinaba el dictador sobre los capitales extranjeros, qué rebajas impositivas estaba dispuesto a ofrecer, qué garantías contra nacionalizaciones. ¿Y qué proporción de las ganancias se podría exportar? ¿Cuántos técnicos y administradores nativos habría que emplear? Toda una batería de preguntas. Pero el coronel Dipa se había mostrado sumamente afable y dispuesto a colaborar. De ahí el espeluznante viaje, con Murugan al volante, hacia las minas de cobre.

— Primitivas, mi querido Farnaby, primitivas. Urgentemente necesitadas, como usted mismo puede ver, de equipos modernos. — Se había concertado otra entrevista… y se la había concertado, recordó Will, para esa misma mañana. Se imaginó al coronel ante su escritorio. Un informe del Jefe de policía:

— Mr. Farnaby fue visto por última vez en un pequeño bote de vela, solo, rumbo al estrecho de Pala. Dos horas después una tormenta de gran violencia… Presumiblemente muerto…

Y en cambio se encontraba allí, vivo y coleando, en Ja isla prohibida.

— No le darán el visado — le había dicho Joe Aldehyde en la última entrevista —. Pero quizá pueda desembarcar disfrazado. Con un albornoz o algo por el estilo, como Lawrence de Arabia.

— Lo intentaré — había respondido Will, con el rostro imperturbable.

— Sea como fuere, si logra llegar a Pala, vaya directamente al palacio. La rani — es la reina madre — es una vieja amiga mía. La conocí hace seis años en Lugano. Se hospedaba en la casa del viejo Voegeli, el banquero de inversiones. La amante de él está interesada en el espiritualismo, y organizaron una sesión en mi honor. Una médium, auténtica Voz Directa… sólo que por desgracia hablaba únicamente en alemán. Bueno, después de que se encendieron las luces conversé con ella. — ¿Con la médium?

— No, no. Con la rani. Es una mujer notable. Ya sabe, La Cruzada del Espíritu.

— ¿Ella lo había inventado?

— En efecto. Pero yo prefiero el Rearme Moral. En A"ñ lo asimilan mejor. Conversamos mucho al respecto, esa noche. Y después hablamos de petróleo. Pala está repleta de petróleo. La South-East Petroleum ha tratado de conseguirlo durante años. Lo mismo que todas las otras compañías. Todo inútil. No hay concesiones petroleras para nadie. Es la política inmutable de ellos. Pero la rani no está de acuerdo con eso. Quiere que el petróleo sirva para algo útil en el mundo. Para financiar la Cruzada del Espíritu, por ejemplo. Entonces, como le digo, si llega a Pala, vaya enseguida al palacio. Hable con ella. Averigüe los antecedentes de los hombres que toman las decisiones. Descubra si existe una minoría partidaria de las concesiones y pregunte cómo podemos ayudarlos a realizar la tarea.

Y terminó prometiéndole a Will una buena recompensa si sus esfuerzos se veían coronados por el éxito. Lo suficiente como para concederle todo un año de libertad. «No más reportajes. Nada más que Arte Elevado, Arte, ARTE.» Y lanzó una carcajada escatológica, como si en vez de arte se hubiese, hablado de otra palabra, también de cuatro letras. ¡Increíble criatura! Pero sea como fuere escribía para los infames periódicos de la increíble criatura, y estaba dispuesto, por un soborno, a hacer todos los trabajos sucios que le encargase la increíble criatura. Y ahora, oh milagro, estaba en tierra de Pala. La suerte había querido que la Providencia estuviese de su parte… evidentemente con el expreso propósito de perpetrar una de las siniestras bromas pesadas que son la especialidad de la Providencia.

Lo volvió a la realidad el sonido de la voz chillona de Mary Sarojini.

— ¡Hemos llegado!

Will volvió a levantar la cabeza. La pequeña procesión se había apartado del camino y pasaba por una abertura practicada en una pared de estuco blanco. A la izquierda, en una creciente sucesión de terrazas, había hileras de edificios bajos sombreados por higueras sagradas. Enfrente, una avenida de altas palmeras descendía hacia un estanque de lotos, en el extremo más lejano del cual había un enorme Buda de Piedra. Doblando hacia la izquierda, subieron por entre árboles en flor, a través de una mezcla de perfumes, hacia la primera terraza. Detrás de una cerca, inmóvil salvo por el rumiar de las mandíbulas, se veía un toro jiboso blanco como la nieve, semejante a una deidad en su serena y absorta belleza. El amante de Europa retrocedió hacia el pasado y cedió el lugar a varias aves de Juno que arrastraban su plumaje por el césped. Mary Sarojini abrió la puertecilla de un jardinillo.

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