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Aldous Huxley: La isla

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Aldous Huxley La isla

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Esta visionaria novela publicada por primera vez en 1962 se convierte en nuestros días en todo un decálogo de la convivencia. En ella nos muestra a una pequeña comunidad cuyos principios básicos son el conocimiento profundo de uno mismo, el respeto por cada uno de sus miembros y el progreso común en beneficio de todos. La trama se desarrolla en una imaginaria isla a la que llega el periodista inglés Will Farnaby. Las costumbres, los ritos y la actitud ante la vida de sus habitantes impactarán en él y le llevarán a cuestionarse el modo de vida occidental del que proviene. Este libro fue considerado por los coetános de Aldous Huxley como «ciencia ficción», sin embargo, a la vista del mundo en el que hoy vivimos, se convierte en la alternativa más inteligente para el futuro de la humanidad.

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Él trató de dominar los temblores, pero su cuerpo había dejado de pertenecerle. Algún otro se había hecho cargo de él, alguien malévolamente decidido a humillarlo, a hacerlo sufrir.

— Recuerda lo que sucedía cuando eras niño — le decía Mary Sarojini —. ¿Qué hacía tu madre cuando te lastimabas?

Lo tornaba en sus brazos, le decía «Mi pobre niño, mi pobre niñito».

— ¿Hacía eso? — Mary habló con un tono de escandalizado asombro. — ¡Pero es espantoso! Es la mejor forma de hacerlo permanente. «Mi pobre niñito» — repitió, burlona —; debe de haberte seguido doliendo durante horas enteras. Y es seguro que no lo olvidabas nunca.

Will Farnaby no ofreció comentario alguno; permaneció echado en silencio, sacudido por irreprimibles estremecimientos.

— Bueno, si no lo haces tú, lo haré yo en tu lugar. Escucha, Will: había una serpiente, una gran serpiente verde, y tú casi la pisaste. Casi la pisaste, y te dio un susto tan grande, que perdiste el equilibrio y caíste. Y ahora dílo… ¡Di lo!

— Casi la pisé — susurró él obediente —. Y entonces… — No pudo decirlo. — Y entonces caí — pronunció al cabo, con voz casi inaudible.

Todo el horror volvió a caer sobre él… la náusea del miedo, el sobresalto de pánico que le había hecho perder el equilibrio, y luego un miedo peor aun y la tremenda certidumbre de que eso era el fin.

— Dílo otra vez.

— Casi la pisé. Y entonces…

Se escuchó gimotear.

— Está bien, Will. ¡Llora… llora!

El gimoteo se convirtió en un gemido. Avergonzado, apretó los dientes y los gemidos cesaron.

— No, no hagas eso — exclamó Mary —. Déjalo salir, si quiere. Recuerda la serpiente, Will. Recuerda cómo caíste.

Los gemidos volvieron a estallar, y se estremeció con más violencia que antes.

— Y ahora díme lo que ocurrió.

— Pude verle los ojos, la lengua que aparecía y se ocultaba.

— Sí, pudiste verle la lengua. ¿Y qué sucedió luego? — Perdí el equilibrio, caí.

— Dílo otra vez, Will. — Este sollozaba ahora. — Dílo de nuevo — insistió ella. — Caí. — Otra vez.

Le estaba haciendo pedazos, pero lo dijo: — Caí.

— Otra vez, Will. — Mary era implacable. — Otra vez. — Caí, caí. Caí…

Los sollozos disminuyeron gradualmente las palabras surgían con más facilidad y los recuerdos que despertaban eran menos dolorosos.

— Caí — repitió por centésima vez. — Pero la caída no fue muy larga — dijo Mary Sarojini. — No, no fue muy larga — admitió él.

— Y entonces, ¿a qué viene toda la alharaca? — inquirió la niña.

No había malicia ni ironía en su tono, ni la menor insinuación de censura. Formulaba una pregunta sencilla y directa que exigía una respuesta sencilla y directa. Sí, ¿a qué venía tanta alharaca? La serpiente no lo había mordido; no se había roto el cuello. Y de cualquier manera todo aquello había sucedido la víspera. Hoy estaban las mariposas, el pájaro que le llamaba a uno la atención, la extraña niña que le hablaba a uno como una tía severa, que parecía un ángel salido de una mitología poco familiar y que, a cinco grados del ecuador, se llamaba, créase o no, MacPhail. Will Farnaby lanzó una carcajada.

La chiquilla palmoteo y rió también. Un momento más tarde el pájaro posado sobre su hombro se unió a ellos en carcajada tras carcajada de fuerte risa demoníaca, que llenaron el claro y repercutieron entre los árboles, de modo que todo el universo pareció desternillarse con la enorme broma que era la existencia.

III

— Bien, me alegro de que todo esto sea tan divertido — comentó de pronto una voz profunda.

Will Farnaby se volvió y vio, sonriéndole, a un hombre pequeño y delgado, vestido con ropas europeas, que llevaba un maletín negro. Un hombre, calculó, de cerca de sesenta años; Bajo el ancho sombrero de paja el cabello era espeso y blanco, ¡y qué extraña nariz ganchuda! Y los ojos… ¡cuan insólitamente azules en el rostro moreno!

— ¡Abuelo! — oyó que exclamaba Mary Sarojini.

El desconocido se volvió de Will a la niña.

— ¿Qué gracia festejaban? — preguntó.

— Bueno — comenzó Mary Sarojini, y se interrumpió un instante para reunir sus pensamientos —. Bueno, ¿sabes? él estaba en un bote y ayer hubo una gran tormenta y naufragó… por ahí. De modo que tuvo que trepar por el risco. Y había unas serpientes, y se cayó. Pero por fortuna había un árbol, de modo que sólo se llevó un susto. Por eso temblaba tanto, de modo que le di unas bananas y le hice repetirlo un millón de veces. Y de pronto se dio cuenta de que no tenía motivos para preocuparse. Quiero decir, todo eso ha terminado ya. Y eso lo hizo reír. Y cuando se rió, yo reí también. Y el mynah nos imitó.

— Muy bien — dijo su abuelo, aprobando —. Y ahora — agregó, volviéndose hacia Will Farnaby —, después de los primeros auxilios psicológicos, veamos qué podemos hacer por el pobre y viejo Hermano Asno. Soy el doctor Robert MacPhail, de paso. ¿Quién es usted?

— Se llama Will — dijo Mary Sarojini antes de que el joven pudiera responder —. Y su apellido es Far no sé cuánto.

— Farnaby, para ser exactos. William Asquith Farnaby. Mi padre, como podrá adivinar, era un ardiente liberal. Incluso cuando estaba borracho. Especialmente cuando estaba borracho. — Lanzó una áspera carcajada burlona, extrañamente distinta de la jubilosa risa que había saludado su descubrimiento de que en realidad no había motivos para alharaca.

— ¿No querías a tu padre? — preguntó Mary Sarojini con preocupación.

— No tanto como habría podido quererlo — repuso Will.

— Quiere decir — explicó el doctor MacPhail a la niña — que odiaba a su padre. A muchos de ellos les sucede — explicó entre paréntesis.

Se acuclilló y comenzó a desatar las correas de su maletín.

— Uno de nuestros ex imperialistas, supongo — dijo al joven por sobre el hombro.

— Nacido en Bloomsbury — confirmó Will.

— De la clase superior — diagnosticó el médico —, pero no integrante de la subespecie militar o rural.

— Correcto. Mi padre era abogado y periodista especializado en temas políticos. Es decir, cuando no estaba demasiado ocupado alcoholizándose. Mi madre, por increíble que pueda parecer, era la hija de un archidiácono. Un archidiácono — repitió, y volvió a reír como lo había hecho con la preferencia de su padre por el coñac.

El doctor MacPhail lo miró un instante, y luego volvió a dedicar su atención a las correas.

— Cuando ríe de esa manera — hizo notar con tono de desapego científico —, el rostro se le vuelve curiosamente feo.

Desconcertado. «Will trató de cubrir su turbación con una broma.

— Siempre es feo — dijo.

— Por el contrario, en un sentido baudeleriano es más bien hermoso. Salvo cuando se dedica a hacer esos ruidos semejantes a los de una hiena. ¿Por qué los hace?

— Soy periodista — explicó Will —. Nuestro Corresponsal Especial, a quien se le paga para que viaje por todo el mundo e informe sobre los horrores del momento. ¿Qué otro tipo de ruido espera que haga? ¿Cucú? ¿Bla, bla? ¿Marx, Marx? — Volvió a reír y luego enunció una de sus probadas ingeniosidades. — Soy el hombre que no acepta el sí por respuesta.

— Bonito — dijo el doctor MacPhail —. Muy bonito. Pero vayamos al grano. — Sacó del maletín un par de tijeras y comenzó a cortar la pernera desgarrada y ensangrentada que cubría la rodilla herida de Will.

Will Farnaby lo miró y se preguntó, mientras lo miraba, qué proporción de ese improbable montañés seguía siendo escocesa y qué proporción tenía de palanés. En cuanto a los ojos azules y la nariz larga no cabía duda alguna. Pero la piel morena, las manos delicadas, la gracia de movimientos… era indudable que provenían de algún lugar situado muy al sur de Tweed.

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