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Lois Bujold: El aprendiz de guerrero

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Lois Bujold El aprendiz de guerrero

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La primera aventura de Miles Vorkosigan, un genio de la estrategia dotado de gran inteligencia pero encerrado en un cuerpo defectuoso. Un personaje entrañable e inolvidable, protagonista de la serie de mayor éxito de la moderna . Sus azañas son un agradable retorno a los temas y al tono ameno de la ciencia ficción campbelliana, y componen la más famosa creación de una de las mejores escritoras de la ciencia ficción de aventuras que ha aparecido en los últimos años.

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Algunos de los más antiguos oponentes políticos del conde Vorkosigan parecieron más bien escupir, pero únicamente el conde Vorhalas votó abstención. El conde Vorhalas jamás había sido del partido de Vordrozda y no tenía manhas de asociación que lavar.

— Cojonudo bastardo — comentó el conde Vorkosigan e intercambió un saludo familiar con su más estrecho enemigo a través del salón —. Ya me gustaría que todos tuvieran su firmeza, si no sus opiniones.

Miles permaneció sentado en silencio, absorbiendo este triunfo tan mitigado. Elena habría estado prudente, después de todo.

Pero no feliz. Los halcones de caza no viven en jaulas, no importa cuánto ambicione un hombre su gracia, no importa cuán doradas sean las barras. Son mucho más hermosos remontándose libres. Desgarradoramente hermosos.

Suspiró, y se levantó para ir a luchar con su destino.

Los viñedos que coronaban las faldas escalonadas del lago, en Vorkosigan Surleau, estaban empañados de un nuevo verdor. La superficie del agua brillaba con un cálido soplo de aire, salpicada de monedas de plata. Alguna vez había sido costumbre poner monedas en los ojos de los muertos, había leído Miles, para su viaje; parecía apropiado. Imaginó las monedas hundidas en el lago, apilándose hasta emerger un formar una nueva isla.

Los terrones estaban fríos y húmedos todavía: el invierno se demoraba aún bajo la superficie del suelo. Pesado. Arrojó por encima del hombro una palada desde el pozo que estaba cavando.

— Tus manos están sangrando — observó su madre —, podías hacer esto en cinco segundos con un arco de plama.

— La sangre — dijo Miles — lava el pecado. El sargento decía eso.

— Ya veo.

No puso más objeciones, sino que se sentó en silencio, acompañándole, con la espalda recostada contra un árbol, mirando al lago. Era su educación betana, suponía Miles; su madre jamás parecía cansarse de contemplar deleitada el agua contra el cielo abierto.

Terminó al fin. La condesa Vorkosigan le ofreció una mano para que saliera del pozo. Miles tomó el control de la camilla flotante y enterró la caja oblonga, que había esperado pacientemente todo ese tiempo por su descanso. Bothari siempre le había esperado pacientemente.

Recubrirla de tierra fue un trabajo más rápido. La piedra que su padre había ordenado no estaba terminada todavía; labrada a mano, como las del resto de la familia. El abuelo de Miles descansaba no lejos de allí, junto a su abuela, a la que Miles no llegó a conocer, muerta décadas atrás durante la guerra civil barrayarana. Su mirada se demoró un momento, de un modo incómodo, en el doble espacio reservdo al lado de su abuelo, sobre la falda, y perpendicular a la tumba del sargento. Pero esa carga todavía estaba por venir.

Puso un plato de cobre sobre un trípode, al pie de la tumba. En él apiló ramitas de enebro de las montañas y un mechón de su propio pelo. Sacó entonces de su bolsillo una chalina de color, la abrió cuidadosamente y puso un bucle de cabello oscuro más fino entre las ramas. Su madre agregó una mecha de corto pelo gris y una gruesa, generosa trenza de su propio cabello rojizo, y se retiró a cierta distancia.

Miles, tras una pausa, puso la chalina junto al cabello.

— Me temo que fui una Baba de lo más inadecuada — susurró disculpándose —. Jamás me propuse mofarme de ti. Pero Baz la ama, cuidará bien de ella… Mi palabra fue muy fácil de dar, muy difícil de mantener. Pero… ¡Vaya, vaya! — Agregó pedacitos de cortezas aromáticas —. Vas a descansar cálido aquí, mirando cómo el lago cambia su rostro, de invierno a primavera, de verano a otoño. Ningún ejército marcha aquí, e incluso las noches más cerradas no son completamente oscuras. Seguramente Dios no te pasará por alto, en un sitio como éste. Habrá gracia y perdón suficientes, viejo lobo, aun para ti. — Encendió la ofrenda —. Te ruego que me guardes un trago de esa copa cuando te hayas saciado.

EPÍLOGO

El ejercicio de acoplamiento de emergencia al muelle fue convocado en medio del ciclo nocturno, naturalmente. Proablemente él lo habría dispuesto del mismo modo, pensó Miles mientras se apresuraba con sus camaradas cadetes por los pasillos de la plataforma de armas orbitales. Para su grupo, las cuatro semanas de dentrenamiento orbital debían terminar mañana.

Llegó al pasillo de la lanzadera que tenía asignada al mismo tiempo que su correcluta y que el instructor. La cara del instructor era una máscara de neutralidad. El cadete Kostolitz examinó a Miles con acritud.

— ¿Todavía llevas ese venablo para cerdor, eh? — dijo Kostolitz, con un irritado gesto dirigido a la daga que Miles llevaba en la cintura.

— Tengo permiso — respondió Miles tranquilamente.

— ¿Duermes con eso?

Una breve, suave sonrisa.

— Sí.

Miles consideró el problema de Kostolitz. Los accidentes de la historia barrayarana garantizaban que tendría que habérselas con la conciencia de clase de sus oficiales a todo lo largo de su carrera en el Servicio Imperial, agresiva como la de Kostolitz o en formas más sutiles. Debía aprender a soportar el asunto no solamente bien, sino de un modo constructivo si quería que sus oficiales le brindaran lo mejor de sí mismos.

Tuvo la misteriosa sensación de ser capaz de ver a través de Kostolitz, del mismo modo en que un médico ve a través de un cuerpo con sus instrumentos de diagnóstico. Cada giro y desgarro y desgaste emocional, cada incipiente cáncer de resentimiento generado por estos hechos, le parecía subrayado en rojo en el ojo de su mente. Paciencia. El problema se mostraba a sí mismo con creciente claridad. La solución llegaría a su tiempo, oportunamente. Kostolitz podía enseñarle mucho. Este ejercicio de entrada en el muelle podía resultar interesante, después de todo.

Kostolitz había adquirido un delgado brazalete verde desde la última vez que los habían puesto juntos, advirtió Miles. Se preguntó a qué talento, de entre los instructores, se le había ocurrido esa idea. Los brazaletes eran, más bien, como obtener una estrella dorada en un escrito, pero al revés: el verde representaba herida en los ejercicios de instrucción; el amarillo, muerte, a juicio de cualquier instructor que estuviese arbitrando la catástrofe simulada. Muy pocos cadetes se las arreglaban para escapar de estos ciclos de entrenamiento sin una colección de brazaletes. Miles se había encontrado el día anterior con Ivan Vorpatril, quien exhibía dos verdes y uno amarillo, no tan mal como el desafortunado camarada que había visto la noche pasada en el comedor, quien lucía cinco amarillos.

La manga no condecorada de Miles estaba llamando la atención de los instructores, últimamente, un poco más de lo que él deseaba realmente. La notoriedad tenía un lado agradable; algunos de los más vivos entre sus colegas cadetes rivalizaban silenciosamente por tener a Miles en su grupo, como repelente contra brazaletes. Por supuesto, los verdaderamente vivos le evitaban ahora como la plaga, al darse cuenta de que estaba empezando a atraer el fuego. Miles se sonreía a sí mismo, en alegre presentimiento de algo realmente solapado y bajo cuerda próximo a suceder. Cada célula de su cuerpo parecía estar alerta y cantando.

Kostolitz, con un sofocado bostezo y un último gruñido a la aristocrática daga decorativa de Miles, comenzó a comprobar la banda de estribor de la lanzadera. Miles hizo lo propio con la banda de babor. El instructor flotaba entre ellos, mirando atentamente por encima de sus hombros. Había sacado algo bueno de sus aventuras con los Mercenarios Dendarii, reflexionó Miles; su náusea por el vacío había desaparecido, un inesperado beneficio colateral del trabajo que el cirujano de Tung había hecho con su estómago. Pequeños privilegios.

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