Iain Banks - Inversiones

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En el palacio de invierno, la nueva doctora del Rey tiene más enemigos de los que cree. Pero, por otra parte, también dispone de remedios insólitos que ellos desconocen.
En otro palacio tras las montañas, el guardaespaldas jefe del Protector General se enfrenta a sus propios adversarios, aunque no lo tiene tan fácil: son más rápidos y eficaces y él solo dispone de métodos tradicionales para hacerles frente…

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—¿Qué es eso? —dijo el rey con las cejas alzadas en una expresión de suspicacia.

—Un ungüento, señor.

—Ya veo que es un ungüento, Vosill. ¿Pero qué es lo que…? Oh.

—Tal como estáis sintiendo, señor, acalla el dolor. También combate los malos humores que infestan el aire, y potencia al proceso curativo.

—¿Es como lo que me pusiste en la pierna aquella vez, sobre el absceso?

El rey vio su reflejo en uno de los grandes espejos que adornaban su sala de descanso privada y enderezó un poco la espalda. Volvió la mirada hacia el soldado de la puerta, quien se acercó y cogió la copa de vino de su mano, hecho lo cual su majestad levantó la barbilla y se pasó las manos por la cabellera al tiempo que sacudía la cabeza para que sus rizos, que el sudor le había pegado al cráneo, volvieran a recuperar su volumen.

—Eso está mejor —dijo al tiempo que inspeccionaba su noble perfil en el espejo—. Me encontraba en un estado lamentable, según recuerdo. Todos esos matarifes pensaban que iba a morirme.

—Me alegro mucho de que su majestad me hiciera llamar —dijo la doctora en voz baja mientras vendaba la herida.

—A mi padre lo mató un absceso, ¿sabes? —dijo el rey.

—Eso he oído, señor. —Levantó una mirada sonriente hacia él—. Pero no a vos.

El rey le devolvió la sonrisa y luego miró al frente.

—No. En efecto. —Entonces hizo una mueca—. Pero él tampoco sufría dolores de tripa, ni de espalda, ni ninguno de mis otros achaques.

—No se ha registrado ninguna mención a tales cosas, señor —dijo la doctora mientras envolvía el musculoso brazo del rey con un rollo de venda.

Él la miró al instante.

—¿Estás sugiriendo que soy un quejica, doctora?

Vosill levantó la mirada, sorprendida.

—Nada de eso, señor. Soportáis vuestras numerosas afecciones con gran templanza. —Continuó con el vendaje. (La doctora usa unas vendas que le hace especialmente el sastre de la corte e insiste mucho en que las condiciones de su manufactura sean lo más higiénicas posible. Aun así, antes de usarlas las hierve en un agua ya hervida que antes ha tratado con un polvo blanqueador que el boticario de palacio ha preparado para ella)—. De hecho, Su Majestad debería enorgullecerse de su buena disposición a hablar de sus males —prosiguió—. Algunas personas, que llevan el estoicismo, el orgullo o la simple reticencia más allá de sus límites razonables, sufren en silencio hasta estar a las puertas de la muerte, cuando una palabra, un simple comentario en una fase mucho más temprana de su enfermedad, podría haber permitido que un doctor diagnosticara el problema, lo tratara y les salvara la vida. El dolor, o incluso las meras molestias, son como el mensaje de advertencia enviado por un guardia fronterizo. Sois libre de ignorarlo, pero entonces no debéis sorprenderos si más adelante veis vuestro reino arrasado por invasores.

El rey soltó una risilla y miró a la doctora con una expresión tolerante y amistosa.

—Tu admonitoria metáfora militar es debidamente apreciada, doctora.

—Gracias, señor. —La doctora ajustó el vendaje de manera que se acoplara perfectamente al brazo del rey—. Había una nota en mi puerta que decía que queríais verme, señor. Asumo que la razón que la justificaba antecedía en el tiempo a vuestra lesión de esgrima.

—Oh —dijo el rey—. Sí. —Se llevó una mano a la nuca—. El cuello. La contractura de nuevo. Luego puedes examinarlo.

—Por supuesto, señor.

El rey suspiró y no pude por menos que advertir que su postura se alteraba y se volvía menos erguida, menos regia incluso.

—Mi padre tenía la constitución de un estibador. Dicen que una vez cogió por el yugo a una bestia de carga y arrastró al pobre animal por todo un arrozal.

—Yo había oído que era un ternero, señor.

—¿Y? Los terneros pesan más que la mayoría de los hombres —repuso el rey—. Y además, ¿acaso estabas allí, doctora?

—No, señor.

—No. No estabas. —El rey dirigió la mirada hacia la lejanía con una expresión de tristeza en el rostro—. Pero tienes razón. Creo que era un ternero. —Volvió a suspirar—. Las historias cuentan que los reyes de antaño levantaban bueyes, bueyes adultos, mi querida doctora, por encima de su cabeza antes de arrojárselos a sus enemigos. Ziphygr de Anlios abrió en canal a un erzerador salvaje con sus propias manos, Scolf el Fuerte le arrancó la cabeza al monstruo Gruissens con una mano, Mimartis de Sompolia…

—¿Y no es posible que sean simples leyendas, señor?

El rey dejó de hablar, permaneció un momento con la mirada perdida (confieso que yo me quedé paralizado) y a continuación se volvió hacia la doctora tanto como le fue posible sin interrumpir el trabajo de ella.

—Doctora Vosill —dijo en voz baja.

—¿Señor?

—No interrumpáis al rey.

—¿Os he interrumpido, señor?

—Sí. ¿Es que no sabes nada de nada?

—Aparen…

—¿Es que no os enseñan nada en ese anárquico archipiélago del que vienes? ¿No inculcan modales a las niñas y las mujeres? ¿Tan degenerados y maleducados sois que no tenéis la menor idea de cómo debéis comportaros en presencia de vuestros superiores?

La doctora le lanzó una mirada vacilante.

—Puedes responder.

—La república insular de Drezen es famosa por su mala educación, señor —dijo la doctora con aire de total sumisión—. Me avergüenza informar de que allí se me considera una persona muy bien educada. Mis disculpas.

—Mi padre te habría hecho azotar, Vosill. Y eso solo si te hubiera disculpado por considerarte una extranjera, poco familiarizada con nuestras costumbres.

—Me alegra que sobrepaséis a vuestro noble padre en simpatía y comprensión, señor. Nunca volveré a interrumpiros.

—Bien. —El rey volvió a adoptar su pose orgullosa. La doctora terminó de vendar el tobillo—. Los modales también eran mejores en los viejos tiempos —dijo.

—Estoy segura de ello —dijo la doctora—. Señor.

—Los dioses de antaño caminaban entre nuestros antepasados. Era una época heroica. Aún podían realizarse grandes hazañas. Por entonces no habíamos perdido aún las fuerzas. Los hombres eran más grandes, más valientes y más fuertes. Y las mujeres eran más dulces y elegantes.

—Estoy segura de que es tal como decís, señor.

—Todo era mejor entonces.

—Eso parece, señor —dijo la doctora mientras cortaba la venda por un lado.

—Es que ahora todo va a… peor —continuó el rey con otro suspiro.

—Mmmm —repuso la doctora mientras anudaba el vendaje—. Ya está señor. ¿Mejor?

El rey flexionó el brazo y el hombro, inspeccionó su musculoso brazo y al fin volvió a cubrirse la herida con la manga.

—¿Cuándo podré volver a practicar?

—Mañana, aunque con cuidado. El dolor os hará saber cuándo debéis parar.

—Bien —dijo el rey antes de darle una palmada en el hombro. La doctora tuvo que dar un paso a un lado para no caerse, pero pareció agradablemente sorprendida. Creo que se ruborizó un poco.

—Bien hecho, Vosill. —La miró de arriba abajo—. Lástima que no seas un hombre. Podrías aprender esgrima, ¿mmmm?

—En efecto, señor. —La doctora hizo un gesto de asentimiento hacia mí y empezamos a guardar los instrumentos de su profesión.

La familia de la niña enferma vivía en un par de mugrientas y apestosas habitaciones del último piso de una destartalada y abarrotada casa de Los Túmulos, sobre una calle que la tormenta había convertido en un canal de desagüe.

La portera no era digna de tal nombre. Era una vieja borracha, una bruja voraz y de olor repulsivo que pidió dinero a la doctora con la excusa de que llegábamos de la calle con un tufo tan pestilente en los pies y las capuchas que tendría que trabajar de más para quitarlo. A juzgar por el estado del pasillo —hasta donde podía verse a la luz de la única lámpara existente— los padres de la ciudad podrían haberle cobrado a ella por llevar la mugre de su interior a las calles de la urbe, pero la doctora se limitó a silbar y rebuscar en su bolso. A continuación la vieja exigió, y consiguió, más dinero por dejar subir a la niña lisiada con nosotros. Yo sabía que no tenía sentido tratar de decirle nada a la doctora, así que tuve que contentarme con lanzar a la maldita foca la mirada más amenazante posible.

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