Iain Banks - Inversiones

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En el palacio de invierno, la nueva doctora del Rey tiene más enemigos de los que cree. Pero, por otra parte, también dispone de remedios insólitos que ellos desconocen.
En otro palacio tras las montañas, el guardaespaldas jefe del Protector General se enfrenta a sus propios adversarios, aunque no lo tiene tan fácil: son más rápidos y eficaces y él solo dispone de métodos tradicionales para hacerles frente…

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El rey había salido herido en un duelo, y era como si todos los médicos de cierta reputación de la ciudad hubieran estado en la sala de duelos aquel día, porque se apelotonaban alrededor del monarca y de los dos hombres que lo acompañaban como sabuesos de color morado alrededor de una bestia acorralada. Sus señores los seguían de cerca, armados con espadas de duelo y máscaras de protección, mientras que el individuo grande y pálido como la cera que se encontraba aislado en la parte trasera de la sala era presumiblemente el que había herido a su majestad.

El comandante de la Guardia, Adlain, se encontraba a un lado del rey, y el duque Walen al otro. Adlain, recordaré para la posteridad, es un hombre de gran nobleza y gracia, cuyos rasgos y porte solo tienen rival en los de nuestro buen rey, aunque la tez del comandante de la Guardia es morena, mientras que la de su majestad tiende a la rubicundez. Es una sombra fiel y leal, siempre situada junto a nuestro espléndido señor. ¿Y qué monarca podría pedir una sombra mejor?

El duque Walen es un hombre menudo y encorvado, de piel coriácea y ojos pequeños, recubiertos de arrugas y aquejados de una cierta bizquera.

—Sire, ¿estáis seguro de que no queréis que mi médico examine esa herida? —dijo Walen con su voz aguda y chirriante mientras Adlain espantaba delicadamente a dos de los doctores que acosaban al rey—. ¡Mirad! —exclamó el duque—. ¡Está goteando! ¡La sangre real! ¡Oh, vaya! ¡Médico! ¡Médico! De veras, señor, este doctor es el mejor. Permitidme que…

—¡No! —rugió el rey—. ¡Quiero a Vosill! ¿Dónde está?

—La señora parece tener asuntos más urgentes que atender —dijo Adlain sin alterarse—. Es una suerte que solo sea un arañazo, ¿verdad, señor? —Entonces levantó la mirada y vio que la doctora y yo bajábamos. Su expresión se convirtió en una sonrisa.

—¡Vo…! —rugió el rey con la cabeza gacha mientras empezaba a subir la curva de los escalones y dejaba momentáneamente atrás a Walen y a Adlain.

—Aquí, señor —dijo la doctora al tiempo que bajaba a su encuentro.

—¡Vosill! En el nombre de los cielos del Infierno, ¿dónde te habías metido?

—Estaba…

—¡Da igual! Vamos a mis aposentos. Tú. —Y con esto se dirigía a mí—. A ver si puedes contener a esta bandada de carroñeros sanguinarios. Aquí está mi espada de duelo. —¡El rey me entregó su propia espada!—. Tienes permiso para usarla contra cualquiera que se parezca, por poco que sea, a un médico. ¿Doctora?

—Después de vos, señor.

—Pues claro que después de mí, Vosill. ¡Soy el rey, maldita sea!

Siempre me ha sorprendido lo mucho que nuestro glorioso rey se parece a los retratos de él que se ven en los lienzos y a los perfiles que honran nuestras monedas. Tuve la suerte de poder estudiar estos rasgos magníficos un mediodía de Xamis, en los aposentos privados del rey, mientras la doctora trataba la herida recibida en el duelo y su majestad esperaba, ataviado con una larga toga arremangada, recortado contra la luminosidad de una antigua ventana de yeso, con el rostro alzado y las mandíbulas apretadas.

¡Qué noble semblante! ¡Cuan regio porte! Una melena de pelo rubio majestuosamente ensortijado, una frente rebosante de inteligencia y severa sabiduría, unos ojos claros y brillantes del color de un cielo estival, una nariz bien definida y heroica, una boca grande y elegantemente esculpida y una barbilla orgullosa y valiente, adosado todo ello a una forma a un tiempo fuerte y esbelta que sería la envidia de un atleta en la plenitud de sus fuerzas (y eso que el rey se encuentra en una espléndida edad madura, en la que la mayoría de los hombres ya han empezado a engordar). Dicen que la apariencia y el físico del rey Quience solo palidecen ante las de su difunto padre, Drasine (al que me alegro de informar de que ya han empezado;) llamar Drasine el Grande. Y con toda justicia, por cierto).

—¡Oh, señor! ¡Oh, vaya! ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, socorro! ¡Oh, qué calamidad! ¡Oh!

—¡Déjanos, Wiester! —dijo el rey con un suspiro.

—¡Señor! Sí, señor. Inmediatamente, señor. —El rollizo chambelán, sin dejar de agitar y frotarse alternativamente las manos, abandonó los aposentos mascullando y gimoteando.

—Pensaba que llevabais armadura para impedir que ocurrieran este tipo de cosas, señor —dijo la doctora. Limpió el resto de la sangre con un algodón, que a continuación me entregó para que yo lo tirara. A cambio le pasé el alcohol. Empapó otro algodón y lo aplicó a la herida que el rey tenía en el bíceps. El corte tenía dos dedos de longitud y unos pellizcos de profundidad.

—¡Au!

—Lo siento, señor.

—¡Au! ¡Au! ¿Estás segura de que esto no es una de esas brujerías absurdas, Vosill?

—El alcohol mata los malos humores que pueden infectar las heridas —dijo la doctora con tono gélido—. Señor.

—Al igual que, según tú, el pan mohoso —bufó el rey.

—Tiene ese efecto, sí.

—Y el azúcar.

—Eso también, señor, en caso de emergencia.

—Azúcar —dijo el rey sacudiendo la cabeza.

—¿Es que no tenéis, señor?

—¿Cómo?

—¿Tenéis armadura?

—Pues claro que tenemos armaduras, imbécil… ¡Au! Pues claro que tenemos armaduras, pero no las llevamos en la sala de duelos. ¡En el nombre de la Providencia, para llevar armadura, mejor no batirse en duelo!

—Pero yo pensaba que era una práctica, señor. Para la lucha real.

—Vaya, pues claro que es una práctica, Vosill. Si no lo fuera, el caballero que me ha herido no se habría detenido, ni habría estado a punto de perder el conocimiento, sino que habría seguido adelante, tratando de matarme, como se hace en ese tipo de combates. Pero sí, era una práctica. —El rey sacudió su soberbia cabeza y dio un pisotón—. Maldita sea, Vosill, haces unas preguntas más tontas…

—Os ruego mil perdones, señor.

—Además, es solo un arañazo. —El rey miró a su alrededor e hizo un gesto a un soldado que se encontraba junto a la puerta principal, quien se acercó rápidamente a una mesa y trajo a su majestad un vaso de vino.

—Cuánto más pequeña que un arañazo es la picadura de un insecto —dijo la doctora—. Y sin embargo, hay gente que muere por su causa.

—¿De veras? —dijo el rey mientras aceptaba el vaso de vino.

—Eso me han enseñado. Por culpa de un humor venenoso transmitido por el insecto a la corriente sanguínea.

—Mmmm —dijo el rey con cara de escepticismo. Miró la herida de reojo—. Sigue siendo solo un arañazo. Adlain no estaba demasiado impresionado. —Bebió.

—Supongo que hace falta mucho para impresionar al comandante Adlain —dijo la doctora, aunque no sin cierta simpatía, me parece.

El rey esbozó una sonrisilla.

—No te gusta Adlain, ¿verdad, Vosill?

La doctora enarcó las cejas.

—No lo tengo por un amigo, señor, pero del mismo modo tampoco lo tengo por un enemigo. Ambos os servimos en nuestros respectivos campos con toda la habilidad de que disponemos.

El rey entornó la mirada mientras reflexionaba sobre ello.

—Hablas como un político, Vosill —dijo en voz baja—. Y te expresas como un cortesano.

—Me tomaré eso como un cumplido.

Su majestad observó cómo limpiaba la herida durante un rato.

—No obstante, quizá deberías tener cuidado con él, ¿sabes?

La doctora levantó la mirada. Me dio la impresión de que estaba sorprendida.

—Si su majestad lo dice…

—Y con el duque Walen —dijo el rey con un gruñido—. Tendrías que oír lo que dice sobre mujeres doctoras, o, ya que estamos, sobre cualquier mujer que quiera ser otra cosa que prostituta, esposa o madre.

—Desde luego, señor —dijo la doctora con los dientes apretados. Levantó la mirada para pedirme algo y entonces vio que ya tenía el tarro apropiado en la mano. Me recompensó con una sonrisa y un gesto apreciativo con la cabeza. Cogí el algodón empapado en alcohol y lo dejé en la bolsa de los desechos, donde le correspondía.

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