Los asentamientos cubiertos por tiendas que quedaban en el borde parecían los pueblos en miniatura que se ven dentro de los pisapapeles. La silueta de Sheffield, los edificios bajos de los almacenes en el este, al otro lado de la caldera, Lastflow, las pequeñas tiendas que circundaban el borde… muchas de ellas se habían fundido para convertirse en una especie de Sheffield mayor que cubría 180 grados del arco, desde Lastflow y en dirección sudoeste, donde las pistas seguían al cable caído en su descenso por la larga pendiente occidental de Tharsis hacia Amazonis Planitia. Las ciudades y estaciones estarían siempre bajo las tiendas allí. porque a veintisiete mil metros de altura el aire siempre tendría una décima parte de la densidad en la línea de referencia… a nivel del mar, podría decirse. Lo que significaba que a esa altura la densidad era de sólo treinta o cuarenta milibares.
Ciudades-tienda para siempre; pero con el cable (desde allí no lo veía) dominando Sheffield, el desarrollo continuaría hasta que construyeran una ciudad-tienda que rodeara toda la caldera, que mirara sobre ella. Seguramente hasta cubrirían la misma caldera y ocuparían el fondo circular; eso añadiría mil quinientos kilómetros cuadrados a la ciudad, aunque estaba por ver quién querría vivir en un agujero semejante; sería como vivir en el fondo de un agujero de transición: las paredes de roca se elevaban alrededor de uno como una catedral circular sin techo… Quizá interesaría a alguien. Los bogdanovistas, después de todo, llevaban años viviendo en los agujeros de transición. Podrían plantar bosques, construir cabañas de escaladores, o incluso áticos de millonarios en los balcones-cornisa, tallar escaleras en las paredes de roca, instalar ascensores de cristal que tardarían todo un día en subir o bajar… hileras de casas, rascacielos que se alzarían hasta casi alcanzar el borde, con helipuertos en sus azoteas redondas, pistas, autopistas sin peaje… oh, sí, toda la cima de Pavonis Mons, caldera incluida, sería cubierta por la gran ciudad del mundo, siempre en crecimiento, como un hongo sobre cada roca del sistema solar. Miles de millones de personas, billones, trillones, todos aferrándose a la inmortalidad mientras pudieran…
Sacudió la cabeza, profundamente confusa. Los radicales de Lastflow no eran en realidad su gente, pero a menos que tuvieran éxito, la cima de Pavonis y el resto de Marte pasarían a formar parte de la gran ciudad mundial. Intentó concentrarse en el paisaje, sentirlo, la grandeza de la formación simétrica, el amor por la roca dura sobre la que estaba sentada. Sus pies colgaban sobre el abismo, y golpeó los talones contra el basalto. Podía arrojar un guijarro y caería cinco mil metros. Pero no podía concentrarse. No podía sentirlo. Petrificación. Había estado tan entumecida durante tanto tiempo… Suspiró, sacudió la cabeza, recogió las piernas y se levantó. Echó a andar hacia el rover.
Soñaba con el deslizamiento largo. El desprendimiento avanzaba por el suelo de Melas Chasma, a punto de alcanzarla. Todo se distinguía con una claridad superreal. De nuevo recordó a Simón, de nuevo gimió y bajó del pequeño dique, experimentando todos los movimientos, apaciguando al hombre muerto que vivía en su interior, sintiéndose terriblemente mal. El suelo vibraba…
Despertó, voluntariamente, así lo creía ella, escapaba, huía… pero una mano le asía el brazo y la sacudía.
—Ann… Ann… Ann…
Era Nadia. Otra sorpresa. Se incorporó con dificultad, desorientada.
—¿Dónde estamos?
—En Pavonis, Ann. La revolución. He venido y te he despertado porque ha estallado un conflicto entre los rojos de Kasei y los verdes en Sheffield.
El presente la derribó igual que el deslizamiento en el sueño. Se libró con brusquedad del apretón de Nadia y buscó su camisa a tientas.
—¿No estaba cerrado el rover?
—Forcé la puerta.
—Ah. —Ann se levantó, todavía aturdida, cada vez más molesta conforme se hacía cargo de la situación.— A ver… ¿qué ha pasado?
—Dispararon misiles contra el cable.
—¡Lo hicieron! —Otra sacudida, que disipó aún más la niebla.— ¿Y qué más?
—No funcionó. Los sistemas defensivos del cable los interceptaron. Han acumulado un montón de sistemas informáticos allí arriba, y ahora tienen ocasión de utilizarlo. A pesar de todo, los rojos siguen avanzando hacia Sheffield desde el oeste, disparando más misiles, y las fuerzas de la UN en Clarke están bombardeando los puntos desde los que se hicieron los primeros lanzamientos, en Ascraeus, y amenazan con bombardear cualquier fuerza armada que haya abajo. Es justo lo que estaban esperando. Y los rojos evidentemente piensan que va a ser como en Burroughs, están tratando de precipitar los acontecimientos. Por eso he acudido a tí. Escucha, Ann, sé que hemos discutido mucho. No me he mostrado demasiado paciente, es cierto, pero mira, esto ya es demasiado. Todo puede venirse abajo en el último momento: la UN puede decidir que la situación es anárquica y lanzarse sobre nosotros para tomar el control.
—¿Dónde están? —graznó Ann. Se puso los pantalones y fue al retrete. Nadia la siguió al interior. También aquello fue una sorpresa; en la Colina Subterránea habría sido normal entre ellas, pero había pasado mucho tiempo desde la última vez que Nadia la había seguido a un lavabo hablando obsesivamente mientras Ann se lavaba la cara y se sentaba a orinar.
—Todavía tienen el centro de operaciones en Lastflow, pero han destrozado la pista del borde y la que va a Cairo, y están luchando en Sheffield Oeste y alrededor del Enchufe. Rojos peleando contra verdes.
—Sí, sí.
—Entonces, ¿hablarás con los rojos, los detendrás? Una furia repentina la invadió.
—Ustedes los han empujado a esto —gritó a la cara de Nadia, y ésta retrocedió y se apoyó en la puerta. Ann se levantó, dio un paso hacia ella y se subió los pantalones de un tirón, todavía gritando—. ¡Ustedes y su estúpida y ufana terraformación, todo es verde, verde, verde, y sin sombra de compromiso! ¡Es culpa de ustedes tanto como de ellos, porque no tenían ninguna esperanza!
—Tal vez sea así —dijo Nadia, obstinada. Era evidente que aquello no la preocupaba, pertenecía al pasado y carecía de importancia; lo apartó y no se dejó desviar de su propósito—. Pero ¿lo intentarás?
Ann clavó la mirada en su terca vieja amiga, en ese momento casi rejuvenecida por el miedo, concentrada y viva.
—Haré lo que pueda —dijo Ann con aire lúgubre—. Pero, por lo que dices, ya es demasiado tarde.
En efecto, era demasiado tarde. El campamento de rovers en el que Ann se había alojado estaba desierto, y cuando llamó por la consola de muñeca no hubo respuesta. Dejó a Nadia y los otros sobre ascuas en el complejo de almacenes de Pavonis Este y condujo hasta Lastflow, con la esperanza de encontrar allí a alguno de los líderes rojos. Pero los rojos habían abandonado Lastflow y los lugareños no sabían adonde habían ido. La gente miraba la televisión en las estaciones y en los cafés, pero cuando Ann miró también no vio noticias sobre la batalla, ni siquiera en Mangalavid. Un sentimiento de desesperación empezó a filtrarse en su ánimo sombrío; quería hacer algo, pero no sabía cómo. Volvió a intentarlo con el ordenador de muñeca y para su sorpresa Kasei respondió por su frecuencia privada. Su rostro en la pequeña pantalla se parecía extraordinariamente al de John Boone, tanto que en su sorpresa al principio Ann no oyó lo que le estaba diciendo. ¡Parecía tan feliz, era el John de siempre!
—… tenido que hacerlo —estaba diciéndole. Ann se preguntó si le habría hecho alguna pregunta al respecto—. Si no actuamos, destrozarán este mundo. Lo convertirán en un jardín hasta la cima de los cuatro grandes volcanes.
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