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George Stewart: La Tierra permanece

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George Stewart La Tierra permanece
  • Название:
    La Tierra permanece
  • Автор:
  • Издательство:
    Minotauro
  • Жанр:
  • Год:
    1962
  • Город:
    Buenos Aires
  • Язык:
    Испанский
  • Рейтинг книги:
    5 / 5
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La Tierra permanece: краткое содержание, описание и аннотация

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En esta novela, que fue calificada como verdadera suma antropológica de un posible futuro, Stewart narra con admirable verosimilitud y una minuciosa precisión —donde la ciencia aparece a veces en breves intermedios de insólito y poético dramatismo— la historia de una colonia humana en una Tierra de pronto casi desierta. El mundo antiguo carece de significado, es un mundo mítico que inspira nuevas cosmogonías: y sin embargo, aunque las generaciones pasan, “la tierra permanece”.

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Siguió mirando, casi hipnotizado. Beba … oscuridad. Beba … oscuridad. Beba … Bueno, ¿por qué no?, pensó. Fue a buscar la botella de coñac de su padre.

Pero el coñac era débil y no encontró en él ningún consuelo. No soy hombre, pensó, de buscar la muerte en el alcohol. El anuncio que brillaba allá abajo era más interesante. Beba … oscuridad. Beba … oscuridad. Beba . ¿Cuánto tiempo brillarían esas luces? ¿Cómo se apagarían? ¿Qué mecanismos seguirían funcionando? ¿Qué destino tendría esa obra, edificada lentamente a lo largo de los siglos, y que ahora sobrevivía a su creador?

Supongo, pensó Ish, que la mejor solución sería el suicidio. Pero no, es demasiado pronto. Estoy vivo, y hay quizás otros sobrevivientes. Somos como moléculas de gas que flotan sin encontrarse en un vacío neumático.

Cayó otra vez, lentamente, en un desaliento cercano a la desesperación. Sí, podía vivir, alimentándose como un necrófago de los víveres de los almacenes. Podía unirse a otros hombres. ¿Y luego? Si se hubiera encontrado con media docena de amigos todo sería diferente. Pero ahora no podría evitar a los imbéciles, o aún a los canallas. Alzó los ojos y vio otra vez el anuncio que brillaba a lo lejos: Beba … oscuridad. Beba … oscuridad. Beba . Y volvió a preguntarse cuánto tiempo brillarían aún esas inútiles letras de fuego. Y aquello que había visto durante el día. ¿Qué sería del coyote que corría a saltos por la carretera? Las vacas y los caballos paseaban lentamente alrededor del abrevadero, bajo las aspas del molino. ¿Durante cuánto tiempo giraría el molino, sacando agua de las honduras de la tierra?

De pronto, se sobresaltó. Parecía que el deseo de vivir despertaba en él. No sería un actor, quizá; no quedaban papeles para él en el mundo, pero sería por lo menos un espectador más; un espectador habituado ya a observar el mundo. El telón había caído, era cierto; pero ahora, ante su mirada de investigador, iba a desarrollarse el primer acto de un drama insólito. Durante miles de años el hombre había sido el amo indiscutido de la tierra. Y he aquí que ese rey de la creación desaparecía ahora, quizá por mucho tiempo, quizá para siempre. Aunque la raza humana no se hubiera extinguido del todo, los sobrevivientes tardarían siglos en retomar las riendas del poder. ¿Qué sería del mundo y sus criaturas sin el hombre? Y bien, él, Ish, iba a verlo.

2

Sin embargo, cuando se acostó no pudo dormirse. El frío abrazo de la niebla estival envolvió la casa, y la conciencia de su soledad se transformó en miedo y en pánico. Se levantó, y poniéndose una bata fue a sentarse ante el aparato de radio. Buscó frenéticamente en todas las ondas. Sólo oyó unos débiles ruidos.

De pronto pensó en el teléfono. Levantó el tubo y oyó el zumbido familiar. Discó un número; cualquier número. La campanilla resonó en una casa lejana. Ish creyó oír un despertar de ecos en las habitaciones vacías. A la décima llamada, colgó el tubo. Probó un segundo número, y un tercero… y dejó de llamar.

Se le ocurrió entonces otra idea. Añadió un reflector a la lámpara y, de pie, en el porche, lanzó un mensaje a la ciudad nocturna: tres puntos, tres rayas, tres puntos, el S.O.S. en que habían puesto sus últimas esperanzas tantos hombres amenazados por la muerte. Pero no hubo respuesta. Comprendió al cabo de un rato que entre las luces de la ciudad sus modestas señales pasarían inadvertidas.

Entró en la casa, temblando de frío. Abrió una llave y el motor de la calefacción se puso en marcha.

La electricidad funcionaba todavía, y en el tanque había aún combustible. En ese aspecto no había problemas. Se sentó y a los pocos minutos apagó las luces con la curiosa sensación de que eran demasiado visibles. La niebla y la oscuridad lo protegerían con sus velos impenetrables. Sin embargo, angustiado por la soledad, puso el martillo al alcance de la mano.

Un grito espantoso desgarró la oscuridad. Temblando de pies a cabeza, Ish tardó en reconocer la llamada de amor de un gato, sonido familiar en las noches de estío, aun en el aristocrático San Lupo. Los aullidos siguieron un tiempo, y al fin los ladridos de un perro interrumpieron el idilio. El silencio volvió a apoderarse de la noche.

Para ellos también termina un mundo de veinte mil años. Yacen en las perreras, con las lenguas hinchadas, muertos de sed. Perdigueros, ovejeros, pequineses, lebreles. Los más afortunados vagan por la ciudad y los campos, bebiendo en los arroyos, en las fuentes, en los estanques poblados de peces rojos. Buscan por todas partes algo que comer, persiguen una gallina, atrapan una ardilla en un parque. Y poco a poco las torturas del hambre borran siglos de servidumbre. Furtivamente se acercan a los cadáveres insepultos.

El animal de raza no se distingue ya por la altura, la forma de la cabeza o el color del pelo. Fuera de concurso, Príncipe de Piamonte IV no supera al último cuzco callejero. El premio, el derecho a sobrevivir, lo obtiene el de más ingenio, mayor vigor, una mandíbula más fuerte, o aquel que sabe adaptarse a las nuevas condiciones de vida, y que, de vuelta al salvajismo, vence a sus rivales asegurándose su subsistencia.

Durazno, el perro de aguas color miel, permanece echado, triste y afligido, debilitado por el hambre, poco inteligente, de patas demasiado cortas para perseguir las presas… Spot, el mestizo predilecto de los niños, tiene la suerte de encontrar una camada de gatitos y los mata, no por crueldad, sino para comérselos… Ned, el terrier de pelo duro, independiente por naturaleza y amigo de correrías, corretea sin dificultades… Bridget, el setter rojo, se estremece, y de cuando en cuando lanza al cielo un aullido que termina en una queja. Su alma bondadosa no tolera un mundo sin dioses.

Aquella mañana se trazó un plan. En un distrito urbano de dos millones de habitantes, debían de haber sobrevivido otros. La solución era evidente; tenía que encontrar a alguien, en cualquier parte. Pero ¿cómo?

Recorrió toda la vecindad, esperando descubrir algún conocido. Pero las casas parecían deshabitadas. Las flores se marchitaban en los jardines resecos.

Regresó, cruzó el parque de sus juegos infantiles, y trepó a las rocas. Dos de ellas se tocaban en la cima, formando una especie de pequeña gruta; un refugio natural, primitivo, donde Ish se había escondido a menudo. Miró. No había nadie.

En una ancha superficie rocosa que seguía la inclinación de la colina, los indios habían abierto unos hoyos con sus martillos de piedra. El mundo de los pieles rojas ha desaparecido, pensó Ish. Y ahora desaparece también otro mundo. ¿Seré yo su último representante?

Subió al coche y se trazó mentalmente la ruta que podría seguir para que la bocina se oyese en casi toda la ciudad. Se puso en marcha tocando la bocina a cortos intervalos, y deteniéndose a esperar una posible respuesta.

Las calles tenían el aspecto de las primeras horas de la mañana. Había muchos coches estacionados, y poco desorden. De cuando en cuando encontraba un cadáver; algún enfermo a quien la muerte había sorprendido en la calle. Dos perros merodeaban cerca de un cuerpo. En una esquina, el cadáver de un hombre colgaba de la cruz de un poste telefónico, con un cartel en el pecho que decía: Ladrón. Ish entró luego en una zona comercial, y vio entonces algunas señales de violencia. El escaparate de una licorería estaba hecho trizas.

Salió de la zona comercial tocando otra vez la bocina. Medio minuto más tarde se oyó otra bocina lejana y débil. Pensó por un momento que los oídos lo engañaban.

Tocó otra vez y la respuesta llegó inmediatamente. El corazón le dio un salto. El eco, pensó. Llamó con un bocinazo corto y otro largo y escuchó. La respuesta fue un sonido breve y único.

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