La catástrofe no había concluido. Un día Ish encontró a una mujer loca. Sus ropas revelaban que había sido rica, pero ahora no era capaz de atender a sus necesidades, y el primer invierno acabaría con ella. Muchos sobrevivientes decían que los suicidas habían sido numerosos.
Pero las emociones y la soledad no habían trastornado de ningún modo a Ish. Se sorprendía a veces. Lo atribuía a su curiosidad, su carácter, la lista de cualidades que había redactado un día y que debían ayudarlo en esta nueva vida.
A veces, sentado en el auto, o ante el fuego, se sentía asaltado por imágenes eróticas. Pensaba en Ann, la neoyorquina, con su belleza rubia, fresca y limpia. Pero Ann era una excepción. En general las mujeres iban desarregladas y sucias, y sólo dejaban su apatía para reír histéricamente. Sin duda, muchas eran asequibles, pero no le inspiraban ningún deseo. Quizá su actitud era un efecto de la catástrofe. Pero no se preocupaba, con el tiempo todo volvería a la normalidad.
En las ardientes llanuras de Nebraska, el trigo seguía en pie. El oro de la espiga estaba oscureciéndose, y los granos empezaban a caer. El año siguiente habría una cosecha espontánea; pero aparecerían también hierbas y malezas que ahogarían el trigo con un espeso manto.
El parque de Estes ofrecía agradables refugios de sombra, después del calor de las llanuras. Ish se quedó allí una semana. Las truchas no habían visto un anzuelo en todo el verano y la pesca era excelente.
Luego vinieron las altas montañas, a las que sucedieron el desierto y las tierras de artemisa. Apretando el acelerador, Ish tomaba rápidamente las curvas de la carretera 40, hacia el paso de Donner.
Cruzó el paso y vio que unas espesas cortinas de humo cubrían los campos. ¿En qué mes estamos?, se preguntó. ¿Agosto? Quizá principios de setiembre. La época de incendios en los bosques. Y no había nadie para combatir el fuego.
Al acercarse al paso de Yuba se encontró bruscamente con el siniestro. Las llamas se alzaban a ambos lados de la ruta. Decidió ir adelante. La carretera era ancha y se podía pasar sin peligro. Pero tras una curva descubrió que un tronco envuelto en llamas bloqueaba la carretera. El terror que había vivido una mañana en el desierto —parecía que habían transcurrido años— cayó otra vez sobre él. Se sintió desesperadamente solo, incapaz de afrontar una emergencia, recobrarse de un accidente.
Había una única solución: retroceder. Dio marcha atrás bruscamente y se le bloqueó el motor. Al cabo de un rato consiguió ponerse otra vez en marcha, y huyó del fuego.
Ya fuera de peligro, recobró la calma. Decidió probar la carretera 20. Los incendios no la habían perdonado, pero estaban casi extinguidos. Avanzó lentamente, evitando los árboles caídos. Pero cuando llegó a una cima se estremeció al ver detrás de él la extensión del fuego. Había tenido suerte.
Había planeado pasar la noche entre los árboles de la montaña, pero pensando que el fuego podía rodearlo, siguió camino y acampó en la plaza de un pueblo, al pie de unas lomas. No había ni una farola encendida. Se sintió decepcionado, pues esperaba encontrar luces en California. Los incendios habían destruido sin duda las líneas eléctricas, por lo menos en aquella región.
Acostado en el suelo, incómodo, sintiendo el acre olor del humo en la nariz, intentó conciliar el sueño; pero tenía la impresión de haber caído en una trampa. Aunque todos los incendios se hubieran extinguido, los árboles quemados y los desprendimientos de las laderas vecinas debían de haber obstruido el camino de la sierra.
A la mañana, como de costumbre, se sintió más animado. California, si no podía salir, era por lo menos una prisión espaciosa y cómoda, y si era imposible cruzar la sierra, podía tomar la carretera del desierto.
Se preparaba para partir, cuando Princesa, con su acostumbrado espíritu de contradicción, se puso a ladrar y desapareció tras un rastro. Irritado, Ish se resignó a esperarla, y como la perra tardaba en reaparecer, alteró sus planes y pasó la mayor parte del día tendido a la sombra de los árboles, semidesnudo. Reanudó su viaje en las últimas horas de la tarde.
Llegó a la cima de la montaña al anochecer. La bahía se abría en abanico ante sus ojos, con su corona de ciudades. Sonrió al advertir que en las calles había aún muchas luces encendidas. Había olvidado el espectáculo. Las centrales de vapor se habían detenido casi inmediatamente, y las pequeñas fábricas hidroeléctricas no habían funcionado mucho tiempo. Sintió un curioso orgullo: aquellas luces eran quizá las últimas.
Durante un instante se preguntó si no habría sido víctima de una alucinación y se encontraba ahora en una ciudad donde todo funcionaba normalmente.
La larga carretera desierta lo devolvió a la realidad. Las manchas negras indicaban que la electricidad faltaba en algunos barrios. Las luces del puente Golden Gate se habían apagado también. O quizá las ocultaba la niebla que subía de la bahía.
Entró en la avenida San Lupo. Nada parecía haber cambiado. Siempre habrá una avenida San Lupo, pensó, y recordó a los otros sobrevivientes. Él también había decidido refugiarse en un sitio familiar, y regresaba con la fidelidad de una paloma.
Abrió la puerta y encendió la luz. Todo estaba como antes. No esperaba otra cosa, y sin embargo… Sintió una sorda melancolía.
Las amarillentas hojas secas , pensó. Era una línea que había oído en un teatro, no recordaba en qué obra. En otro tiempo, en el pasado…
Princesa se lanzó hacia la cocina, resbaló en el linóleo, lanzó un cómico chillido, y se enderezó. Ish la siguió, agradeciéndole la interrupción. La perra olfateaba el zócalo, pero no era posible descubrir qué le interesaba tanto.
Bueno, pensó Ish volviendo a la sala, parece que me he insensibilizado, pero al menos no hay espectadores y no tengo que fingir. Todo esto es consecuencia, sin duda, de tantas pruebas.
La nota que había dejado sobre el escritorio seguía allí, intacta. La tomó, arrugándola, la arrojó a la chimenea, y encendió un fósforo. Titubeó un momento. Al fin acercó la llamita al papel y observó cómo ardía. Otro episodio terminado.
Esa generación no conocerá padres, esposas, hijos o amigos. Será como en épocas fabulosas, cuando los dioses, para poblar la tierra, recurrían a las piedras o los dientes del dragón, y eran todos extraños, de rostro extraño, y nadie conocía el rostro de sus semejantes .
A la mañana siguiente decidió ordenar su vida. La comida, como ya lo había comprobado, no era un problema. Examinó las tiendas del barrio. Las ratas habían destrozado cajas y roído alimentos que cubrían los pisos de baldosas. De pronto, vio en un escaparate cajones de frutas de brillantes colores y legumbres apetitosas y frescas que parecían recién cosechadas. Incrédulo, acercó la cara al vidrio polvoriento. En seguida, primero irritado y luego divertido, descubrió que aquellas naranjas, manzanas, tomates y peras relucientes eran frutos de cartón con que el comerciante había decorado en otro tiempo su vitrina.
Un poco más allá encontró una tienda que, aparentemente, los ratones no habían podido asaltar. Abrió con cuidado una ventana y entró.
El pan no era ya comestible, y los gusanos pululaban en cajas de bizcochos herméticamente cerradas. Pero la fruta seca y todos los alimentos guardados en recipientes de vidrio o latón estaban intactos. Mientras sacaba unos frascos de aceitunas, oyó el zumbido de un motor eléctrico. Abrió la nevera y encontró manteca perfectamente conservada, carne fresca, vegetales congelados. Salió con su botín y cerró cuidadosamente la ventana para evitar, por lo menos, una invasión de ratas.
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