Pero algunas observaciones fortuitas en las pausas del juego informaron suficientemente a Ish. Milt había sido propietario de una pequeña joyería. Ann había estado casada con un tal Harry, y había tenido bastante dinero como para veranear a orillas del Maine. Sólo había trabajado una vez: vendiendo perfumes en una tienda de lujo, en Navidad. Ahora compartían una morada que en otro tiempo hubiera sido demasiado suntuosa para los recursos de Milt. La electricidad había faltado bruscamente, pues las dinamos de Nueva York eran de vapor, pero el servicio de agua corriente seguía funcionando y no había problemas sanitarios.
La pareja vivía en Riverside como unos náufragos en una isla desierta. Pacíficos habitantes de Nueva York, no habían tenido nunca un auto y no sabían conducir. Un automóvil era para ellos un enigma. Con la desaparición de los transportes públicos sólo podían contar con sus propias piernas, y no habían sido nunca aficionados a las largas caminatas. El límite este era para ellos Broadway, con tiendas donde abundaban los comestibles y los vinos finos. Al oeste corría el río. Un radio de cinco kilómetros bastaba para sus paseos. Ése era todo su mundo.
En ese estrecho dominio no había, creían, otros seres vivos. Del resto de la ciudad sabían tanto como Ish. La orilla izquierda estaba tan lejos como Filadelfia. Brooklyn era una región tan fabulosa como Arabia.
De cuando en cuando escuchaban unos autos que cruzaban la avenida, y alguna vez veían alguno. Pero no se acercaban. La soledad y el desamparo los inclinaban a la desconfianza, y temían a los posibles malhechores.
—Pero al fin la soledad empezaba a pesarme —explicó Milt, no sin cierta turbación—. Y usted no corría. Vi que iba solo, me pareció simpático, y además la matrícula de su coche decía que no era de Nueva York.
Ish abrió la boca para ofrecerle el revólver, y se contuvo. Las armas de fuego podían resolver dificultades, pero también crearlas. Milt, probablemente, no había disparado un arma en su vida. En cuanto a Ann, era una de esas mujeres nerviosas que con un revólver en la mano pueden ser tan peligrosas para los amigos como para los enemigos.
Sin cine, ni radio, ni el espectáculo de una ciudad animada, Milt y Ann no parecían sin embargo muy aburridos. Jugaban interminablemente a las cartas por sumas astronómicas, y Ann debía ahora a Milt varios millones de dólares. Ponían discos durante horas, jazz, folklore, música de baile, en el ronco fonógrafo. Leían innumerables novelas policiales que sacaban de las bibliotecas circulantes de Broadway y que dejaban en cualquier lugar de la casa. Y, advirtió Ish, se atraían físicamente.
Pero, aunque no se aburrían, tampoco sentían el placer de vivir. Era una existencia sin sentido. Iban de un lado a otro como estupidizados. Habían perdido toda esperanza. Nueva York, su mundo, había muerto, y no lo verían vivo otra vez. No mostraron ningún interés cuando Ish quiso hablarles del resto del país. Si Roma perece, perece el mundo.
A la mañana siguiente, Ann se desayunó con otro martini y lamentó nuevamente la falta de hielo. Ella y Milt le pidieron a Ish que no se fuera en seguida; hasta le suplicaron que se quedara para siempre. En algún lugar de Nueva York encontraría sin duda una muchacha que los acompañaría a jugar al bridge. Ish no había encontrado desde la catástrofe gentes más simpáticas. Sin embargo, no tenía ningún deseo de compartir su destino… ni siquiera con una compañera para jugar al bridge y otras cosas. No. Había decidido volver al Oeste.
Pero cuando se puso en marcha, y la pareja lo despidió desde la puerta, sintió deseos de quedarse un tiempo. Milt y Ann le inspiraban a la vez simpatía y piedad. No quería pensar qué sería de ellos cuando llegara el invierno y la nieve cubriera las hondonadas, entre los edificios, y el viento del norte aullara en el desfiladero de Broadway. No habría calefacción central el próximo invierno en Nueva York. Pero habría en cambio muchísimo hielo, y Ann podría enfriar sus martinis.
Ish dudaba que la pareja soportase los rigores invernales, aunque transformara los muebles en leña. Estaban a merced de cualquier accidente, o de una pulmonía. Eran como los perros de aguas o los pequineses que en otro tiempo habían ambulado por las calles, pero al extremo de una cadena. Los ciudadanos Milt y Ann no sobrevivirían a la ciudad. Pagarían el precio que la naturaleza exige siempre a los organismos demasiado especializados. Milt y Ann —el joyero y la vendedora de perfumes— eran incapaces de adaptarse a nuevas condiciones de existencia. En cambio, aquellos negros de Arkansas habían redescubierto casi sin esfuerzo la vida primitiva.
La avenida describía una curva, e Ish sintió que aunque volviera la cabeza ya no los vería. Se le humedecieron los ojos. Adiós, Milt y Ann.
El regreso al Oeste —al hogar, pensaba Ish— fue un verdadero viaje de placer. Un hombre y su perro en auto. Los días se deslizaron sin incidentes notables.
En los campos de Pennsylvania el trigo era castaño dorado, y las espigas le llegaban a Ish al hombro. Cuando vio la barrera de peaje apretó con todas sus fuerzas el acelerador y corrió por las curvas a ciento veinte y ciento treinta kilómetros por hora, ebrio de velocidad, sin pensar en el peligro. Entró así en Ohio.
En las ciudades y pueblos ya no había gas, pero Ish había encontrado un calentador de querosén de dos picos. Los días de buen tiempo acampaba en los bosques y encendía una hoguera. Las conservas eran aún su principal alimento, aunque en los campos cosechaba espigas de maíz y, cuando podía, legumbres y frutas.
Le hubiese gustado comer unos huevos, pero las gallinas habían desaparecido completamente, y lo mismo los patos. Comadrejas, gatos y ratas habían exterminado sin duda a aquellas volátiles, que no podían vivir sin protección. Una vez, sin embargo, Ish oyó la ronca llamada de una pintada, y en dos ocasiones vio unas ocas que nadaban en las acequias. Mató una, pero descubrió que era un animal demasiado viejo y duro para una marmita de campamento. Los pavos no faltaban en los bosques, y de cuando en cuando cazaba alguno. Con un perro de caza hubiese podido conseguir, quizás, algunas perdices y faisanes. Princesa se lanzaba a menudo tras el rastro de innumerables conejos, pero nunca traía ninguno. Ish terminó por preguntarse si esos conejos, siempre invisibles, no serían imaginarios.
En los campos abundaba el ganado, pero las labores de carnicero le desagradaban y el tiempo caluroso no invitaba además a comer carne. De vez en cuando se veían unas ovejas. Cuando el camino cruzaba algún terreno pantanoso, debía cuidarse de los cerdos tendidos a la sombra en el fresco cemento. Algunos perros famélicos erraban aún por las ciudades. No se veían muchos gatos pero de noche estallaban a veces coros de maullidos; habían vuelto a sus hábitos nocturnos.
Evitando las grandes ciudades, Ish corría hacia el oeste —Indiana, Illinois, Iowa— y atravesaba campos de trigo, y pueblos soleados y desiertos de día, y oscuros y desiertos de noche. La naturaleza salvaje seguía apoderándose del mundo: aquí, entre las hierbas de una acera asomaba un retoño de álamo; allí, un hilo telefónico cruzaba el camino; más allá, unas huellas de barro revelaban que un coatí había abrevado en la fuente de una plaza, al pie de una estatua a un soldado de la guerra civil.
Encontró otros seres humanos, en parejas o tríos. Las moléculas aisladas se reagrupaban. En general todos se aferraban al lugar donde habían vivido antes del desastre. Nadie manifestó deseos de seguirlo; a veces lo invitaban a quedarse. El ofrecimiento no tentaba a Ish. Aquellas pobres gentes arrastraban una vida corporal, pero le parecían a Ish mentalmente muertas. Había estudiado bastante antropología como para saber que había habido anteriormente otros casos. Un individuo no suele sobrevivir al cuadro de su existencia. Privado de familia, amigos, oficios religiosos, placeres, hábitos, e incluso esperanza, no es más que un cadáver animado.
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