George Effinger - Un fuego en el Sol

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Un fuego en el Sol: краткое содержание, описание и аннотация

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En otros tiempos era un buscavidas callejero de los bajos fondos conocidos como el Budayén. Ahora, Marîd Audran se ha convertido en aquello que más odiaba. Ha perdido su orgullosa independencia para pasar a ser un títere de Friedlander Bey, aquell-que-mueve-los-hilos, y a trabajar como policia.
Al mismo tiempo que busca la forma de enfrentarse a sí mismo y al nuevo papel que le ha tocado adoptar, Audran se topa con una implacable ola de terror y violencia que golpea a una persona que ha aprendido a respetar. Buscando venganza, Audrán descubre verdades ocultas sobre su propia historia que cambiarán el curso de su propia vida para siempre.
Un fuego en el Sol

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Le sonreí.

—Puedes apostar el culo a que no.

Entré en el edificio. Era un portal frío y oscuro que conducía a una escalera. Olía a ese olor húmedo y rancio de los edificios abandonados. Mis pies esparcieron restos de ruinas mientras subía al tercer piso.

—¿Morgan? —llamé.

Sin duda tenía un arma en la mano, y no quería sorprenderle.

—¿Eres tú, tío? Has tardado muchísimo en llegar.

Llegué al piso donde se encontraba.

—Lo siento. Me he metido en algunos problemas.

Sus ojos se abrieron al ver mis heridas.

que puedes manejar, tío.

—Estoy bien, Morgan. —Saqué quinientos kiams de mis téjanos y le pagué el resto del dinero—. Ahora, vigila la entrada de la calle. Te llamaré si necesito ayuda.

El americano rubio había empezado a bajar la escalera.

—Si la necesitas —dijo con incertidumbre—, cuando grites ya será demasiado tarde.

El daddy hacía que no sintiera ningún dolor y Rex me hacía creer que estaba preparado para cualquier desafío que me presentase Jawarski. Comprobé la carga de mi pistola estática, luego llamé a la puerta del apartamento.

—Jawarski —grité—, soy Marîd Audran. Jirji Shaknahyi era mi compañero. He venido a detenerte por su asesinato.

No se hizo esperar. Jawarski abrió la puerta riendo. Sostenía una pistola automática negra del calibre 45.

—Estúpido hijo de puta —dijo.

Se apartó para que pudiera entrar.

Me aseguré de que veía mi arma mientras le seguía, pero estaba tan seguro de sí mismo que no le importó lo más mínimo. Me senté en un sofá gastado enfrente de la puerta. Jawarski se dejó caer en un sillón cubierto por un tejido de flores manchado de sangre. Me impresionó su juventud. Me sorprendió comprobar que al menos era cinco años más joven que yo.

—¿Has oído lo que la ley islámica hace con los asesinos? —le pregunté.

Ambos nos encañonábamos mutuamente, pero Jawarski demostraba indiferencia.

—Eso no cambia nada. No me importa morir.

Jawarski tenía un curioso modo de hablar desde un lado de la boca, como si pensara que lo hacía más duro o fiero. Era obvio que tenía serios problemas psicológicos, pero no iba a vivir lo bastante para resolverlos.

—¿Quién te dijo que estaba aquí? —añadió—. Siempre liquido a los soplones. Dime quién fue y así podré cargarme al bastardo.

—No tendrás ocasión, colega. No puedes comprar a toda la ciudad.

—Aceleremos esto —dijo, intentando preocuparme—. Se supone que esta noche recogeré mi dinero y me largaré de la ciudad.

Mi pistola estática no parecía molestarle lo más mínimo.

Jawarski miraba a mi derecha. Yo desvié la vista en esa dirección, hacia la pequeña mesa de madera no lejos del sofá, cubierta con papel de periódico. Sobre ella había tres cargadores.

—¿Fue Hajjar quien te dijo que mataras a Shaknahyi? ¿O Umar, esa basura de Abu Adil?

—No soy un soplón —dijo, sonriendo torcidamente.

—Con los demás…, Blanca Mataro y el resto, no utilizaste el cuarenta y cinco. ¿Por qué?

Jawarski se encogió de hombros.

—Me dijeron que no lo hiciera. Creo que no querían que se estropeasen otros miembros. Ellos me decían a quién liquidar y yo lo hacía con la pistola estática. Siempre avisaba yo mismo a la policía, así la ambulancia llegaba antes. Supongo que no querían que se estropease la carne.

Soltó una carcajada que me heló la sangre.

Miré la mesa, pensando que quizá Jawarski no se había molestado en meter un cargador en su pistola antes de dejarme entrar. Parecía disfrutar fanfarroneando.

—¿A cuántos has matado? —le pregunté.

—¿Quieres decir en total? —Jawarski miró al techo—. Oh, veintiséis, de los que llevo la cuenta. Casi uno por cada año. Y mi cumpleaños se acerca. ¿Te gustaría ser el número veintisiete?

Sentí un escalofrío de rabia.

—Estás acabado, Jawarski —le dije con los dientes apretados.

—Vamos, llevas una pistola de mujer, dispárame si tienes huevos. —Estaba disfrutando de lo lindo, burlándose y provocándome—. Ese será el recorte del periódico: «El malo de Jawarski, personaje legendario», dirá. ¿Qué te parece?

—¿Has pensado alguna vez en la gente a la que matas? —le pregunté.

—Recuerdo a ese policía. Me di la vuelta y le disparé en el pecho. Ni siquiera se tambaleó, sino que disparó contra mí. Pero no me alcanzó y corrí hacia detrás de la casa. Cuando llegué al otro lado, saqué la cabeza por la esquina y vi que el policía al que había disparado me perseguía. Eché a correr hacia la otra casa. Cuando volví a mirar continuaba persiguiéndome. Entonces ya tenía toda la chaqueta ensangrentada, pero continuaba persiguiéndome. Dios, ese tipo era todo un hombre.

—¿Has pensado alguna vez en su familia? Shaknahyi tenía una esposa, sabes. Tenía tres niños.

Jawarski me miró y esbozó muy despacio otra sonrisa demente.

—Que se jodan.

Me levanté y avancé tres pasos. Jawarski enarcó las cejas, invitándome a acercarme más. Mientras se levantaba le arrojé la pistola estática. La cogió contra su pecho con la mano izquierda, eché mi puño hacia atrás y le golpeé en la comisura de la boca. Luego le cogí por el puño y le retorcí el brazo, dispuesto a romperle los huesos si me veía obligado. Gruñó y soltó la automática.

—Yo no soy Hajjar —grité—. No soy ese maldito Catavina. No vas a comprarme, y en este momento no tengo ningunas ganas de respetar tus derechos civiles. ¿Entiendes?

Me agaché y recogí su arma. Me había equivocado. Estaba cargada.

Jawarski se llevó una mano a los labios. Cuando la bajó, sus dedos estaban ensangrentados.

—Has visto muchos programas de holo, colega —dijo. Sonrió, aún no estaba preocupado—. Tú no eres mejor que Hajjar. No eres mejor que yo, si quieres saber la verdad. Méteme una bala si crees que puedes salir bien de ésta.

—En eso tienes razón.

—Pero crees que ya hay bastantes como Hajjar. Y Hajjar ni siquiera es un policía corrupto. No lo es. Se limita a hacer lo que le dicen, lo que todo el mundo espera que haga, lo que se supone que debe hacer. Te diré un secreto. Vas a terminar como Shaknahyi. Ayudarás a las viejas a cruzar la calle hasta que seas lo bastante viejo para retirarte y entonces algún hijo de puta te enterrará. —Se metió el meñique en la oreja y se rascó—. Y después —dijo absorto—, cuando tú te hayas ido, el hijo de puta se follará a tu mujer.

Sentí que mi rostro se endurecía de tensión, congelado en una mirada impenetrable. Levanté la pistola con serenidad, la sostuve fuerte y apunté entre los ojos de Jawarski.

—Vigila —dijo con sorna—. No es un juguete.

Cogí la pistola estática y me la guardé en el bolsillo. Hice un gesto a Jawarski para que se sentara y volví a mi asiento en el sofá.

Nos miramos unos segundos. Me costaba respirar. Jawarski parecía disfrutar.

—Apuesto a que haces lo que puedes por consolar a la viuda de Shaknahyi. ¿Te la has tirado ya?

Volví a sentir crecer la ira y la frustración. Odiaba escuchar sus mentiras, sus justificaciones del crimen y la corrupción. Lo peor de todo es que me decía que Shaknahyi había muerto estúpidamente, por ninguna buena causa. No iba a permitirle que dijera eso.

—Cállate —dije con voz angustiada.

Me vi a mi mismo con la pistola vacilante ante Jawarski.

—¿Lo ves? No puedes disparar. Lo inteligente sería dispararme. Si no, saldré limpio, porque no importa quien me encierre, me escaparé, el caíd Reda se asegurará de que me escape. En esta ciudad nunca me juzgarán.

—No, no te juzgarán —dije, con la certeza de que así sería.

Disparé una vez. La explosión fue tremenda y el eco parecía no acabarse nunca, como un trueno. Jawarski cayó hacia atrás a cámara lenta, con la mitad de la cara destruida. Había sangre por todas partes. Tiré la pistola al suelo. Nunca antes había disparado con una pistola de balas. El retroceso me lanzó contra el sofá, incapaz de recuperar el aliento.

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