George Effinger - Un fuego en el Sol

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Un fuego en el Sol: краткое содержание, описание и аннотация

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En otros tiempos era un buscavidas callejero de los bajos fondos conocidos como el Budayén. Ahora, Marîd Audran se ha convertido en aquello que más odiaba. Ha perdido su orgullosa independencia para pasar a ser un títere de Friedlander Bey, aquell-que-mueve-los-hilos, y a trabajar como policia.
Al mismo tiempo que busca la forma de enfrentarse a sí mismo y al nuevo papel que le ha tocado adoptar, Audran se topa con una implacable ola de terror y violencia que golpea a una persona que ha aprendido a respetar. Buscando venganza, Audrán descubre verdades ocultas sobre su propia historia que cambiarán el curso de su propia vida para siempre.
Un fuego en el Sol

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—Estamos buscando a un tipo.

El camarero nos miró por encima del grifo.

—Aquí no lo encontraréis.

—¿Ah, no? —Nos puso las bebidas delante y pagué—. Un americano, puede que se esté recuperando…

El camarero agarró el billete de diez kiams que le entregué. No me devolvió cambio.

—Mira, tío, no respondo a preguntas, sirvo cervezas. Y si hubiera entrado algún americano, probablemente estos tipos lo habrían hecho pedazos.

Di un trago de la fría cerveza y eché un vistazo a la sala. Quizá Jawarski no estuviera en aquel bar. Quizá se escondiera en el piso superior del edificio, o en los aledaños.

—Vale —dije, dirigiéndome al camarero—, no ha estado aquí, pero ¿has visto a algún americano por el barrio últimamente?

—¿No me has oído? No respondo a preguntas.

Era el momento de sacar el persuasor oculto. Extraje un billete 249de cien kiams y se lo pasé por las narices al camarero. No hizo falta decir más.

Me miró a los ojos. Era claro que le carcomía la indecisión. Al fin dijo:

—Dame el dinero.

Le miré con una sonrisa tensa.

—Míralo un poco más. Quizá te refresque la memoria.

—Bueno, para de exhibirlo, tío. ¿Quieres que acabemos los dos hechos trizas?

Puse la mano sobre la barra y lo tapé con la mano. Esperé. El camarero se alejó un momento. Cuando regresó me dio un pedazo de cartón.

Lo cogí, tenía escrita una dirección. Le enseñé el cartón a Saied.

—¿Sabes dónde está? —le pregunté.

—Sí —dijo con voz sombría—, está a dos manzanas de la casa de Abu Adil.

—Parece correcto. —Le di los cien kiams al camarero, que los hizo desaparecer. Saqué la pistola estática para que la viera—. Si me has tomado el pelo, regresaré y usaré esto contigo. ¿Lo entiendes?

—Está en esa dirección —dijo el camarero—. Lárgate de aquí y no vuelvas.

Guardé la pistola y me abrí paso a empujones hacia la puerta. Cuando estábamos en la acera, miré a Medio Hajj.

—¿Lo ves? No ha sido tan malo.

Me miró con desesperación.

—Quieres que te acompañe a buscar a Jawarski, ¿no?

Me encogí de hombros.

—No, ya he pagado a alguien para que lo haga. No quiero acercarme a Jawarski si lo puedo evitar.

Saied estaba furioso.

—¿Quieres decir que me has hecho pasar toda esa angustia y me has arrastrado hasta este lugar para nada?

Abrí la puerta del coche.

—Hey, no ha sido para nada —dije sonriendo—. Seguro que Alá piensa que fue bueno para nuestra alma.

16

Me dirigía hacia el norte en el sedán westfaliano, lejos de Hâmidiyya. Tenía conectado el daddy de inglés y hablaba por teléfono con Morgan.

—Lo he encontrado —dije.

—Fantástico, tío. —El americano parecía contrariado—. ¿Significa eso que no cobraré el resto del dinero?

—Te diré lo que haremos. Te daré los otros quinientos si haces de niñera de Jawarski unas horas. ¿Tienes pistola?

—Sí. ¿Quieres que la use?

La idea era muy tentadora.

—No. Sólo quiero que no le quites ojo. —Le leí la dirección del trozo de cartón—. No le dejes salir. Mantenlo allí hasta que yo llegue.

—Claro, tío —dijo Morgan—, pero no tardes todo el día. No me hace gracia la idea de estar todo el día pendiente de un tipo que se ha cargado a veintitantas personas.

—Confío en ti. Te llamaré más tarde.

Colgué el teléfono.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Saied.

No quería decírselo porque a pesar de su sincera confesión y sus disculpas, aún no confiaba en él.

—Te voy a llevar otra vez al bar de Courane. ¿O prefieres que te deje en alguna parte del Budayén?

—¿No puedo ir contigo?

Me reí con frialdad.

—Tengo que visitar a tu rey de la mafia favorito, Abu Adil. ¿Todavía estáis en buenas relaciones?

—No lo sé —dijo Medio Hajj nervioso—. Pero quizá deba regresar a Courane. Tengo que decirles algo a Jacques y a Mahmoud.

—Apuesto a que sí.

—Además, no tengo por qué volver a ver al bastardo de Umar otra vez.

Saied pronunciaba el nombre «Himmar», cambiando un poco la vocal y aspirándola. Era un juego de palabras árabe. La palabra Himmar significa «asno», y los árabes consideran al asno uno de los animales más inmundos de la creación. Era una manera inteligente de insultar a Umar y, con Rex enchufado, Medio Hajj era capaz de habérselo soltado a la cara de Abdul-Qawy. Ésa podía ser una de las razones por las que ya no era popular en Hámidiyya.

Permaneció en silencio unos instantes.

—Marîd —dijo por fin—. Lo que te he dicho es la verdad. Cometí un error, cambiándome de chaqueta de ese modo. Pero nunca firmé ningún contrato con Friedlander Bey, no creí hacer daño a nadie.

—Casi me matan dos veces, colega. Primero el fuego, después Jawarski.

Dejé el coche en la curva, fuera de Courane. Saied estaba patético.

—¿Qué quieres que te diga? —suplicó.

—No tienes que decir nada. Te veré más tarde.

Asintió y salió del coche. Le observé entrar en el bar de Courane, luego me desconecté el moddy de tipo duro. Me dirigí en dirección nordeste hacia la casa de Papa. Antes de enfrentarme con Abu Adil debía ocuparme de dos o tres cosas.

Encontré a Kmuzu en nuestras habitaciones provisionales, trabajando en mi ordenador Chhindwara. Levantó la vista al oírme entrar en la habitación.

—¡Ah, yaa Sidi! — dijo, más satisfecho que nunca—. Tengo buenas noticias. Organizar una distribución benéfica de alimentos costará menos de lo que me esperaba. Supongo que me disculparás por examinar tu situación financiera, pero he descubierto que tienes dos veces más de lo que necesitamos.

—¿Qué insinúas, Kmuzu? Sólo voy a abrir un lugar de comidas de beneficencia, no dos. ¿Ya has hecho un presupuesto?

—Con el dinero que ganas en una noche en el local de Chiriga podemos mantener el centro de comidas toda una semana.

—Fantástico, me alegro de oírlo. Me preguntaba por qué te hace tanta ilusión este proyecto. ¿Por qué significa tanto para ti?

La expresión de Kmuzu se tornó obstinadamente neutra.

—Simplemente me siento responsable de tu educación moral cristiana.

—No me lo trago.

Desvió la mirada.

—Es una larga historia, yaa Sidi. No deseo contártela ahora.

—Muy bien, Kmuzu. Tal vez en otra ocasión.

—Tengo información sobre el incendio. Te dije que encontré una prueba de que fue provocado. Esa noche, en el pasillo, entre tus habitaciones y las del amo de la casa, descubrí trapos empapados de algún líquido inflamable.

Abrió el cajón del escritorio y sacó restos de tela chamuscada. Se habían quemado en el incendio pero no se destruyeron del todo. Aún se distinguían los dibujos decorativos de estrellas de ocho puntas en rosa pálido y marrón.

Kmuzu sacó otro trozo de tela.

—Hoy he encontrado esto. Obviamente es la misma tela de la que han sacado los trapos.

Examiné la tela más larga, parte de una túnica vieja o una sábana. No cabía la menor duda de que pertenecían al mismo tejido.

—¿Dónde la has encontrado?

Kmuzu volvió a guardar los trapos en el cajón del escritorio.

—En la habitación del joven Saad ben Salah.

—¿Y qué hacías husmeando por allí? —le pregunté con cierta sorpresa.

Kmuzu se encogió de hombros.

—Buscaba pruebas, yaa Sidi. Y creo que he hallado las suficientes corno para estar seguros de la identidad del incendiario.

—¿El niño? ¿No la propia Umm Saad?

—Estoy convencido de que ordenó a su hijo que provocase el incendio.

La creía muy capaz de hacerlo, pero eso no encajaba.

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