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Lois Bujold: Los cuervos del Zangre

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Lois Bujold Los cuervos del Zangre

Los cuervos del Zangre: краткое содержание, описание и аннотация

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Después de dos años encadenado a un remo en una galera roknari, Lupe de Cazaril, noble de sangre, regresa a su casa en Chalion como un hombre humilde y anónimo, cruelmente marcado por el látigo y las penurias. Sin tierras, con los honores adquiridos en batalla y los viejos rencores casi olvidados, ahora sólo aspira a servir en el mismo castillo en el que una vez fue paje. Sin embargo, los dioses de Chalion parecen haberle reservado otro destino. Tras convertirse en secretario y tutor de Iselle, la nieta de los señores de Chalion, Cazaril se verá pronto implicado en las intrigas, la corrupción y las oscuras tramas de la corte que florecen bajo el débil mandato de Orico. La ambición que rodea el futuro de la joven Iselle y el poder de Chalion le obligarán a enfrentarse de nuevo a los hombres que le traicionaron una vez. En Los cuervos del Zangre, Lois McMaster Bujold vuelve a demostrar su enorme talento a la hora de crear complejas y creíbles tramas políticas, en las que entrelaza a unos personajes tan humanamente imperfectos como memorables.

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– Estoy seguro -dijo Cazaril, con cierta amargura-, de que Dondo tendrá todas las plegarias que se puedan comprar con dinero.

– Eso espero.

– ¿Por qué? ¿Qué…? - ¿Qué ves? ¿Qué sabes?

Umegat miró al techo, e inspiró.

– El espíritu de Dondo fue arrebatado por el demonio de la muerte, pero no ha sido entregado a los dioses. Eso es lo que sabemos. Mi teoría es que el demonio de la muerte no pudo regresar junto a su amo porque se le impidió apoderarse de la segunda alma necesaria para el equilibrio.

Cazaril se humedeció los labios, y preguntó, atemorizado:

– ¿Cómo, se le impidió?

– En el instante de intentarlo, creo que el demonio fue capturado, constreñido, atado, si lo prefieres, por un segundo milagro simultáneo. A juzgar por los colores que emanan de ti, la mano interventora fue la de la santa y graciosa Dama de la Primavera. Si estoy en lo cierto, tanto da que los acólitos del Templo se vayan ahora a la cama, puesto que el espíritu de Dondo no anda suelto. Está ligado al demonio de la muerte, que está ligado a su vez al paradero de la segunda alma. Que sigue ligada a su cuerpo aún con vida. -El dedo de Umegat subió hasta apuntar directamente a Cazaril-. Ahí.

Cazaril se quedó boquiabierto. Se miró la tripa, dolorida y distendida, antes de volver a fijarse en el fascinado… santo. Por un instante, se acordó de los extasiados cuervos de Fonsa. Una violenta negativa le saltó a los labios, y se quedó allí prendida, obstaculizada por su visión interior de la prístina aura de Umegat.

– ¡Yo no recé anoche a la Hija!

– Aparentemente, alguien lo hizo.

Iselle .

– La rósea dijo que había estado rezando. ¿La viste como la he visto yo hoy…? -Cazaril ensayó unos movimientos inarticulados con las manos, sin saber qué palabras emplear para describir aquella arremolinada perturbación-. ¿Es eso lo que ves en mí? ¿Me ve Iselle como la veo yo a ella?

– ¿Ha mencionado algo?

– No. Pero yo tampoco.

Umegat volvió a mirarlo de soslayo.

– ¿Viste alguna vez, cuando estabas en el Archipiélago, esas noches en que el mar está tocado por la Madre? ¿La forma en que refulgía verde la estela que hiende las olas al paso de un barco?

– Sí…

– Esa estela es lo que has visto alrededor de Iselle. El paso de la Hija, igual que una fragancia que se demora en el aire. Lo que veo en ti no es un paso sino una Presencia. Una bendición. Es mucho más intenso. La corona pierde fuerza lentamente, quizá dentro de un par de días dejes de embelesar a los animales sagrados, pero en el centro anida un fuerte núcleo azul de zafiro, que me resulta imposible de sondear. Creo que es algo encapsulado.

Juntó las manos, curvándolas, como quien captura una lagartija viva.

Cazaril tragó saliva, y jadeó.

– ¿Me estás diciendo que la diosa me ha convertido el estómago en una reproducción a escala del vestíbulo del infierno? ¿Que tengo dentro un demonio, y un alma perdida, encerrados juntos como dos serpientes en una botella? -Se llevó las manos crispadas al estómago, como si estuviera dispuesto a rasgarse las entrañas en el acto-. ¿A esto llamas bendición ?

Los ojos de Umegat permanecieron serios, pero arqueó las cejas en un gesto de afinidad.

– Bueno, ¿qué es una bendición más que una maldición vista desde otro ángulo? Por si te sirve de consuelo, me imagino que a Dondo de Jironal todo esto le hace menos gracia que a ti. -Tras cavilar un momento, añadió-: Tampoco creo que el demonio se sienta a gusto.

Cazaril a punto estuvo de convulsionarse en la silla.

– ¡Por los cinco dioses! ¿Cómo me libro de este… este… este horror?

Umegat levantó una mano, conciliador.

– Te… sugiero… que no tengas tanta prisa. Las consecuencias podrían ser un embrollo.

– ¿Qué embrollo? ¿Qué otra cosa puede ser más embrollo que esta monstruosidad?

– Bueno -Umegat se retrepó y juntó las palmas de las manos-, la forma más obvia de acabar con la, ah, bendición, sería que murieras. Una vez libre tu espíritu de su enclave material, el demonio podría llevaros a los dos.

Un escalofrío recorrió a Cazaril, al acordarse de cómo lo habían traicionado los retortijones al saltar de tejado en tejado aquel amanecer. Se refugió de su etílico terror en una sequedad que rivalizaba con la de Umegat.

– Ah, estupendo. ¿No me puede sugerir otro remedio, doctor?

Umegat sonrió fugazmente, y celebró la puya ondeando brevemente los dedos.

– Del mismo modo, si cesara el milagro que albergas en estos momentos… si la Dama levantara la mano -Umegat imitó los gestos de alguien que abre las manos para soltar un ave-, creo que el demonio intentaría completar su destino de inmediato. Tampoco es que tenga otra elección… los demonios del Bastardo carecen de libre albedrío. No se puede discutir con ellos, ni se los puede persuadir. La verdad, no sirve de nada dirigirles la palabra.

– ¡O sea, que me estás diciendo que podría morir en cualquier momento!

– Sí. ¿En qué se diferencia eso de la vida que llevabas ayer? -Umegat ladeó la cabeza, inquisitivo.

Cazaril soltó un bufido. Era un pobre consuelo… pero consuelo al fin y al cabo, por retorcido que fuera. Umegat era un santo sensato, al parecer. Que no era lo que habría esperado Cazaril… ¿acaso había conocido antes a otro santo? ¿Cómo voy a saberlo? Tenía a éste delante de las narices y ni me daba cuenta .

La voz de Umegat adquirió un tinte de curiosidad intelectual.

– Lo cierto es que esto podría responder a una pregunta que me vengo formulando desde hace tiempo. ¿Dispone el Bastardo de una tropa de demonios a su servicio, o de uno solo? Si todos los milagros de la muerte cesaran en el mundo mientras el demonio se encuentre encerrado en tu interior, se corroboraría la singularidad de ese santo poder.

Una risa escalofriante escapó de labios de Cazaril.

– ¡Bien por mi contribución a la teología quintariana! Dioses, Umegat, ¿qué voy a hacer? En mi familia no hay antecedentes de nada de esto, de esta locura de estar tocado por un dios. A mí no se me dan estas cosas. ¡ Yo no soy ningún santo!

Umegat entreabrió los labios, pero volvió a cerrarlos. Al cabo, dijo:

– Uno se termina acostumbrando, con la práctica. La primera vez que fui huésped de un milagro tampoco me hizo mucha gracia, y eso que yo estoy metido en el negocio, por así decirlo. Si me permites un consejo, esta noche, yo que tú me emborracharía como una cuba y me iría a dormir.

– ¿Para levantarme mañana con resaca además de con un demonio en el cuerpo? -Eso sí, tampoco se imaginaba conciliando el sueño de otro modo, como no fuera tras recibir un golpe en la cabeza.

– Bueno, a mí me funcionó, una vez. La resaca merece la pena porque así se te quitan las ganas de hacer cualquier estupidez en una temporada. -La mirada de Umegat se ausentó por un momento-. Los dioses no conceden milagros para servir a nuestros fines, sino a los suyos propios. Si has de convertirte en su herramienta, será por un motivo importante, y urgente. Pero eres la herramienta. No el trabajo. Imagínate el trato que te espera.

Mientras Cazaril seguía intentando, sin éxito, encontrarle algún sentido a aquellas palabras, Umegat se inclinó hacia delante y le llenó la copa de nuevo. Cazaril decidió no resistirse.

Hicieron falta dos vasallos, aproximadamente una hora después, para guiar sus trastabillantes pasos por el húmedo adoquinado del patio del establo, hasta cruzar las puertas y subir las escaleras, donde depositaron su lánguido cuerpo encima de su cama. Cazaril no supo en qué momento exacto se despidió de su atribulada consciencia, pero nunca le había parecido más afortunada aquella separación.

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