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Lois Bujold: Los cuervos del Zangre

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Lois Bujold Los cuervos del Zangre

Los cuervos del Zangre: краткое содержание, описание и аннотация

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Después de dos años encadenado a un remo en una galera roknari, Lupe de Cazaril, noble de sangre, regresa a su casa en Chalion como un hombre humilde y anónimo, cruelmente marcado por el látigo y las penurias. Sin tierras, con los honores adquiridos en batalla y los viejos rencores casi olvidados, ahora sólo aspira a servir en el mismo castillo en el que una vez fue paje. Sin embargo, los dioses de Chalion parecen haberle reservado otro destino. Tras convertirse en secretario y tutor de Iselle, la nieta de los señores de Chalion, Cazaril se verá pronto implicado en las intrigas, la corrupción y las oscuras tramas de la corte que florecen bajo el débil mandato de Orico. La ambición que rodea el futuro de la joven Iselle y el poder de Chalion le obligarán a enfrentarse de nuevo a los hombres que le traicionaron una vez. En Los cuervos del Zangre, Lois McMaster Bujold vuelve a demostrar su enorme talento a la hora de crear complejas y creíbles tramas políticas, en las que entrelaza a unos personajes tan humanamente imperfectos como memorables.

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Parpadeó y se acercó el papel, comenzando a descifrar el galimatías casi en contra de su voluntad. Se trataba de escritura con espejo. Y con un sistema de sustitución de letras… averiguar cuáles sería tedioso. Pero la casualidad de que una palabra corta se repitiera tres veces en la misma página le dio una pista. El mercader había elegido el más infantil de los cifrados, limitándose a correr un puesto cada letra sin molestarse en alterar el patrón a partir de ahí. Sólo que… ésta no era la lengua ibrana que se hablaba, en sus diversos dialectos, en las royezas de Ibra, Chalion y Brajar. Se trataba de darthaco, hablado en las provincias más al sur de Ibra y en la gran Darthaca, al otro lado de las montañas. La caligrafía del hombre era espantosa, su ortografía aún peor, y su domino de la gramática darthaca aparentemente inexistente. A Cazaril iba a resultarle más complicado de lo que había pensado. Necesitaría papel y pluma, un sitio tranquilo, tiempo y buena iluminación si quería encontrarle algún sentido a aquel barullo. Bueno, podía haber sido peor. Podía haber estado cifrado en mal roknari.

Sin embargo, casi con seguridad tenía ante sus ojos los apuntes del hombre referentes a sus experimentos mágicos. De eso estaba seguro Cazaril. Eso bastaría para que lo condenaran y ahorcaran, si no estuviera muerto ya. Las penas por practicar -no, por intentar practicar- la magia de la muerte eran feroces. El castigo por hacerlo con éxito solía considerarse generalmente redundante, puesto que Cazaril no sabía de ningún caso de asesinato mágico que no se hubiera cobrado la vida del hechicero. Cualquiera que fuese el vínculo por el que el practicante obligaba al Bastardo a enviar uno de sus demonios al mundo, éste regresaba siempre con dos almas o con ninguna.

En tal caso, tendría que haberse producido otra muerte anoche en Baocia… Por su naturaleza, la magia de la muerte no era demasiado popular. No consentía sustitutos ni artificios en su siega de doble filo. Matar significaba morir. Cuchillo, espada, veneno, garrote, casi cualquier otro método constituía una opción mejor si quería uno sobrevivir a su propio intento de asesinato. Pero, engañados o desesperados, los hombres seguían intentándolo de vez en cuando. Este libro debía llegar a manos del divino rural, sin duda, para que hiciera entrega de él a cualquiera que fuese el superior del Templo de los dioses que terminara investigando el caso para la royeza. Cazaril frunció el ceño y se sentó, cerrando el frustrante volumen.

La calidez del vapor, el ritmo del trabajo y las voces de las mujeres, y su agotamiento lo empujaron a recostarse, a recogerse en el banco con el libro de almohada bajo su mejilla. Cerraría los ojos sólo un momento…

Se despertó sobresaltado y con tortícolis, con los dedos cerrados en torno a un inesperado trozo de lana… una de las lavanderas lo había arropado con una manta. Un involuntario suspiro de gratitud escapó de su garganta ante aquel generoso favor. Se incorporó, fijándose en la dirección de la luz. El patio estaba ahora casi en penumbra. Debía de haber dormido casi durante toda la tarde. El sonido que lo había despertado era el choque de sus botas limpias y, hasta donde era posible, lustradas, que la lavandera había soltado en el suelo. Depositó la pila de ropa doblada de Cazaril, pulcra y vergonzosa a un tiempo, en el banco junto a él.

Recordando la reacción del mozo de los baños, Cazaril preguntó tímidamente:

– ¿Hay una habitación en la que pueda cambiarme, señora? - En privado .

La mujer asintió con cordialidad y lo condujo a un modesto dormitorio en la parte trasera de la casa, donde lo dejó a solas. La luz entraba por el ventanuco procedente del oeste. Cazaril ordenó su ropa limpia y observó con aversión los harapos que había llevado encima durante semanas. Un espejo ovalado de pie en la esquina, el adorno más lujoso de la estancia, le ayudó a decidirse.

Tentativamente, con otra oración de gracias al espíritu del difunto en cuyo inesperado heredero se había convertido, se puso los limpios pantalones de tartán, la fina camisa con bordados, el abrigo de lana marrón -todavía caliente por la plancha, aunque las costuras conservaban una cierta humedad- y por último la capa chaleco negra, que cayó con rica profusión de tela y destellos plateados hasta sus tobillos. Las ropas del muerto eran lo bastante largas, si bien holgadas sobre la enjuta percha de Cazaril. Se sentó en la cama y se calzó las botas, deformados los tacones y desgastadas las suelas hasta ser poco más que una rugosidad de tejido. No se había mirado en ningún espejo mayor o mejor que un trozo de acero bruñido desde hacía… ¿tres años? Éste era de cristal, y se podía ladear para verse la mitad del cuerpo cada vez, de los pies a la cabeza.

Un desconocido le devolvió la mirada. Por los cinco dioses, ¿cuándo me han salido canas en la barba? Tanteó el pulcro recorte con una mano temblorosa. Al menos el pelo recién cortado no había comenzado a alejarse de su frente, no mucho. Si Cazaril hubiera tenido que calificarse de mercader, lord o erudito así ataviado, habría optado por la última opción; uno de los más fanáticos, con los ojos hundidos y algo chiflado. Su atuendo necesitaba cadenas de oro o plata, sellos, un buen cinturón con remaches o joyas, gruesos anillos con piedras refulgentes, para proclamarlo de una categoría superior. Aunque las líneas vaporosas le favorecían, pensó. Se enderezó un poco más.

En cualquier caso, el vagabundo había desaparecido. En cualquier caso… no era éste un hombre que fuera a solicitar un puesto de pinche al cocinero de un castillo.

Había planeado alquilar una cama esa noche en una posada con el resto de sus vaidas y presentarse ante la provincara por la mañana. Intranquilo, se preguntó si se habría propagado mucho el rumor del propietario de los baños. Y si le negarían la entrada en cualquier casa segura y respetable…

Ahora, esta noche. Adelante . Subiría hasta el castillo y saldría de dudas sobre si podía solicitar refugio o no. No puedo soportar otra noche de inquietud . Antes de que faltara la luz. Antes de que me falten las fuerzas .

Volvió a guardar el cuaderno de notas en el bolsillo interior de la capa chaleco negra que aparentemente lo había ocultado antes. Olvidándose del atuendo del vagabundo, apilado encima de la cama, dio media vuelta y salió de la habitación.

2

Mientras Cazaril cubría el último tramo de pendiente que lo separaba de las puertas del castillo, se arrepintió de no haber podido proveerse de una espada. Los dos guardias ataviados con la librea verdinegra del provincar de Baocia asistían a su desarmado acercamiento sin evidenciar signos de alarma, pero también sin evidenciar el interés alerta que presagiaría respeto. Cazaril saludó al que exhibía la insignia de sargento en el sombrero con un ademán austero y calculado. Reservaba el servilismo que había practicado mentalmente para otra puerta, no ésta, no si esperaba llegar más lejos. Cuando menos, merced a la lavandera, había podido informarse de los nombres que necesitaba.

– Buenas noches, sargento. Vengo a ver al castellano, sir de Ferrej. Me llamo Lupe de Cazaril. -Dejando que el sargento dilucidara, a poder ser erróneamente, si había sido convocado.

– ¿A propósito de qué, sir? -preguntó el sargento, educado pero sin mostrarse impresionado.

Cazaril enderezó los hombros; no sabía de qué olvidado cuarto trastero del fondo de su alma brotaba su voz, pero brotó seca e imperiosa de todos modos:

– A propósito de él, sargento.

Automáticamente, el sargento se puso firme.

– Sí, señor. -Su gesto indicó a su compañero que adoptara un aire marcial, y él hizo señas a Cazaril para que lo siguiera a través de las puertas abiertas-. Por aquí, sir. Preguntaré si el alcaide puede verlo.

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