—La Vieja Tata te ha estado contando historias otra vez —dijo su señor padre con una sonrisa—. La verdad es que ese hombre rompió su juramento, desertó de la Guardia de la Noche. No existe ser más peligroso. El desertor sabe que, si lo atrapan, se puede dar por muerto, así que no se detendrá ante ningún crimen por espantoso que sea. Pero no me has entendido. No te pregunto por qué el hombre debía morir, sino por qué tenía que ajusticiarlo yo en persona.
—El rey Robert tiene verdugos —dijo Bran, inseguro. No sabía la respuesta.
—Cierto —admitió su padre—. Igual que los reyes Targaryen, que reinaron antes que él. Pero nuestras costumbres son las antiguas. La sangre de los primeros hombres corre todavía por las venas de los Stark, y creemos que el hombre que dicta la sentencia debe blandir la espada. Si le vas a quitar la vida a un hombre, tienes un deber para con él, y es mirarlo a los ojos y escuchar sus últimas palabras. Si no soportas eso, quizá es que ese hombre no merece morir.
»Algún día, Bran, serás el banderizo de Robb, tendrás tierras propias y deberás defenderlas en nombre de tu hermano y de tu rey, y te corresponderá hacer justicia. Cuando llegue ese día, no te resultará grato, pero no debes apartar la vista. El gobernante que se esconde tras ejecutores a sueldo olvida pronto lo que es la muerte.
En aquel momento, Jon reapareció en la cima de la colina que se alzaba ante ellos.
—¡Padre, Bran, venid, deprisa! ¡Mirad lo que ha encontrado Robb! —les gritó agitando los brazos y volvió a desaparecer.
—¿Algún problema, mi señor? —preguntó Jory que se les había acercado cabalgando.
—No me cabe duda —respondió su padre—. Venga, vamos a ver qué nueva travesura se les ha ocurrido ahora a mis hijos.
Puso el caballo al trote. Jory, Bran y los demás lo siguieron. Robb estaba en el extremo norte del puente y Jon seguía a caballo, a su lado. Las nevadas de las postrimerías del verano habían sido copiosas aquella última luna. Robb estaba hundido hasta las rodillas en la nieve; se había echado la capucha hacia atrás y el sol le arrancaba reflejos del pelo. Acunaba algo en el brazo, y los dos chicos hablaban en susurros emocionados.
Los jinetes avanzaron con cautela entre los ventisqueros, siempre buscando los puntos firmes en aquel terreno oculto y desigual. Jory Cassel y Theon Greyjoy fueron los primeros en llegar junto a los chicos. Greyjoy reía y bromeaba mientras cabalgaba. Bran oyó su exclamación ahogada.
—¡Dioses! —se le escapó a Greyjoy, mientras trataba de controlar a su caballo y al mismo tiempo desenvainar la espada.
—¡Aléjate de eso, Robb! —gritó Jory, que ya la había empuñado, con la montura encabritada.
—No te hará daño, Jory —dijo Robb con una sonrisa mientras alzaba la vista del bulto que llevaba en brazos—. Está muerta.
Para entonces Bran ya estaba consumido de curiosidad. Habría espoleado al poni, pero su padre lo obligó a desmontar junto al puente para acercarse a pie. Bran se bajó de un salto y echó a correr.
Jon, Jory y Theon Greyjoy ya habían desmontado también.
—Por los siete infiernos, ¿qué es eso? —preguntó Greyjoy.
—Un lobo —le dijo Robb.
—Un monstruo —replicó Greyjoy—. ¡Qué tamaño!
El corazón de Bran latía a toda velocidad. Avanzó por un ventisquero que le llegaba a la cintura para ir junto a su hermano.
Había una forma muerta, enorme y oscura, semienterrada en la nieve manchada de sangre. El tupido pelaje gris estaba lleno de cristales de hielo, y el hedor de la corrupción lo envolvía como el perfume de una mujer. Bran divisó unos ojos ciegos en los que reptaban los gusanos y una boca grande llena de dientes amarillentos. Pero lo que más lo impresionó fue el tamaño que tenía. Era más grande que su poni, el doble que el mayor sabueso de las perreras de su padre.
—No es ningún monstruo —dijo Jon con calma—. Es una loba huargo. Son mucho más grandes que los otros lobos.
—Hace doscientos años que no se ve un lobo huargo al sur del Muro —dijo Theon Greyjoy.
—Pues ahora estoy viendo uno —replicó Jon.
Bran consiguió apartar los ojos del monstruo. Solamente en aquel momento advirtió el bulto en brazos de Robb. Dejó escapar un grito de emoción y se acercó. El cachorro no era más que una bolita de pelaje gris negruzco, todavía no había abierto los ojos. Hociqueaba a ciegas contra el pecho de Robb, buscando leche entre los pliegues de cuero de sus ropas, sin dejar de gimotear. Bran extendió la mano, titubeante.
—Vamos —le dijo Robb—. Tócalo, no pasa nada.
Bran hizo una caricia rápida y nerviosa al cachorro, y se volvió al oír la voz de Jon.
—Toma. —Su medio hermano le puso un segundo cachorro en los brazos—. Hay cinco.
Bran se sentó en la nieve y apretó al cachorro contra el rostro. Tenía un pelaje suave y cálido que le acariciaba la mejilla.
—Lobos huargos en el reino, después de tantos años —murmuró Hullen, el caballerizo mayor—. Esto no me gusta.
—Es una señal —dijo Jory.
—No es más que un animal muerto, Jory —dijo el padre de los niños con el ceño fruncido. Parecía preocupado. La nieve crujió bajo sus botas cuando caminó en torno al cuerpo—. ¿Qué la mató?
—Tiene algo en la garganta —señaló Robb, orgulloso de haber dado con la respuesta aun antes de que su padre formulara la pregunta—. Ahí, justo debajo de la mandíbula.
Su padre se arrodilló y palpó bajo la cabeza de la bestia. Dio un tirón, y alzó el objeto para que los demás lo vieran. Era un fragmento de dos palmos de asta de venado, ya sin puntas, empapado en sangre.
Se hizo un silencio repentino en el grupo. Los hombres contemplaron el asta, intranquilos, y ninguno se atrevió a decir nada. Hasta Bran se dio cuenta de que tenían miedo, aunque no comprendía por qué.
—Es increíble que viviera lo suficiente para parir —dijo su padre mientras tiraba a un lado el asta y se limpiaba las manos en la nieve. Su voz rompió el hechizo.
—Quizá no vivió tanto —dijo Jory—. Se dice… A lo mejor ya estaba muerta cuando nacieron los cachorros.
—Nacidos de la muerte —intervino otro hombre—. Peor suerte aún.
—No importa —dijo Hullen—. Pronto estarán muertos ellos también.
Bran dejó escapar un grito de consternación.
—Cuanto antes mejor —asintió Theon Greyjoy y desenvainó la espada—. Trae aquí a esa bestia, Bran.
—¡No! —exclamó Bran con ferocidad. El animalito se había apretado contra él como si pudiera oír y comprender—. ¡Es mío!
—Aparta esa espada, Greyjoy —dijo Robb. Por un momento, su voz sonó tan imperiosa como la de su padre, como la del señor que sería algún día—. Nos vamos a quedar con los cachorros.
—Es imposible, chico —dijo Harwin, que era hijo de Hullen.
—Les haremos un favor matándolos —dijo Hullen.
Bran alzó la vista hacia su padre, implorante, pero sólo encontró un ceño fruncido.
—Lo que dice Hullen es verdad, hijo. Es mejor una muerte rápida que agonizar de frío y hambre.
—La perra de Ser Rodrik parió otra vez la semana pasada —dijo Robb, que se resistía, testarudo—. Fue una camada pequeña, sólo vivieron dos cachorros. Tendrá leche de sobra.
—Los matará en cuanto intenten mamar.
—Lord Stark —intervino Jon. Resultaba extraño que se dirigiera a su padre de manera tan formal. Bran lo miró, aferrándose a aquella última esperanza—. Hay cinco cachorros —siguió—. Tres machos y dos hembras.
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