El ruido se convirtió en un tamborileo con eco al cruzar el puente levadizo hacia el patio de entrada al castillo. Después, el tamborileo se transformó en un repiqueteo apremiante contra los adoquines del patio. Will tiró con suavidad de las riendas y Tirón se deslizó hasta detenerse junto a la entrada de la torre del barón Arald.
Los dos hombres de armas que estaban allí de servicio, sorprendidos por su repentina aparición a ritmo suicida, dieron un paso al frente y le cerraron el camino con sus picas cruzadas.
—¡Un momento! —dijo uno de ellos, un cabo—. ¿Adonde crees que vas con tanto ruido y tanta prisa?
Will abrió la boca para responder pero, antes de que pudiera articular palabra, una voz enojada tronó a su espalda.
—¿Qué demonios crees que haces, idiota? ¿Es que no reconoces a un montaraz del rey cuando lo ves?
Era sir Rodney, que atravesaba el patio a grandes zancadas para ver al barón. Los dos centinelas se cuadraron mientras Will se giraba, agradecido, al maestro de combate.
—Sir Rodney —dijo—, tengo un mensaje urgente para lord Arald y para usted.
Como Halt había señalado tras la caza del jabalí, el maestro de combate era un hombre inteligente. Se fijó en las alborotadas ropas de Will, los dos caballos polvorientos, quietos, con la cabeza gacha de cansancio. Advirtió que aquél no era momento para un montón de preguntas estúpidas. Señaló en dirección a la puerta.
—Entonces, será mejor que entres y nos lo cuentes —se volvió a los centinelas—. Reencárguense de que atiendan a estos caballos. Que les den pienso y agua.
—No demasiada cantidad de ninguno de los dos, por favor, sir Rodney —dijo Will rápidamente—. Sólo un poco de grano y agua, y quizás pudiera pedir que los cepillasen. Los volveré a necesitar pronto.
Las cejas de Rodney se levantaron ante aquello. Will y los caballos parecían necesitar un largo descanso.
—Sí que debe de haber una urgencia —dijo, añadiendo al cabo—: Vaya entonces a atender a los caballos. Y que traigan comida al estudio del barón Arald y una jarra de leche fría.
Los dos caballeros silbaron de asombro cuando Will les contó las novedades. Ya les había llegado la noticia de que Morgarath estaba reuniendo su ejército y el barón había enviado a sus mensajeros para formar sus propias tropas, tanto caballeros como hombres de armas. Sin embargo, la información sobre los kalkara era algo totalmente distinto. Ningún indicio de aquello había llegado al castillo de Redmont.
—¿Dices que Halt piensa que pueden ir tras el rey? —preguntó el barón Arald conforme Will terminó de hablar.
Will asintió, después vaciló antes de añadir:
—Sí, mi señor. Pero creo que hay otra posibilidad —se resistía a continuar, pero el barón le hizo un gesto para que prosiguiese y finalmente expresó la sospecha que se había ido levantando en su interior durante el largo período de la noche y el día—. Señor… creo que existe la posibilidad de que vayan tras el propio Halt.
Una vez que hubo expresado la sospecha y que había sacado el miedo al exterior para que fuera valorado y analizado, se sintió mucho mejor. Para sorpresa de Will, el barón Arald no descartó la idea. Se acarició la barba pensativo mientras digería las palabras.
—Continúa —dijo, esperando escuchar el razonamiento de Will.
—Es sólo que Halt tuvo la sensación de que Morgarath podría estar buscando venganza, buscando castigar a aquellos que le combatieron la última vez. Y pensé que Halt, probablemente, le causó el mayor daño de todos, ¿no?
—Eso es bastante cierto —dijo Rodney.
—Y pensé que quizás los kalkara sabían que los estábamos siguiendo, el hombre de la llanura tuvo todo el tiempo del mundo para encontrarlos y contárselo. Y que podía ser que estuvieran conduciendo a Halt hasta que dieran con un lugar para una emboscada. Así que, aunque él piensa que les está dando caza, es él quien está siendo cazado.
—Y las ruinas de Gorlan son un sitio ideal para ello —reconoció Arald—. En aquel montón de rocas podrían caer sobre él antes de que tuviese una oportunidad de usar ese arco largo suyo. Bien, Rodney, no hay tiempo que perder. Tú y yo nos iremos de inmediato. Media armadura, creo yo. Iremos más rápido así. Lanzas, hachas y espadones. Y llevaremos dos caballos cada uno, en eso seguiremos el ejemplo de Will. Nos marcharemos en una hora. Que Karel reúna a otros diez caballeros y que nos siga tan pronto como pueda.
—Sí, mi señor —respondió el maestro de combate.
El barón Arald se volvió de nuevo hacia Will.
—Has hecho un buen trabajo, Will. Nosotros nos ocuparemos ahora de esto. En cuanto a ti, mira a ver si puedes coger ocho horas seguidas de buen sueño.
Agotado, con cada músculo y cada articulación dolorida, Will se levantó.
—Me gustaría ir con ustedes, mi señor —dijo. Tuvo la sensación de que el barón estaba a punto de mostrar su desacuerdo y se apresuró a añadir—: Señor, ninguno de nosotros sabe lo que va a pasar y Gilan anda por ahí fuera a pie. Además… —vaciló.
—Continúa, Will —dijo el barón en tono tranquilo, y, cuando el muchacho levantó la vista, Arald vio el temple en sus ojos.
—Halt es mi maestro, señor, y está en peligro. Mi sitio está junto a él —dijo Will.
El barón le evaluó con inteligencia y acto seguido tomó una decisión.
—Muy bien. Por lo menos puedes descansar durante una hora. Hay un catre en aquel anejo de allí —indicó una sección del estudio separada con una cortina—. ¿Por qué no lo usas?
—Sí, señor —dijo agradecido.
Sentía los ojos como si le hubieran restregado puñados de arena en ellos. Nunca en su vida había estado tan contento de obedecer una orden.
Elena Durante aquella larga tarde, Will sintió como si se hubiera pasado la vida entera en la silla, siendo su único descanso los cambios de un caballo a otro cada hora. Una breve pausa para desmontar, aflojar las cinchas del caballo que había estado montando, apretar las del caballo que iba detrás y montarse de nuevo para continuar. Una y otra vez se maravillaba ante la sorprendente resistencia mostrada por Tirón y Blaze mientras mantenían su galope moderado. Tuvo incluso que frenarlos un poco para mantener el paso de los caballos de combate que montaban los dos caballeros. Tan grandes, poderosos y entrenados para la guerra como estarían, no podrían igualar el ritmo constante de los caballos de los montaraces, a pesar del hecho de estar frescos cuando la pequeña partida abandonó el castillo de Redmont.
Cabalgaron sin hablar. No había tiempo para la charla ociosa, e incluso si lo hubieran tenido, les habría resultado difícil oírse los unos a los otros por encima del sonido atronador de los cuatro pesados caballos de combate al cabalgar, el soniquete más ligero de los cascos de Tirón y Blaze y el traqueteo constante del equipamiento y las armas que llevaban.
Ambos hombres portaban lanzas largas de guerra —duras pértigas de fresno de más de tres metros de longitud, rematadas con una punta pesada de hierro—. Además, cada uno llevaba un montante atado a la silla —espadones enormes que se manejaban con las dos manos y que hacían que las espadas de uso normal, cotidiano, pareciesen miniaturas— y Rodney tenía un hacha pesada de combate colgada del faldón trasero derecho de su silla. Era en las lanzas, sin embargo, donde ellos tenían depositada su mayor confianza. Mantendrían a los kalkara a cierta distancia y así reducirían las posibilidades de que los caballeros se pudieran quedar paralizados por la mirada aterradora de las dos bestias. Al parecer, la mirada hipnótica sólo era efectiva en las distancias cortas. Si un hombre no podía verles los ojos con claridad, había muy pocas probabilidades de que su visión le inmovilizara.
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