El propio viento casi parecía ser una presencia viva. Les crispaba los nervios, soplando de forma constante e invariable desde el oeste, inclinando la hierba alta a su paso según barría el terreno plano de la Llanura Solitaria.
—¿Veis ahora por qué la llaman la Llanura Solitaria? —dijo Halt a los otros dos, deteniendo a Abelard para que pudieran llegar a su altura—. Cuando cabalgas con este viento condenado, te sientes como si fueras la única persona que quedase viva sobre la Tierra.
Will pensó que era cierto. Se sintió pequeño e insignificante frente al vacío de la llanura. Y a la sensación de insignificancia se sumaba la sensación de impotencia. El páramo por el que cabalgaban parecía insinuar la presencia de fuerzas arcanas —fuerzas muy superiores a sus propias aptitudes—. Incluso Gilan, normalmente alegre y lleno de vida, parecía afectado por la atmósfera pesada y deprimente del lugar. Sólo Halt parecía inmutable. Adusto y taciturno como siempre.
Poco a poco, según cabalgaban, Will fue advirtiendo una sensación inquietante. Algo andaba merodeando, justo fuera del alcance de su percepción consciente. Algo que le hacía sentirse intranquilo. No pudo aislarlo, ni siquiera fue capaz de decir de dónde venía o la forma que tenía. Estaba ahí, siempre presente. Cambió de postura en la silla, erguido sobre los estribos para escrutar el monótono horizonte en la esperanza de poder divisar el origen de aquello. Halt se fijó en el movimiento.
—Lo has notado —dijo—. Son las Flautas de Piedra.
Y, ahora que Halt lo había dicho, Will se dio cuenta de que era un sonido —tan tenue y tan continuo que no había podido aislarlo como tal— lo que había estado generando la sensación de intranquilidad en su cabeza y el tenso encogimiento de miedo en el estómago. O quizás era sólo como Halt acababa de decir: habían entrado en el rango de alcance de las Flautas de Piedra. Porque ahora lo podía aislar. Se trataba de una serie de notas musicales sin melodía, todas tocadas al tiempo. Creaban un chillón sonido disonante que erizaba los nervios y alteraba la mente. Su mano izquierda trepó con discreción hasta la empuñadura de su cuchillo saxe mientras cabalgaban, y obtuvo consuelo en el tacto sólido y fiable del arma.
Continuaron durante la tarde, con la apariencia de no estar avanzando a través de la llanura vacía y monótona. Con cada paso, los horizontes detrás y delante de ellos no parecían ni acercarse ni alejarse. Era como si estuviesen marcando el paso en un mundo vacío. El sonido constante del lamento de las Flautas de Piedra les acompañaba todo el día, en aumento gradual según viajaban. Era el único signo de que estuvieran avanzando. Las horas pasaron y el sonido continuó, y a Will no le resultó sencillo aguantarlo. Le mantenía en tensión, con los nervios constantemente de punta. Cuando el sol comenzó a esconderse por el límite oeste, Halt detuvo a Abelard.
—Descansaremos durante la noche —anunció—. Es casi imposible mantener un recorrido constante en la oscuridad. Sin ningún accidente significativo en el terreno para fijar un camino, podríamos acabar cabalgando en círculos fácilmente.
Agradecidos, los otros desmontaron. Por muy en forma que estuvieran, las horas transcurridas al paso de marcha forzada les habían dejado hechos polvo. Will comenzó a explorar los arbustos raquíticos que crecían en la llanura, en busca de leña. Halt, que se dio cuenta de lo que tenía en mente, meneó la cabeza.
—Sin fuego —dijo—. Seríamos visibles desde kilómetros de distancia y no tenemos ni idea de quién puede estar vigilando.
Will se detuvo al tiempo que dejaba caer al suelo el pequeño fardo que había reunido.
—¿Te refieres a los kalkara? —dijo.
Halt se encogió de hombros.
—Ellos, o gente de la llanura. No podemos estar seguros de que algunos no se hayan aliado con los kalkara. Después de todo, si vives codo con codo con criaturas como ésas, bien puedes acabar cooperando con ellas sólo para proteger tu propia seguridad. Y no queremos que les cuenten que hay extraños en la llanura.
Gilan estaba desensillando a Blaze, su yegua zaina. Dejó la silla en el suelo y cepilló al animal con un manojo de la omnipresente hierba seca.
—¿No crees que ya nos han visto? —preguntó.
Halt tomó la pregunta en consideración durante unos pocos segundos antes de contestar.
—Podría ser. Hay muchas cosas que no sabemos: dónde tienen los kalkara en realidad su guarida, si las gentes de la llanura son sus aliados o no, si alguno de ellos nos ha visto y les ha informado o no de nuestra presencia. Pero hasta que yo sepa que nos han visto, supondremos que no lo han hecho. Así que, sin fuego.
Gilan asintió renuente.
—Por supuesto, tienes razón —dijo—. Es sólo que, tranquilamente, mataría a alguien por una taza de café.
—Enciende un fuego para prepararla —le dijo Halt— y podrías acabar teniendo que hacer justo eso.
Era una acampada fría, desanimada. Cansados por el duro paso que habían estado manteniendo, los montaraces tomaron una comida fría —pan, frutos secos y carne fría, otra vez—, regada con agua fresca de sus cantimploras. Will estaba empezando a odiar la visión de las duras raciones que llevaban, prácticamente insípidas. Halt inició después el primer turno de guardia mientras Gilan y Will se envolvían en sus capas y se dormían.
No era la primera acampada a la intemperie que Will aguantaba desde que había comenzado su período de entrenamiento. Pero ésta era la primera vez que no contaba con el leve consuelo de un fuego chisporroteante o, al menos, un lecho de carbón caliente junto al que dormir. Durmió de forma irregular, con sueños desagradables que le perseguían por su subconsciente, sueños de criaturas aterradoras, cosas extrañas y terroríficas que permanecían fuera de su conciencia, pero tan cerca de la superficie que sentía su presencia, y le alteraban.
Se sintió casi agradecido cuando Halt le sacudió el hombro con suavidad para despertarle y que hiciera su guardia.
El viento hacía cruzar raudas las nubes ante la luna. El quejumbroso canto de las Flautas de Piedra se oía más que nunca. Will se sintió cansado de espíritu y se preguntó si las piedras no habrían sido diseñadas para abatir de esa manera a la gente. La hierba alta a su alrededor siseaba en contrapunto del lejano lamento. Halt señaló hacia un punto en el cielo, indicando un ángulo de elevación que Will debía recordar.
—Cuando la luna alcance ese ángulo —dijo al aprendiz—, pásale la guardia a Gilan.
Will asintió y se puso en pie para estirar sus músculos agarrotados. Cogió el arco y el carcaj y caminó hacia los arbustos que Halt había elegido como mirador estratégico. Los montaraces en guardia nunca permanecían en el espacio abierto junto a la zona del campamento, sino que siempre se desplazaban diez o veinte metros y encontraban un sitio para ocultarse. De esa forma, los extraños que se acercaran al campamento tendrían menos posibilidades de verlos. Era una de las habilidades que Will había aprendido durante los meses de su entrenamiento.
Tomó dos flechas de su carcaj y las sostuvo entre los dedos de la mano del arco. Las sostendría así durante las cuatro horas de su guardia. Si las necesitaba, no tendría que moverse tanto como para cogerlas del carcaj —movimiento que podría alertar a un atacante—. Se puso entonces la capucha de su capa para confundirse con la forma irregular del arbusto. Su cabeza y sus ojos escrutaban constantemente de un lado a otro como le había enseñado Halt, cambiando el enfoque de modo permanente, desde la zona cercana al campamento hasta el tenue horizonte que los rodeaba. De esa manera, su vista no se fijaría en una distancia y un área y tendría más posibilidades de ver movimiento. De vez en cuando se volvía despacio describiendo un círculo completo, escrutando todo el terreno a su alrededor, y lo hacía lentamente para mantener su propio movimiento tan imperceptible como fuera posible.
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