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John Flanagan: Las ruinas de Gorlan

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John Flanagan Las ruinas de Gorlan
  • Название:
    Las ruinas de Gorlan
  • Автор:
  • Издательство:
    Alfaguara
  • Жанр:
  • Год:
    2008
  • Город:
    Madrid
  • Язык:
    Испанский
  • ISBN:
    978-84-204-7303-1
  • Рейтинг книги:
    5 / 5
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Las ruinas de Gorlan: краткое содержание, описание и аннотация

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Will es un chico de 15 años, bajo para su edad, pero ágil y lleno de energía. Toda su vida ha querido ser guerrero para seguir los pasos de ese padre que nunca llegó a conocer. Cuando le rechazan como aprendiz en la Escuela de Combate del castillo Redmont, se hunde en la desesperación, y aún más todavía cuando le asignan como aprendiz del enigmático Halt para formar parte del Cuerpo de Montaraces. Los montaraces La gente común y corriente teme a los montaraces y cree que son brujos, que su habilidad para moverse sin ser vistos tiene algo que ver con la magia negra. Will comparte ese temor supersticioso, pero mientras su entrenamiento progresa… descubre que las cosas son distintas de como siempre pensó. Cuando se ve envuelto en una conspiración, tiene que utilizar todo el talento para salvar a su compañero y mentor y no perecer en el intento…

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Había más clases tras el almuerzo, después, ejercicios físicos en el patio del castillo ante la vigilancia de uno de los cadetes mayores. Tras esto, la clase se alineaba y realizaba la instrucción en formación cerrada hasta el final de la jornada escolar, momento en el cual tendrían dos horas para sí, para limpiar, reparar el equipo y preparar las lecciones de las clases del día siguiente.

A menos, claro, que alguien hubiera desobedecido a lo largo del día, o hubiera molestado de alguna forma a alguno de sus instructores u observadores, en cuyo caso se invitaba a todos a cargar sus petates con piedras y salir a dar una carrera de doce kilómetros a lo largo de un recorrido planeado a través de los campos de alrededor. Cómo no, el recorrido no pasaba por ningún camino o pista llana de la zona. Implicaba correr por suelos desnivelados, cortados, subir colinas y cruzar riachuelos, por matorrales muy crecidos, donde las lianas y la gruesa maleza los arañaban y los intentaban tumbar.

Horace acababa de terminar una de esas carreras en ese momento. Antes, durante el día, habían pillado a uno de sus compañeros de clase pasándole una nota a un amigo en Tácticas I. Desafortunadamente, no se trataba de una nota escrita, sino de una caricatura poco favorecedora del narigudo instructor que impartía la clase. Con igual infortunio, el muchacho poseía una considerable habilidad como caricaturista y el dibujo era reconocible de inmediato.

En consecuencia, a Horace y a su clase los invitaron a llenar los petates y empezar a correr.

Poco a poco vio cómo el resto de los chicos iban quedando atrás, según subían penosamente la primera colina. Aunque sólo habían transcurrido unos pocos días, el estricto régimen de la Escuela de Combate estaba empezado a dar sus frutos con Horace. Se sentía más en forma de lo que jamás había estado en su vida, a lo que se añadía el hecho de que tenía una habilidad natural como atleta. Aunque no era consciente de ello, corría con estilo y equilibrio allí donde los demás mostraban el esfuerzo. Conforme avanzaba la carrera, se encontró muy por delante del resto. Siguió su ritmo, con la cabeza alta y respirando regularmente por la nariz. Hasta entonces no había tenido muchas oportunidades de llegar a conocer a sus compañeros de clase. Había visto a la mayoría de ellos por el castillo o el pueblo a lo largo de los años, por supuesto, pero crecer en la Sala había tendido a aislarle de la vida normal, del día a día del castillo y el pueblo. Los pupilos no podían evitar sentirse diferentes del resto. Y era una sensación correspondida por los chicos y chicas cuyos padres aún vivían.

La ceremonia de la Elección era propia sólo de los miembros de la Sala. Horace era uno de los veinte nuevos reclutas de aquel año y los otros diecinueve llegaban a través del proceso que se consideraba normal: influencia familiar, mecenazgo o recomendación de sus profesores. Por ese motivo se le consideraba algo así como una curiosidad, y los demás muchachos no habían llevado a cabo ningún acercamiento amistoso o siquiera un verdadero intento de conocerle. De todas formas, pensó él mientras sonreía con macabra satisfacción, les había ganado a todos en la carrera. Ninguno de los demás había regresado aún. Les había dado una lección a todos, muy bien.

La puerta del final del dormitorio chirrió con estruendo sobre sus goznes y unas pesadas botas sonaron contra las tablas del suelo. Horace se incorporó sobre un hombro y gruñó para sí.

Bryn, Alda y Jerome marchaban hacia él entre las ordenadas hileras de camas hechas a la perfección. Eran cadetes de segundo año y parecían haber decidido que su tarea en la vida consistiría en hacerle a Horace la suya imposible. Balanceó con rapidez las piernas por un lado de la cama y se puso en pie, pero no lo suficientemente rápido.

—¿Qué haces tumbado en la cama? —le gritó Alda—. ¿Quién te ha dicho que es la hora de dormir?

Bryn y Jerome sonreían. Disfrutaban con las agudezas verbales de Alda, que estaban muy lejos de ser originales, pero compensaban su carencia de inventiva verbal con una fuerte confianza en el lado físico de las cosas.

—¡Veinte flexiones! —ordenó Bryn—. ¡Ya!

Horace dudó un instante. En realidad él era más grande que cualquiera de ellos. Si se llegaba a un enfrentamiento, estaba seguro de que podía vencer a cada uno. Pero eran tres. Y además, les respaldaba la autoridad de la tradición. Hasta donde él sabía, tratar así a los cadetes de primer año era una práctica normal de los cadetes de segundo año, y se podía imaginar el desprecio de sus compañeros de clase si fuera a quejarse de aquello a la autoridad. A nadie le gustan los lloricas, se dijo mientras comenzaba a agacharse en el suelo. Pero Bryn había visto la duda y quizás incluso la luz fugaz de la rebeldía en sus ojos.

—¡Treinta flexiones! —dijo bruscamente—. ¡Hazlas ya!

Mientras sus músculos protestaban, Horace se extendió por completo en el suelo y comenzó las flexiones. Inmediatamente sintió un pie en la parte baja de la espalda, haciendo presión sobre él cuando intentaba elevarse del suelo.

—¡Vamos, nene! —ahora era Jerome—. ¡Esfuérzate un poco!

Horace consiguió hacer una flexión con gran dificultad. Jerome había desarrollado la habilidad de mantener justo la presión exacta. Un poco más y Horace nunca hubiera sido capaz de completar la flexión. Pero el cadete de segundo año siguió presionando cuando Horace empezó a bajar. Aquello endureció el ejercicio al máximo. Debía mantener la misma presión hacia arriba mientras bajaba, de otro modo se vería lanzado con fuerza contra el suelo. Completó la primera entre gruñidos, acto seguido comenzó la segunda.

—¡Deja de llorar, nene! —le gritó Alda. Después se situó en la cama de Horace—. ¿No hiciste tu cama esta mañana? —gritó.

Horace, mientras hacía el esfuerzo hacia arriba contra la presión del pie de Jerome, sólo era capaz de devolver gruñidos.

—¿Qué? ¿Qué? —Alda se inclinó de forma que su cara quedó sólo a unos centímetros—. ¿Qué dices, nene? ¡Habla alto!

—Sí… señor —consiguió susurrar Horace.

Alda sacudió la cabeza en un movimiento exagerado.

—¡No señor, creo yo! —dijo poniéndose en pie de nuevo—. Mira esta cama, ¡es una pocilga!

Naturalmente, las mantas estaban un poco arrugadas donde Horace se había tumbado, pero le habría llevado sólo un segundo o dos estirarlas. Con una amplia sonrisa, Bryn se dio cuenta del plan de Alda. Se adelantó y le dio una patada a la cama por uno de los lados, esparciendo el colchón, las mantas y la almohada por el suelo. Alda se unió, dando patadas a las mantas por la estancia.

—¡Hazlas todas de nuevo! —gritó, complacido con su idea.

Bryn le acompañó con una gran sonrisa mientras revolvían las veinte camas, repartiendo las mantas, almohadas y colchones por la habitación. Horace, aún en el esfuerzo de las treinta flexiones, apretó los dientes. El sudor se le metió en los ojos, le produjo escozor y le nubló la vista.

—Estás llorando, ¿no, nene? —oyó gritar a Jerome—. ¡Vete a casa y llórale a mamaíta!

Empujó brutalmente el pie sobre la espalda de Horace y le mandó al suelo sin control.

—El nene no tiene mamaíta —dijo Alda—. El nene es un mocoso de la Sala. Mamaíta se marchó con un marinero de agua dulce.

Jerome se inclinó hacia él de nuevo.

—¿Es eso cierto, nene? —siseo—. ¿Se fue mamaíta y te dejó?

—Mi madre está muerta —rechinó Horace.

Enfadado, comenzó a levantarse, pero el pie de Jerome se mantenía en su nuca y le empujaba la cara contra los duros tablones. Horace abandonó el intento.

—Qué triste —dijo Alda, y los otros dos se rieron—. Ahora, limpia este desastre o te obligaremos a hacer el recorrido otra vez.

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