Gene Wolfe - La Urth del Sol Nuevo

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La Urth del Sol Nuevo: краткое содержание, описание и аннотация

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`Severian se ha convertido al fin en el Autarca de la Mancomunidad y está a punto de emprender un viaje a las estrellas en una nave de los hieródulos. El resultado de este viaje —que es también un viaje por el tiempo en el que Severian visita distintos lugares y épocas y se encuentra con personajes del presente y del futuro— determinará el destino de Urth. Si Severian obtiene un juicio favorable los extraterrestres transformarán el Sol viejo en un agujero blanco que dará nueva vida a Urth.

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—Parece que te caíste por el espiráculo… Allí te encontramos. Mejor dicho, te encontró Zak. Y fue a buscarme. —Gunnie movió la cabeza hacia el enano peludo que me había acercado la copa de agua. Antes de eso, supongo que te fulminó algo.

—¿Me fulminó?

—Hubo algún cortocircuito y el arco te quemó. A mí me pasó lo mismo. Mira. —Llevaba una camisa de trabajo gris; se la abrió lo suficiente para mostrarme que tenía la piel entre los pechos chamuscada y cubierta con el mismo ungüento.— Yo estaba trabajando en la central eléctrica. Cuando me quemé me mandaron a la enfermería. Allí me pusieron esto y me dieron un tubo para que siguiera usándolo… Supongo que por eso me buscó Zak. No estás oyendo nada, ¿no?

—Creo que no. —Las paredes de raros ángulos habían empezado a dar vueltas, a girar con lenta dignidad como los cráneos que una vez se habían columpiado a mi alrededor.

—Recuéstate de nuevo que iré a traerte algo de comer. Zak vigilará por si vienen guiñadores. De todos modos parece que hasta aquí no llegó ninguno.

Sentí que debería haberle hecho cien preguntas. Pero mucho más quería echarme a dormir, si el dolor me lo permitía; y antes de pensarlo dos veces ya estaba acostado y medio dormido.

Luego volvió Gunnie con un tazón y una cuchara.

—Atole —me dijo—. Cómetelo. —Sabía a pan rancio hervido en leche, pero estaba caliente y caía bien al estómago. Creo que antes de dormirme de nuevo comí la mayor parte.

Cuando volví a despertarme, el dolor ya no era aquel terrible tormento. Los dientes que había perdido seguían faltando y la boca y la mandíbula me ardían; a un lado de la cabeza tenía un chichón como un huevo de paloma y pese al ungüento se me empezaba a agrietar el brazo derecho. Hacía más de diez años que el maestro Gurloes o uno de los oficiales me había azotado, y descubrí que ya no era tan hábil en desprenderme del dolor.

Procuré distraerme examinando los alrededores. El lugar donde estaba no parecía tanto una cabina como una hendidura en un gran mecanismo, uno de esos lugares, aunque ampliado varias veces, donde se encuentran objetos que parecen llegados de ninguna parte. El techo tenía al menos diez anas de altura y era inclinado. No había puerta que preservara la intimidad o repeliera a los intrusos; desde un rincón entraba un pasillo libre.

Yo estaba acostado en una pila de trapos limpios cerca del rincón opuesto en diagonal. Cuando me senté a mirar en torno, el enano peludo que Gunnie llamaba Zak surgió de las sombras y se acuclilló a mi lado. No habló, pero la postura expresaba preocupación por mi bienestar. Le dije: —Estoy bien, descuida —y con eso se tranquilizó.

La única luz de la cámara entraba por el pasillo; recurrí a ella para examinar lo mejor posible a mi enfermero. Me pareció no tanto un enano como un hombre pequeño, es decir, no tenía una desproporción marcada entre las extremidades y el torso. La cara no era muy distinta de la de cualquier hombre, salvo por la mata de pelo que la ocultaba demasiado, la lujuriosa barba castaña y un bigote más lujurioso aún, ninguno de los cuales parecía haber sido sometido nunca a la tijera. La frente era baja, la nariz algo chata y la barbilla (hasta donde podía imaginarse) menos que prominente. Sin duda era un hombre, debería añadir, y por cierto que totalmente desnudo salvo por la gruesa capa de vello; pero cuando me vio mirarle la entrepierna tomó un trapo de la pila y se lo anudó a la cintura como un delantal.

Con cierta dificultad me puse en pie y eché a renquear por la habitación. Corriendo, él se me adelantó y fue a plantarse en el umbral. Allí todas las líneas de su cuerpo me recordaron a un criado que había visto refrenando a un exultante borracho; me pedía que no hiciese lo que pensaba y al mismo tiempo anunciaba la decisión de su dueño de impedírmelo por la fuerza si insistía.

Yo no era capaz entonces de ningún tipo de esfuerzo y aún menos de despertar en mí ese ánimo temerario que nos predispone a pelear con los amigos cuando no hay adversarios a mano. Titubeé. Él señaló el pasillo y, en un gesto inconfundible, se pasó un dedo por la garganta.

—¿Hay peligro allí? —pregunté—. Probablemente tienes razón. Al lado de esta nave, algunos campos de batalla que he visto parecerían parques públicos. De acuerdo, no saldré.

Con los labios lastimados me costaba hablar, pero al parecer me había entendido y al cabo de un momento sonrió.

—¿Zak? —pregunté señalándolo.

Volvió a sonreír y asintió.

Me toqué el pecho: —Severian.

—¡Severian! —Mostrando unos dientes pequeños y agudos, interpretó con una sonrisa una breve danza de alegría. Alegre todavía, me tomó del brazo izquierdo para llevarme de vuelta a la pila de trapos.

Aunque la mano era morena, parecía brillar tenuemente en la penumbra.

X — Interludio

—Tienes un buen golpe en la cabeza —me dijo Gunnie. Estaba junto a mí, sentada, mirándome comer estofado.

—Lo sé.

—Tendría que haberte llevado a la enfermería, pero andar por afuera es peligroso. Nadie querría ir a ningún lado que otros conozcan.

Asentí. —Menos todavía yo. Dos individuos han intentado matarme. Quizá tres. Posiblemente cuatro.

Me miró como si sospechara que la caída me había tocado el seso.

—Lo digo muy en serio. Uno fue tu amiga Idas. Ahora está muerta.

—Ten, toma un poco de agua. ¿Estás diciendo que Idas era una mujer?

—Sí, una chica.

—¿Y yo no lo sabía? —Gunnie dudó.— ¿No te lo estás inventando?

—Eso no importa. Lo que importa es que trató de matarme.

—Y tú la mataste a ella.

—No, se mató sola. Pero hay por lo menos otro y puede que más de uno. Sin embargo tú no estabas hablando de ellos, Gunnie. Creo que te referías a los que mencionó Sidero, los guiñadores. ¿Quiénes son?

Se frotó con los índices los bordes de los ojos, el equivalente femenino de un gesto de los hombres, rascarse la cabeza.

—No sé explicarlo. Ni siquiera sé si lo entiendo.

Yo dije: —Inténtalo, Gunnie, por favor. Puede ser importante.

Al oír la urgencia de mi tono, Zak abandonó la tarea de vigilar el pasillo y me echó una mirada de preocupación.

—¿Sabes cómo viaja esta nave? —me preguntó Gunnie—. Entrando en el Tiempo y volviendo a salir, y a veces hasta el fin del universo e incluso más lejos aún.

Asentí, rascando el tazón.

—No sé cuántos tripulantes somos. A ti te sonará gracioso, pero no lo sé. La nave es enorme, te das cuenta. El capitán nunca nos reúne a todos. Se tardaría demasiado; para ir todos al mismo lugar habría que caminar días enteros y mientras tanto no habría nadie haciendo el trabajo.

—Comprendo —dije yo.

—Firmamos y nos llevan a una u otra zona. Y allí nos quedamos. Conocemos a los que ya están allí, pero hay muchísimos más que no vemos nunca. El castillo de proa que hay arriba de donde está mi cabina no es el único. Hay otros, montones. Cientos, quizá miles.

—Te pregunté por los guiñadores.

—Estoy intentando contarte. En esta nave es posible que alguien, cualquiera, se pierda para siempre. Y quiero decir lo que digo, para siempre, porque la nave va y viene y con eso al tiempo le pasan cosas raras. Algunos envejecen en la nave y mueren, pero otros trabajan mucho y no envejecen nunca y ganan carradas de dinero, hasta que al fin la nave atraca y se encuentran con que es casi la misma hora que cuando embarcaron, y bajan y resulta que son ricos. Otros se vuelven viejos un rato, y luego más jóvenes. — Vaciló un momento, temerosa de hablar más; luego dijo:—A mí me pasó eso.

—Tú no eres vieja, Gunnie —le dije.

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