Gene Wolfe - La espada del Lictor

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Severian, desterrado por el “pecado” de misericordia, ha llegado a Thrax, la Ciudad de los Cuartos sin Ventanas, y se prepara para desempeñar el papel, a menudo desagradable, de funcionario del gobierno. Los acontecimientos perturbadores se precipitan. Dorcas deja a Severian y vuelve al Lago de los Pájaros. Severian es perseguido por una bestia mortífera. Ha empezado a cuestionarse su oficio de torturador y al fin deja libre a una mujer y escapa de la ciudad. Ya en las montañas sobrevive a otro encuentro con Agia, que pretende vengar la muerte de su hermano, y sigue huyendo en compañía de un niño, huérfano a causa de un alzabo. Más tarde, en una ciudad desierta, la Garra revive a un hombre que había sido enemigo del Conciliador. El niño muere, pero Severian mata al hombre, reparando de este modo una antigua deuda de venganza. Severian se une entonces a las gentes de las islas flotantes, y los ayuda a atacar el castillo donde volverá a encontrarse con Calveros y el doctor Talos.

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Se interrumpió, y volviendo la cabeza, me echó una mirada desafiante; como yo no decía nada, continuó.

—Severian, si resucitaste al ulano fue porque la Garra torció el tiempo para él hasta el momento en que todavía estaba vivo. Si curaste a medias las heridas de tu amigo fue porque estiró el tiempo hasta otro en que ya estarían casi curadas. Y cuando en el jardín del Sueño Infinito caíste en la ciénaga, tiene que haberme tocado o casi tocado, y para mí fue otra vez el tiempo en que había vivido, así que volví a vivir. Pero he estado muerta. Por mucho, mucho tiempo estuve muerta; un cadáver encogido conservado en agua marrón. Y todavía hay en mí algo muerto.

—En todos hay algo que siempre ha estado muerto —dije—. Aunque más no sea porque sabemos que al final moriremos. Todos nosotros salvo los niños muy pequeños.

—Voy a volver, Severian. Ahora lo sé, y es eso lo que he estado tratando de decirte. Tengo que volver y descubrir quién era y dónde vivía y qué me pasó. Sé que tú no puedes acompañarme…

Asentí.

—No te lo estoy pidiendo. Tampoco quiero que lo hagas. Te amo, pero eres otro muerto, un muerto que se ha quedado conmigo y me ha dado amistad como los del lago, pero pese a todo un muerto. Cuando vaya a buscar mi vida no quiero que la muerte me acompañe.

—Lo comprendo —dije.

—Puede que mi hijo siga viviendo… Tal vez sea viejo, pero esté vivo todavía. Tengo que saberlo. —Sí —dije, pero no pude abstenerme de añadir—: Una vez me dijiste que yo no era la muerte. Que no dejase que los demás me convencieran de que yo lo era de veras. Fue detrás del huerto, en los jardines de la Casa Absoluta. ¿Te acuerdas?

—Para mí has estado muerto —dijo ella—. Si lo prefieres, he sucumbido a la trampa contra la cual te previne. Quizá no estés muerto, pero sigues siendo lo que eres, un torturador y un carnicero, con las manos chorreantes de sangre. Ya que recuerdas tan bien aquella vez en la Casa Absoluta, a lo mejor… No puedo decirlo… Fue el Conciliador, o la Garra, o el Increado el que me hizo esto. No tú.

—¿Qué es? —pregunté.

—En el claro, después de que actuáramos, el doctor Talos nos dio dinero. El dinero que había obtenido de un oficial de la corte para representar la obra. Cuando estábamos viajando te lo di todo. ¿Puedes devolvérmelo? Lo necesitaré. Si no todo, al menos una parte.

Volqué en la mesa el dinero que llevaba en el talego. Era tanto como lo que había recibido de ella, o un poco más.

—Gracias —dijo ella—. ¿Tú no lo necesitarás? —No tanto como tú. Además es tuyo.

—Voy a partir mañana, si me siento con fuerzas. Pasado mañana, tenga fuerzas o no. Supongo que no sabes cuándo zarpan las barcas río abajo.

—Cuando tú quieras. Las empujas, saltas a bordo y el resto lo hace el río.

—Ésa no es tu manera, Severian, al menos no del todo. Por lo que me contaste, parece más bien lo que habría dicho tu amigo Jonas. Lo cual me recuerda que no eres el primero que ha venido a verme hoy. Estuvo aquí nuestro amigo, tu amigo, al menos: Hethor. No te hace gracia, ¿verdad? Lo siento, sólo quería cambiar de tema.

—El lo disfruta. Disfruta mirándome.

—A miles de personas les pasa lo mismo cuando trabajas en público, y tú también disfrutas.

—Van a que los horroricen, para después poder felicitarse de estar vivos. Y porque les gusta excitarse, y la tensión de no saber si el condenado se quebrará, o si ocurrirá algún accidente macabro. De lo que yo disfruto es de ejercer mi habilidad, la única habilidad verdadera que tengo… Disfruto haciendo las cosas a la perfección. Hethor busca algo más. —¿El dolor?

—Sí, el dolor, pero además otra cosa.

Dorcas dijo: —Sabes que te adora. Yo hablé un rato con él, y creo que si se lo pidieras caminaría sobre fuego. —Ante eso debo de haberme sobresaltado, porque Dorcas siguió:—Todo esto de Hethor te pone mal, ¿verdad? Con un enfermo basta. Hablemos de otra cosa.

—No, no tan mal como estás tú. Pero únicamente puedo imaginarme a Hethor como lo vi una vez desde el patíbulo, con la boca abierta y los ojos…

Dorcas se movió, incómoda. —Sí, esos ojos… Anoche los vi. Ojos muertos, aunque supongo que no soy la indicada para decirlo. Ojos de cadáver. Te da la sensación de que si los tocaras estarían secos como piedras, y de que no seguirían el dedo.

—No es así, de ninguna manera. En Saltus, cuando bajé la mirada desde el patíbulo y lo vi, le bailaban los ojos. Sin embargo, dices que a ti esos ojos opacos te parecen de cadáver. ¿Nunca has mirado un espejo? Tú no tienes ojos de muerta.

—Puede que no. —Dorcas hizo una pausa.— Antes tú decías que eran hermosos.

—¿No te alegra estar viva? Aunque tu marido haya muerto, y haya muerto tu hijo, y la casa donde viviste sea una ruina, aunque todo eso sea verdad, ¿no te llena de alegría estar aquí de nuevo? No eres un fantasma, ni un resucitado como los que vimos en la ciudad en ruinas. Hazme caso, mírate al espejo. Ysi no quieres, mírame a la cara, a mí o a cualquier hombre, y verás lo que eres.

Dorcas se sentó más lenta y penosamente aún que cuando se había incorporado a beber el vino, pero esta vez descolgó las piernas por el borde de la cama, y vi que bajo la ligera manta estaba desnuda. Antes de la enfermedad, la piel de jolenta había sido perfecta, con la tersura y la suavidad de los pasteles. Dorcas la tenía sembrada de pequeñas pecas doradas, y el cuerpo era tan delgado que yo siempre tenía conciencia de los huesos; sin embargo, en su imperfección, era más deseable de lo que había sido Jolenta en la exuberancia de su carne. Sabedor de lo reprobable que habría sido imponerme a ella o persuadirla siquiera de que se abriese a mí en ese momento, cuando estaba enferma y yo a punto de dejarla, de todos modos sentí que el deseo se agitaba en mí. Por mucho que ame a una mujer —o por poco—, me doy cuenta de que la deseo más cuando ya no puedo tenerla. Pero lo que sentía por Dorcas era más fuerte, y más complejo. Aunque por un tiempo muy breve, ella había sido el amigo más íntimo que yo había tenido, y la posesión mutua, desde el deseo frenético en nuestra bodega transformada de Nessus hasta los largos y ociosos juegos en la alcoba de la Víncula, era un acto tan característico de nuestra amistad como de nuestro amor.

—Estás llorando —dije—. ¿Quieres que me vaya? Sacudió la cabeza, y luego, como si ya no pudiera contener unas palabras que pugnaban por salir, murmuró:

—Oh, ¿no quieres venir tú también, Severian? No lo dije en serio. ¿No quieres venir? ¿No quieres venir conmigo?

—No puedo.

Volvió a caer en la cama angosta; parecía ahora más pequeña y más aniñada.

—Lo sé. Tienes obligaciones para con tu gremio. No puedes traicionarlo otra vez y enfrentarte contigo mismo, y yo no te lo pediré. Sólo que nunca perdí del todo la esperanza de que lo hicieras.

Sacudí la cabeza igual que antes: —Tengo que huir de la ciudad…

—¡Severian!

—Y hacia el norte. Tú irás hacia el sur, y si fuera contigo nos perseguirían lanchas cargadas de soldados.

—Severian, ¿qué pasó? —Dorcas tenía la cara muy serena, pero los ojos dilatados.

—Dejé escapar a una mujer. Supuestamente tenía que estrangularla y tirar el cuerpo al Acis, y lo podría haber hecho: no sentía nada por ella, en realidad no, y habría sido fácil. Pero cuando nos dejaron a solas, pensé en Thecla. Estábamos en una pequeña glorieta protegida por arbustos, al borde del agua. Le había rodeado el cuello con las manos, y pensé en Thecla y en cómo había querido liberarla. No pude encontrar la manera. ¿Alguna vez te lo he contado?

Casi imperceptiblemente, Dorcas negó con la cabeza.

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