—¿Recordáis la flota de camino a Wathort? —dijo Tosía, reuniéndose con él mientras estaba de pie junto al timonel, estudiando el mapa y el mar abierto frente a ellos—. Esa fue una vista grandiosa. ¡Treinta barcos alineados!
—Desearía que fuera a Wathort adonde tuviéramos que ir —dijo Lebannen.
—A mí nunca me gustó Roke —reconoció Tosía—. No hay ni un viento ni una corriente de verdad en veinte millas a la redonda de sus costas, sólo hay corrientes y vientos creados por los magos. Y las rocas al norte de la isla nunca están dos veces en mismo lugar. Y la ciudad está llena de tramposos y de cambiadores de forma. —Escupió, competentemente, a sotavento—. ¡Preferiría encontrarme otra vez con el viejo Cornada y con sus esclavistas!
Lebannen asintió con la cabeza, pero no dijo nada. Ese era a menudo el placer de la compañía de Tosía: decía lo que a Lebannen le parecía mejor no decir él mismo.
—¿Quién era aquel hombre, el mudo? —preguntó Tosía—, ¿el que mató a Halcón en el muro?
—Egre. Un pirata que se convirtió en comerciante de esclavos.
—Eso es. El te reconoció, allí en Sorra. Fue directo a por ti. Siempre me pregunté cómo.
—Porque una vez me tomó como esclavo.
No era fácil sorprender a Tosía, pero el marinero lo miró con la boca abierta, evidentemente no le creía, pero no era capaz de decirlo, y por lo tanto se había quedado sin nada que decir. Lebannen disfrutó del efecto un minuto y luego sintió pena por él.
—Cuando el Archimago me llevó con él en busca de Cob, fuimos primero hacia el sur. Un hombre en la Ciudad de Hort nos traicionó con los mercaderes de esclavos. Golpearon al Archimago en la cabeza, y yo salí corriendo pensando que podría alejarlos de él. Pero era a mí a quien perseguían, yo era vendible. Me desperté encadenado en una galera camino de Sowl. El Archimago me rescató antes de que pasara la siguiente noche. Los hierros se cayeron todos como trozos de hojas muertas, y le dijo a Egre que no volviera a hablar hasta que encontrara algo que valiera la pena decir… Entró en aquella galera como una gran luz sobre el agua… Nunca supe lo que era él hasta entonces.
Tosía reflexionó sobre aquello durante un rato. —¿Les quitó las cadenas a todos los esclavos? ¿Por qué los demás no mataron a Egre?
—Tal vez lo llevaron hasta Sowl y lo vendieron —dijo Lebannen.
Tosía reflexionó un rato más. —Entonces ésa es la razón por la que querías tan fervientemente acabar con el comercio de esclavos.
—Es una de las razones.
—No puede decirse que sea algo que mejore el carácter, como regla —observó Tosía. Estudió el mapa del Mar Interior que estaba clavado en la pizarra., a la izquierda del timonel—. La Isla de Way —comentó—. De donde es la mujer dragón.
—Te mantienes alejado de ella, me he dado cuenta.
Tosía frunció los labios, aunque no silbó, puesto que estaba a bordo de un barco. —¿Sabéis esa canción que mencioné, acerca de la Muchacha de Belilo? Pues bien, nunca pensé en ella como algo más que un cuento. Hasta que la vi a ella.
—Dudo que fuera a comerte, Tosía.
—Sería una muerte gloriosa —dijo el marino, un poco ácidamente.
El Rey rió.
—¿Para qué arriesgarse innecesariamente? —dijo Tosía.
—No temas.
—Tú y ella hablabais allí tan libres y relajados. A mí me da la sensación de que estuvieras sintiéndote cómodo con un volcán… Sin embargo te digo que no me importaría ver un poco más de ese presente que te enviaron los kargos. Hay algo allí que vale la pena ser visto, a juzgar por los pies. Pero ¿cómo sacarla de esa carpa? Los pies son magníficos, pero me gustaría un poco más de tobillo, para empezar.
Lebannen sentía su rostro volverse cada vez más adusto, y se dio la vuelta para evitar que Tosía lo viera.
—Si alguien me diera un paquete como ése —prosiguió Tosía mirando fijamente el mar—, yo lo abriría.
Lebannen no pudo controlar un ligero movimiento de impaciencia. Tosía lo vio; era rápido. Sonrió con su irónica sonrisa y no dijo nada más.
El capitán del barco había salido a cubierta, y Lebannen entabló conversación con él. —Parece un poco espeso más adelante, ¿verdad? —dijo.
El capitán asintió con la cabeza. —Se ven turbiones hacia el sur y hacia el oeste. Estaremos en ellos esta noche.
El mar se fue poniendo cada vez más picado a medida que la tarde iba avanzando, los bondadosos rayos del sol cogieron un matiz como metálico, y había ráfagas de viento que soplaban desde un lado y luego desde otro. Tenar le había dicho a Lebannen que la princesa le tenía miedo al mar y al hecho de sentirse mal a bordo, y él lanzó una o dos miradas al camarote de popa, esperando no ver ninguna figura con velos rojos entre los patos en hilera. Sin embargo, eran Tenar y Tehanu las que se habían ido de cubierta; la princesa aún estaba allí, e Irian estaba sentada a su lado. Hablaban muy seriamente. ¿De qué demonios tenía que hablar una mujer dragón de Way con una mujer de harén de Hur-at-Hur? ¿Qué lenguaje tenían en común? Parecía tan necesario responder esas preguntas que Lebannen caminó hacia la popa.
Cuando llegó allí, Irian levantó la vista para mirarlo y sonrió. Tenía un rostro fuerte, sincero, una amplia sonrisa; ella iba descalza por elección, no se preocupaba por su vestimenta, dejaba que el viento le enmarañara los cabellos; en conjunto no parecía más que una hermosa campesina, de corazón caliente, inteligente e ignorante, hasta que se la miraba a los ojos. Eran de un color ámbar ahumado, y cuando miraba a Lebannen a los suyos, tal como lo estaba haciendo ahora, él no podía hacer lo mismo. Bajaba la vista.
Había dejado claro que no habría ninguna ceremonia de corte a bordo del barco, ni reverencias ni cortesías, nadie debía ponerse de pie cuando él se acercara; pero la princesa se había puesto de pie. Eran, tal como Tosía había observado, unos pies hermosos, no pequeños, pero con el arco alto, fuertes y delicados. Miró aquellos dos píes delgados sobre la madera blanca de la cubierta. Levantó la vista y vio que la princesa estaba haciendo lo mismo que había hecho la última vez que habían estado de ese modo cara a cara: estaba separando sus velos de manera que él, y nadie más que él, pudiera ver su rostro. Se quedó atónito ante aquella severa belleza, casi trágica, la belleza del rostro en aquellas sombras rojas.
—¿Está, está todo bien, princesa? —preguntó, tartamudeando, algo que hacía muy raramente.
Ella respondió: —Mi amiga Tenar dijo, respira viento.
—Sí —dijo él, un poco al azar.
—¿Crees que hay algo que tus magos puedan hacer por ella, tal vez? —preguntó Irían, descruzando sus largas extremidades y poniéndose de pie ella también. Ella y la princesa eran mujeres altas.
Lebannen estaba tratando de distinguir de qué color eran los ojos de la princesa, puesto que podía verlos. Eran azules, pensó, pero como ópalos azules albergaban otros colores en ellos, o tal vez fuera la luz del sol atravesando el rojo de sus velos. —¿Algo que se pueda hacer por ella?
—Desea tanto no sentirse mal. Sufrió mucho en el viaje desde las Tierras de Kargad hasta Havnor.
—No tendré de miedo —dijo la princesa. Lo miraba fijamente, directo a los ojos como desafiándolo a… ¿a qué?
—Por supuesto —dijo él—, por supuesto. Le preguntaré a Ónix. Seguro que hay algo que pueda hacer. —Hizo una reverencia incompleta para ambas y salió disparado en busca del mago.
Ónix y Seppel lo discutieron y luego consultaron a Aliso. Un sortilegio contra el malestar que provocaba el mar estaba más en el campo de los hechiceros, los enmendadores, los curadores, que en el de los magos poderosos y eruditos. En aquel momento, Aliso no podía hacer nada, por supuesto, pero era posible que se acordara de un hechizo… No se acordaba, puesto que nunca había soñado con ir al mar hasta que comenzaron sus problemas. Seppel confesó que él mismo siempre se sentía mal a bordo de barcos pequeños o con mal tiempo. Finalmente Ónix fue hasta el camarote de popa y le pidió perdón a la princesa: él mismo no tenía la habilidad necesaria para ayudarla, y no tenía nada más que ofrecerle, y le pedía disculpas por ello, que un hechizo o un talismán que uno de los marineros, al oír hablar de su grave situación (los marineros lo oían todo), había insistido en que le diera.
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