Ursula Le Guin - Las tumbas de Atuan

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Las tumbas de Atuan: краткое содержание, описание и аннотация

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En el mundo de Terramar hay dragones y espectros, talismanes y poderes, y las leyes de la magia son tan inevitables y exactas como las leyes naturales. Un principio fundamental rige en ese mundo: el delicado equilibrio entre la muerte y la vida, que muy pocos hombres pueden alterar, o restaurar. Pues la restauración del orden cósmico corresponde naturalmente al individuo que se gobierna a sí mismo, el héroe completo capaz de dar el paso último, enfrentarse a su propia sombra, que es miedo, odio, inhumanidad.
Han pasado más de diez años desde que Ged se enfrentara a su propia sombra en “Un mago de Terramar”. Capaz ahora de actuar en beneficio de otros, decide recobrar la “runa de la unión”, la mitad perdida del anillo de Erreth-Akbé, guardado, se cuenta, en las Tumbas de Atuan. La sacerdotisa de las Tumbas es Arba, que lleva el significativo apodo de la Devorada, y que no tiene identidad, pues la ha perdido para ponerse al servicio de los Sin Nombre, las potestades tenebrosas de Terramar.

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—Cuando la Primera Sacerdotisa muere, recorren todo Atuan en busca de una niña que haya nacido esa misma noche. Y siempre encuentran alguna. Porque es la Sacerdotisa que ha renacido. Cuando la niña tiene cinco años, la traen aquí, al Lugar. Y cuando tiene seis, la ofrendan a los Tenebrosos y ellos le devoran el alma. Y por lo tanto les pertenece, como les ha pertenecido desde el comienzo de los tiempos. Y no tiene nombre.

—¿Tú crees eso?

—Lo he creído siempre.

—¿Lo crees ahora?

Ella no respondió.

Una vez más cayó sobre ellos un sombrío silencio. Mucho después ella dijo: —Hablame… hablame de los dragones del Poniente.

—Tenar, ¿qué vas a hacer? No podemos quedarnos aquí, contando cuentos hasta que la bujía se consuma y vuelvan las tinieblas.

—No sé qué hacer. Tengo miedo. —Sentada sobre el cofre de piedra, muy erecta, Arha se estrujaba las manos y hablaba en voz alta, como atormentada. Dijo:— Me da miedo la oscuridad.

Él respondió con dulzura: —Tienes que elegir. O me abandonas, cierras la puerta con cerrojo, vuelves a tus altares, me ofrendas a tus Amos, y vas a ver a la sacerdotisa Kossil y haces las paces con ella —y ése es el fin de la historia—, o bien abres la puerta y te vas de aquí, conmigo. Y dejas las Tumbas, dejas Aman, y te vienes conmigo allende los mares. Y éste es el comienzo de la historia. Serás Arha o serás Tenar. No puedes ser las dos al mismo tiempo.

La voz profunda era dulce y firme. Ella escrutó entre las sombras el rostro duro y marcado de cicatrices, pero en el que no había crueldad ni falsedad.

—Si abandono el servicio de los Tenebrosos, ellos me matarán. Si abandono este lugar, moriré.

—Tú no morirás. Arha morirá.

—Yo no…

—Para renacer hay que morir, Tenar. No es tan difícil como parece desde el otro lado.

—Ellos no nos dejarán salir. Jamás.

—Tal vez no. Sin embargo, vale la pena intentarlo. Tú conoces el terreno y yo tengo mis artes, y entre los dos…—No concluyó.

—Tenemos el Anillo de Erreth-Akbé.

—Sí, es cierto. Pero yo pensaba en otra cosa que hay entre nosotros. Llamémosle confianza… Es algo muy grande. Y aunque nosotros seamos débiles, teniendo eso somos fuertes, más fuertes que las Potestades de las Tinieblas. —Los ojos le brillaban, claros, en la cara estropeada.— ¡Escucha, Tenar! —dijo—. Yo vine aquí como un ladrón, un enemigo, armado contra ti; y tú fuiste misericordiosa y confiaste en mí. Y yo he confiado en ti desde que vi tu rostro por primera vez, apenas un instante, en la caverna de debajo de las Tumbas, tan hermoso en la oscuridad. Tú me has probado tu confianza. Yo no te he dado nada a cambio. Te daré lo que tengo que dar. Mi nombre verdadero es Ged. Y tú guardarás esto. —Se había levantado y le tendió medio aro de plata, perforado y grabado.— Que el anillo se recomponga —dijo.

Ella tomó el medio aro. Se quitó del cuello la cadena de plata donde estaba ensartada la otra mitad, y la desenganchó. Puso las dos mitades sobre la palma de la mano, juntando los bordes truncados, y el anillo parecía entero.

No alzó la cabeza.

—Iré contigo —dijo.

10. La cólera de las tinieblas

Cuando ella dijo esas palabras, el hombre llamado Ged le tocó la mano que sostenía el talismán roto. Ella alzó los ojos, sobresaltada, y vio el rostro de Ged, radiante de vida y de triunfo. Se sintió turbada y tuvo miedo.

—Tú nos has liberado a los dos —dijo el hombre—. Solo, nadie conquista la libertad. ¡Ven, no perdamos tiempo mientras aún lo tenemos! Muéstramelo otra vez; —Ella había cerrado los dedos; los abrió y los trozos de plata aparecieron en la palma, los bordes rotos tocándose.

Él no los tomó; les puso los dedos encima. Pronunció dos o tres palabras y un sudor repentino le bañó el rostro. Ella sintió un raro cosquilleo en la palma de la mano, como si un animalito que dormía allí se hubiese movido. Él suspiró, aliviado, y se enjugó la frente.

—Ya está —dijo, y tomando el Anillo de Erreth-Akbé lo pasó alrededor de los dedos de la mano derecha de la joven y lo empujó á lo largo de la palma,.hasta la muñeca—. ¡Ya está! —y lo contempló con satisfacción—. Justo para ti. Tiene que ser un brazalete de mujer o de niña.

—¿Resistirá? —murmuró ella, aprensiva, sintiendo el contacto frío y delicado del aro de plata en el brazo delgado.

—Resistirá. No podía imponer un mero sortilegio de remiendo sobre el Anillo de Erreth-Akbé, como la bruja de aldea que repara un caldero. He tenido que emplear un sortilegio de Forma, para que quede de una pieza. Ahora está intacto, como si nunca se hubiese roto. Tenar, tenemos que irnos. Yo llevaré el frasco y la bolsa. Ponte la capa. ¿Hay algo más?

Mientras ella tanteaba la cerradura, para abrir la puerta, él dijo: —Me gustaría tener mi vara —y ella respondió, siempre en un susurro—: Está detrás de la puerta. La he traído.

—¿Por qué la has traído? —preguntó él con curiosidad.

—Pensaba… guiarte hasta la puerta. Dejarte ir.

—Eso no hubiera sido posible. Tenías que retenerme como un esclavo, y ser tú misma una esclava; o dejarme libre e irte conmigo, libre tú también. Vamos, pequeña, ten valor y abre la puerta.

Tenar metió en la cerradura la llave en forma de dragón y abrió la puerta que daba al corredor bajo y negro… Salió del Tesoro de las Tumbas con el Anillo de Erreth-Akbé en la muñeca y el hombre la siguió.

Hubo una vibración sorda, no un verdadero ruido, en la roca de los muros, el suelo y la bóveda. Parecía un trueno remoto, como si algo inmenso se derrumbara en la lejanía.

El terror le erizó los cabellos, y sin detenerse a reflexionar, apagó de un soplo la vela de la linterna de estaño. Oyó al hombre que se movía detrás de ella y que le decía en voz baja, desde tan cerca que ella sentía la respiración de él en los cabellos: —Deja la linterna. Puedo hacer luz, si es necesario. ¿Qué hora es, afuera?

—Era muy pasada la medianoche cuando vine.

—Entonces tenemos que darnos prisa.

Pero no se movió. Ella comprendió que tenía que guiarlo. Sólo ella sabía cómo salir del Laberinto, y él esperaba para seguirla. Se puso rápidamente en marcha, aunque encorvada porque el túnel era muy bajo. De los cruces invisibles de los pasadizos llegaba un aire frío y penetrante, el olor rancio y sin vida de la inmensa oquedad que había debajo de ellos. Cuando el pasaje se hizo un poco más alto y ella pudo enderezarse, avanzó más despacio, contando los pasos a medida que se acercaban al pozo. Ágilmente, y atento a todos sus movimientos, él la seguía de cerca. Al fin ella se detuvo, y él también.

—Estamos en el pozo —susurró ella—. No encuentro la cornisa. Sí, aquí. Ten cuidado, me parece que las piedras se están desprendiendo… No, no, espera… están sueltas… —Retrocedió de un salto en el,momento en que las piedras cedían bajo sus pies. Él la tomó por el brazo y la sostuvo.— La cornisa no es segura, las piedras están desprendiéndose.

—Haré un poco de luz y les echaremos un vistazo. Quizá pueda repararlas con la palabra apropiada. Todo va bien, pequeña.

Qué curioso, pensó ella, que la llamase como siempre la había llamado Manan. Y en el momento que él encendía una luz muy tenue en el extremo de la vara, como la llama pálida con que arde la madera podrida, o como una estrella entre la niebla, y se adelantaba al estrecho reborde del abismo negro, ella alcanzó a ver un bulto en la oscuridad, más allá de él, y reconoció la silueta de Manan. Pero la voz se le quedó en la garganta, como estrangulada, y no pudo gritar.

Y cuando Manan extendía el brazo para empujarlo y lanzarlo al abismo, Ged alzó los ojos y lo vio, y con un grito de sorpresa o de rabia lo golpeó con la vara. Junto con el grito, la luz resplandeció, blanca e intolerable en la cara del eunuco. Manan levantó una de sus manazas para protegerse los ojos, manoteó desesperadamente para agarrarse de Ged, perdió pie, y cayó.

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