Terry Pratchett - Pirómides

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Pirómides: краткое содержание, описание и аннотация

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Quien pretenda lo contrario miente miserablemente: ser un faraón adolescente no es ningún trabajo fácil. De entrada, a tu padre se le puede ocurrir la brillante idea de enviarte a estudiar al extranjero; nada menos que a la Escuela de Asesinos de Ankh-Morpork. Luego hay ese tipo de pequeños y molestos detalles como no poder llevar dinero encima, tener que aguantar la presencia de jovencitas deshinibidas que se empeñan en pelar las uvas por ti, o al sumo sacerdote, siempre a mano para interpretar la voluntad de los dioses en cualquier cosa que se te ocurra decir.
No basta con tenérselas que ver con filósofos, esfinges empeñadas en que resuelvas un acertijo, caballos de madera enormes, pirómides —perdón, pirámides— con síntomas de inestabilidad paracósmica, dioses, cocodrilos sagrados con problemas de nutrición, reuniones de ancestros momificados…, no. Por si fuera poco, la hierba se empeña en crecer donde quiera que pises, no paras de soñar con siete vacas flacas y siete vacas gordas (una de ellas tocando el trombón) y, para colmo, eres el responsable de lograr que el sol salga todas las mañanas…

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Ptraci se volvió hacia Teppic. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Eso no cambia las cosas, ¿verdad? —murmuró. Teppic inclinó la cabeza y clavó la mirada en sus pies.

—Sí —dijo por fin—. La verdad es que… Creo que sí las cambia. —Alzó los ojos hacia ella—. Pero puedes ser reina —añadió, y se volvió hacia los sacerdotes—. ¿Verdad que puede ser reina? —preguntó con voz firme.

Los sacerdotes se miraron los unos a los otros. Después miraron a Ptraci, una silueta solitaria de hombros temblorosos. Bajita, acostumbrada a obedecer órdenes, familiarizada con las costumbres y rituales del palacio… Los sacerdotes miraron a Koomi.

—Sería la reina ideal —dijo Koomi. Hubo un murmullo de aquiescencia que fue cobrando una veloz seguridad en sí mismo.

—Ahí lo tienes —dijo Teppic intentando consolarla. Ptraci le miró. Teppic se encogió sobre sí mismo.

—Y yo me iré —dijo—. No necesito hacer el equipaje. Ya me las arreglaré.

—¿Así de sencillo? —exclamó Ptraci—. ¿Eso es todo? ¿No piensas decir nada más?

Teppic ya estaba a medio camino de la puerta, pero se detuvo. «Podrías quedarte —se dijo—. Pero no funcionaría. Todo terminaría horriblemente mal, y hay muchas probabilidades de que el reino acabara dividido en dos mitades. Que el destino os haya reunido no quiere decir que haya acertado al reuniros. Y, de todas formas, ya has estado en el gran mundo…»

—Los camellos son más importantes que las pirámides —murmuró—. Es algo que siempre deberíamos recordar.

Y echó a correr mientras Ptraci buscaba algo que arrojarle a la cabeza.

El sol llegó al punto culminante de su ascensión por el cielo sin haber tenido ningún problema con los escarabajos peloteros mientras Koomi revoloteaba alrededor del trono como si fuera el mismísimo Chist-Hera, el Dios con Cabeza de Buitre.

—Complacerá a Vuestra Majestad confirmar mi nombramiento como gran sacerdote —dijo.

—¿Qué? —Ptraci estaba sentada con el mentón apoyado en una mano—. Oh —dijo moviendo distraídamente la mano libre—. Sí, claro. Muy bien.

—Ay, por desgracia no se ha hallado rastro alguno de Dios. Creemos que se encontraba muy cerca de la Gran Pirámide cuando ésta… se descargó.

Ptraci clavó los ojos en la nada.

—Bueno, tendrás que tomar el relevo —dijo.

Koomi abombó el pecho.

—Los preparativos para la coronación formal exigirán cierto tiempo —dijo mientras cogía la máscara dorada—. Pero ahora Vuestra Magnificencia se complacerá en colocarse la máscara de la autoridad, ya que hay asuntos muy importantes de los que…

Ptraci volvió la mirada hacia la máscara.

—No pienso ponerme eso —dijo con voz átona.

Koomi sonrió.

—Su Majestad se complacerá en llevar la máscara de la autoridad —dijo.

—No —dijo Ptraci.

La sonrisa de Koomi sufrió un leve proceso de enloquecimiento en las comisuras mientras su mente intentaba comprender aquel nuevo concepto. Estaba seguro de que Dios nunca había tenido que enfrentarse a aquella clase de dificultades.

Acabó resolviendo el problema mediante un cauteloso rodeo. Los rodeos y la cautela eran dos métodos que siempre le habían dado muy buenos resultados, y no pensaba renunciar a ellos ahora. Koomi se inclinó y dejó la máscara sobre un taburete manejándola con mucho cuidado.

—Es la Primera Hora —dijo—. Vuestra Majestad deseará presidir el Ritual del Ibis, y después tendrá la bondad de conceder una audiencia a los comandantes de los ejércitos de Efebas y Espadarta. Ambos desean obtener permiso para atravesar el reino. Vuestra Majestad se lo negará. Cuando llegue la Segunda Hora habrá…

Ptraci empezó a tamborilear con los dedos sobre los brazos del trono. Después tragó una profunda bocanada de aire.

—Voy a darme un baño —dijo.

Koomi se tambaleó de forma casi imperceptible.

—Es la Primera Hora —repitió. Se le había quedado la mente en blanco—. Vuestra Majestad desearía presidir…

—¿Koomi?

—¿Sí, oh noble reina?

—Cierra la boca.

—… el Ritual del Ibis… —gimoteó Koomi.

—Estoy segura de que eres capaz de ocuparte de eso sin mi ayuda —dijo Ptraci—. Eres la viva imagen del hombre que sabe hacer las cosas por sí solo —añadió con cierta amargura.

—… los comandantes de los ejércitos…

—Diles… —empezó a decir Ptraci, y se calló—. Diles… —repitió—. Diles que los dos ejércitos pueden atravesar el país. No uno o el otro, ¿comprendes? O los dos o ninguno.

—Pero… —La mente de Koomi hizo un esfuerzo titánico y consiguió comprender el significado de las palabras que acababan de captar sus oídos—. Eso quiere decir que acabarán en el lado opuesto al que estaban.

—Estupendo. Y después de eso puedes encargar unos cuantos camellos. En Efebas hay un comerciante que tiene un material magnífico. Ah, echa un vistazo a sus dientes antes, ¿de acuerdo? Oh, y luego habla con el capitán del Anónimo y dile que venga a verme. Había empezado a explicarme qué es un «puerto libre».

—¿Mientras os bañabais, oh reina? —preguntó Koomi con un hilo de voz.

No podía evitar el darse cuenta de que la voz de Ptraci cambiaba a cada frase. El barniz de la educación recibida se estaba evaporando bajo el chorro llameante que brotaba del soplete de la herencia.

—¿Qué tiene de malo eso? —replicó secamente Ptraci—. Y ocúpate de la fontanería. Parece que todo se reduce a una mera cuestión de tubos y cañerías.

—¿Para la leche de burra? —preguntó Koomi, quien a esas alturas ya se hallaba sumido en un desierto de dudas y temores. [29] Una cultura menos reseca habría utilizado las palabras «un mar».

—Cierra la boca, Koomi.

—Sí, oh reina —dijo Koomi sintiéndose infinitamente miserable.

Había querido cambios. El único problema era que también había querido que todo siguiera igual.

El sol descendió hacia el horizonte por sus propios medios y sin ninguna clase de ayuda exterior. Algunas personas habían tenido un día excelente.

La luz rojiza iluminaba a los tres miembros varones de la dinastía Ptaclusp inclinados sobre los planos de…

—Se llama puente —dijo IIb.

—¿Es como un acueducto? —preguntó Ptaclusp.

—Al revés pero… Sí, más o menos se trata de eso —dijo IIb—. El agua pasa por debajo del puente y nosotros pasamos por encima del puente.

—Oh. Al fa… a la reina no le va a gustar —dijo Ptaclusp—. La familia real siempre ha estado totalmente en contra de encadenar el río con presas, embalses y ese tipo de cosas.

IIb se volvió hacia su padre.

—Fue ella misma quien lo sugirió —replicó con una sonrisa triunfante—. Y no conforme con eso tuvo la gentileza de añadir que nos ocupáramos de que hubiera sitios para que la gente pudiera dejar caer piedras sobre los cocodrilos.

—¿La reina dijo eso?

—Sus palabras exactas fueron «piedras grandes y muy puntiagudas».

—Vaya, vaya —dijo Ptaclusp, y se volvió hacia su otro hijo—. ¿Estás seguro de que te encuentras bien? —le preguntó.

—Me encuentro estupendamente, papá —dijo IIb.

—¿No…? —Ptaclusp vaciló durante unos momentos antes de seguir hablando—. ¿No tienes dolores de cabeza ni nada parecido?

—Nunca me había sentido mejor —dijo IIa.

—Es que… Bueno, no has preguntado cuánto va a costar —dijo Ptaclusp—. Pensé que quizá seguías sintiéndote un poco aplan… que no te sentías bien.

—La reina ha tenido la gentileza de pedirme que echara un vistazo a las finanzas reales —dijo IIa—. Dijo que los sacerdotes no saben sumar.

Sus experiencias recientes no parecían haber dejado secuelas de ninguna clase salvo una utilísima tendencia a pensar en ángulo recto al curso de los pensamientos de los demás. IIa era todo sonrisas y su mente no paraba de calcular tarifas de atraque, índices de tasas y un complejo sistema de impuesto sobre el valor añadido que pronto haría palidecer de horror a todos los comerciantes y mercaderes de Ankh-Morpork.

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