Y él no podría hacer nada salvo decir «Lo siento».
Le aterrorizaba. Qué fácil resultaba imaginar la capa de hielo formándose sobre el río, la escarcha eterna recubriendo los troncos de las palmeras y acumulándose encima de las hojas hasta que su peso las hiciera caer (para quedar hechas añicos cuando chocaran con el suelo congelado), y los cuerpos sin vida de los pájaros lloviendo del cielo…
Las sombras se deslizaron sobre él. Alzó la cabeza y contempló el vacío gris del horizonte con ojos velados por las lágrimas sintiendo cómo el horror le aflojaba las mandíbulas.
Se puso en pie, arrojó la manta a un lado y levantó las dos manos en un gesto de súplica. Pero el sol se había esfumado. Él era el dios, éste era su trabajo, lo único que sus súbditos esperaban de él… y les había fallado.
Era como si su mente tuviera oídos, y le pareció que ya captaban los gritos irritados de la multitud, el rugido retumbante que empezaba a invadirle hasta que el ritmo se volvió tan insistente como familiar, hasta que llegó a ser tan ensordecedor que ya no intentaba entrar en su cabeza sino que tiraba de él llevándole hacia aquel desierto azul que sabía a sal donde el sol nunca dejaba de brillar y esbeltas siluetas blancas se movían lentamente trazando círculos en el cielo.
El faraón se irguió sobre las puntas de los dedos de sus pies, echó la cabeza hacia atrás y desplegó las alas. Y se lanzó al vacío.
Y mientras surcaba las alturas se sorprendió al oír un golpe detrás de él. Y el sol salió de detrás de las nubes que lo habían estado ocultando.
El faraón no tardó en comprender que se había precipitado un poco, y empezó a tener la sensación de que había hecho el ridículo.
Los tres nuevos asesinos avanzaban tambaleándose por la calle corriendo un continuo peligro de caerse de narices que jamás llegaba a materializarse mientras intentaban cantar «Soy un hechicero y mi báculo es el primero» de forma coral o, por lo menos, en el mismo tono.
—Esh grande y esh redondo y pesha tres… —canturreó Broncalo—. Mierda, ¿qué acabo de pishar?
—¿Alguien sabe dónde estamos? —preguntó Arthur.
—Íbamos… íbamos hacia la escuela —replicó Teppic—. Pero creo que debemos haber tomado por el camino equivocado porque tenemos el río delante. Puedo olerlo.
La cautela logró atravesar el blindaje alcohólico de Arthur.
—Podría ser peligroso —murmuró—. A estas horas de la noche puede que haya ind… ind… indeseables rondando por ahí.
—Desde luego —dijo Broncalo poniendo cara de satisfacción—. Estamos nosotros, ¿no? Podemos demostrarlo. Tenemos la calificación, ¿no? Me gustaría que alguien intentara meterse con nosotros.
—Tienes toda la razón —dijo Teppic apoyándose en él. Como apoyo Broncalo no era gran cosa, pero no había nada mejor cerca—. Les abriremos en canal desde el como se llame hasta el no sé qué.
—¡Eso, eso!
El trío siguió avanzando con paso inseguro hacia el Puente de Latón.
De hecho había unas cuantas personas peligrosas acechando en las sombras que preceden al amanecer, y se encontraban unos veinte pasos por detrás de ellos.
El complicado sistema de los Gremios criminales no había servido para que Ankh-Morpork fuese un lugar más seguro. Su único efecto era racionalizar los peligros y volverlos lo suficientemente regulares como para que pudieras contar con ellos, considerándolos un factor más de la existencia cotidiana. Los Gremios desempeñaban su labor secundaria de policía ciudadana mucho más concienzudamente —y no cabe duda de que con mucho más éxito—, de lo que jamás hubiese hecho la vieja Ronda, y cualquier ladrón sin licencia que intentara actuar por libre y fuera detenido por las patrullas del Gremio de Ladrones no tardaba en quedar confinado para propósitos de investigación social, aparte de sufrir la indudable molestia de que le unieran las rodillas con un clavo. [9] Cuando el Gremio de Ladrones declaró una huelga general el Año de la Babosa Simpática, el número de crímenes llegó a doblarse.
Pese a ello, siempre había unos cuantos espíritus aventureros que preferían correr el riesgo de llevar una existencia precaria fuera de los fuera de la ley, y cinco hombres que encajaban con esta descripción se estaban aproximando cautelosamente al trío para exponerles la oferta especial de la semana, garganta rajada más robo y entierro en el barrizal del fondo del río que prefiriesen.
Lo normal era que la gente se mantuviera lo más alejada posible de los asesinos debido al convencimiento instintivo de que el matar personas a cambio de grandes sumas de dinero es una actividad que no goza de la aprobación de los dioses (los dioses prefieren a los asesinos que matan a cambio de pequeñas sumas de dinero o sin cobrar nada) y podía dar como resultado un grave caso de hubris, o juicio de los dioses. Los dioses son unos entusiastas de la justicia —al menos en lo que concierne a los seres humanos—, y se conocen casos en los que dispensaron justicia de forma tan entusiástica que personas que se encontraban a kilómetros de distancia acabaron convertidas en relleno de empanadillas.
Pero el atuendo negro de los asesinos no asusta a todo el mundo, e incluso existen ciertos segmentos de la sociedad en los que se considera que matar a un asesino confiere un innegable prestigio, más o menos como el que confiere en otros ambientes el saber hacer sombras chinescas.
Y aparte de todo eso los tres asesinos que avanzaban tambaleándose sobre los tablones del Puente de Latón estaban espantosamente borrachos, y los hombres que les seguían pensaban sacar el máximo provecho posible de esa circunstancia.
Broncalo tropezó con uno de los hipopótamos [10] Una de las dos leyendas [30] sobre la fundación de Ankh-Morpork que se conocen cuenta que los dos huérfanos que construyeron la ciudad fueron encontrados y amamantados por una hipopótamo (lit. orijeple, aunque algunos historiadores afirman que se trata de una traducción equivocada de la palabra orejaple, un tipo de mueble bar con puertas de cristal). El puente está adornado por ocho hipopótamos en actitudes heráldicas que contemplan el mar, y se afirma que el día en que la ciudad se encuentre amenazada por algún peligro los hipopótamos huirán a la máxima velocidad posible.
de madera en actitudes heráldicas que adornaban el lado del puente que daba al mar, rebotó y se desplomó sobre el parapeto.
—Me encuentro fatal —anunció—. Creo que voy a vomitar.
—Adelante —dijo Arthur—. El río está para eso, ¿no?
Teppic suspiró. Tenía mucho cariño a los ríos, pensaba que un río no estaba bien diseñado a menos que tuviera nenúfares y cocodrilos abajo y el Ankh siempre le deprimía porque si ponías un nenúfar en su cauce lo desintegraría en unos cuantos segundos. El río serpenteaba por las inmensas llanuras aluviales acumulando barro y arenilla durante todo el trayecto hasta las mismísimas Montañas del Carnero, y cuando le llegaba el momento de atravesar Ankh-Morpork, pob. un millón de habitantes, sólo se le podía seguir definiendo como líquido porque se movía más deprisa que la tierra situada a su alrededor. Dada su composición, vomitar en el río probablemente incluso serviría para limpiarlo un poquito.
Teppic contempló el hilillo de sustancia viscosa que rezumaba entre los pilares centrales y acabó alzando la cabeza hacia la línea gris del horizonte.
—Falta poco para que salga el sol —anunció.
—No recuerdo haber comido ningún sol —consiguió farfullar Broncalo.
Teppic dio un paso hacia atrás y un cuchillo pasó zumbando junto a su nariz y acabó enterrándose en las nalgas del hipopótamo que tenía al lado.
Cinco siluetas emergieron de la niebla. La reacción instintiva de los tres asesinos fue pegarse los unos a los otros.
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