Cassandra Clare - Ciudad de hueso

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Cuando la adolescente de quince años, Clary Fray, entra en el Pandemonium Club, en la ciudad de Nueva York, difícilmente podía imaginarse que terminaría siendo testigo de un asesinato, y mucho menos de un asesinato cometido por tres adolescentes con extraños tatuajes y extrañas armas. Clary sabe que debe avisar a la policía, pero es difícil explicar un asesinato cuando el cuerpo desaparece en el aire, sin dejar ni siquiera una gota de sangre, y los asesinos son invisibles para todo el mundo, salvo para ella…
Este es su primer encuentro con los Shadowhunters (Cazadores de Sombras), guerreros dedicados a erradicar a los demonios de la tierra, es también su primer encuentro con Jace, un cazador que luce como un ángel pero se comporta como un idiota… En veinticuatro horas Clary se ve envuelta por el mundo de Jace con una venganza, porque su madre ha desaparecido y fue atacada por un demonio. Pero… ¿por qué los demonios estarían interesados en personas comunes como Clary y su madre? ¿Y cómo de repente Clary consigue la Vista? A los Cazadores les encantaría saberlo.
Premio Yalsa Teens 2008. Demonios, hombres lobo, vampiros, ángeles y hadas conviven en esta trilogía de fantasía urbana donde no falta el romance.

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– Todavía está Jace. Está aquí, en alguna parte.

Blackwell reía por lo bajo.

– ¿Jace? Nunca he oído hablar de un Jace -indicó-. Bien, podría pedir a Pangborn que la soltara. Pero preferiría no hacerlo. Jocelyn siempre fue un mal bicho conmigo. Pensaba que era mejor que el resto de nosotros, con su aspecto y su linaje. Simplemente era una perra con pedigrí, eso es todo. Sólo se casó con él para poder restregárnoslo a todos.

– ¿Decepcionado porque no pudiste casarte tú con ella, Blackwell? -Eso fue todo lo que Luke dijo como respuesta, aunque Clary pudo percibir la fría cólera de su voz.

Blackwell, con el rostro enrojeciendo violentamente, dio un furioso paso al interior de la habitación.

Y Luke, moviéndose a una velocidad tal que Clary apenas pudo verle hacerlo, agarró un escalpelo de la mesilla y se lo arrojó. El arma giró dos veces sobre sí misma en el aire y se hundió con la punta por delante en la garganta de Blackwell, cortando en seco su mascullada réplica. Dio una boqueada, los ojos se le pusieron en blanco y cayó de rodillas, sujetándose la garganta con las manos. Líquido escarlata brotó rítmicamente por entre los dedos extendidos. Abrió la boca como para hablar, pero sólo surgió un fino hilillo de sangre. Las manos le resbalaron fuera de la garganta y se desplomó contra el suelo igual que un árbol que cae.

– Cielos -exclamó Pangborn, contemplando el cuerpo caído de su camarada con remilgado desagrado-. Qué desagradable.

La sangre de la garganta perforada de Blackwell se iba extendiendo por el suelo en un viscoso charco rojo. Luke, agarrando a Clary por el hombro, le susurró algo al oído. No le oyó. Clary era sólo consciente de un sordo zumbido en su cabeza. Recordó otro poema de su clase de inglés, algo sobre como tras la primera muerte que uno veía, ninguna otra muerte importaba. Aquel poeta no sabía de lo que hablaba.

Luke la soltó.

– Las llaves, Pangborn -ordenó.

Pangborn empujó suavemente a Blackwell con un pie y alzó la mirada. Parecía irritado.

– ¿O qué? ¿Me lanzarás una jeringuilla? Sólo había un cuchillo sobre esa mesa. No -añadió, llevándose una mano hacia la espalda y sacando de detrás del hombro una espada larga y afilada-. Me temo que si quieres las llaves, tendrás que venir a cogerlas. No porque me importe Jocelyn Morgenstern en un sentido u otro, ya sabes, sino sólo porque yo, por mi parte, he estado deseando matarte… durante años.

Alargó la última palabra, saboreándola con delicioso júbilo mientras avanzaba al interior de la habitación. Su espada centelleó, un haz relampagueante a la luz de la luna. Clary vio que Luke estiraba una mano hacia ella, una mano extrañamente alargada, rematada con uñas que eran como diminutas dagas, y comprendió dos cosas: que Luke estaba a punto de cambiar, y que lo que le había susurrado al oído era una sola palabra.

«Corre».

Corrió. Zigzagueó alrededor de Pangborn, que apenas le dirigió una mirada, esquivó el cuerpo de Blackwell, salió por la puerta y llegó al pasillo, con el corazón latiéndole violentamente, antes de que la transformación de Luke se hubiese completado. No miró atrás, pero oyó un aullido, largo y penetrante, el sonido de metal contra metal y algo que caía con un gran estruendo. Cristal que se rompía, pensó. Tal vez habían volcado la mesilla de noche.

Corrió por el pasillo hasta la habitación de las armas. Una vez en el interior, trató de coger una desgastada hacha con empuñadura de acero, pero ésta se mantuvo firmemente sujeta a la pared, sin importar lo fuerte que ella tirara. Intentó coger una espada, y luego una horca de guerra, incluso una daga pequeña, pero ni una sola arma se quedaba en su mano. Por fin, con las uñas rotas y los dedos sangrando por el esfuerzo, tuvo que darse por vencida. Había magia en aquella habitación, y no era magia rúnica: era algo salvaje y extraño, algo siniestro.

Salió de la habitación. No había nada en aquel piso que pudiera ayudarla. Cojeó pasillo adelante, porque empezaba a sentir el dolor del auténtico agotamiento en las piernas y brazos, y se encontró en el rellano de las escaleras. ¿Arriba o abajo? Abajo, recordó, todo había estado sin luz y vacío. Desde luego, estaba la luz mágica que tenía en el bolsillo, pero algo en ella sentía pavor ante la idea de entrar en aquellos espacios vacíos sola. Escaleras arriba vio el resplandor de más luces y distinguió un parpadeo de algo que podría haber sido movimiento.

Subió. Las piernas le dolían, los pies le dolían, todo le dolía. Le habían vendado los cortes, pero eso no impedía que le escocieran. También le dolía el rostro allí donde Hugo le había herido la mejilla y notaba en la boca un sabor metálico y amargo.

Alcanzó el último rellano. Tenía una suave forma curva como la proa de un barco, y había tanto silencio allí como lo había habido abajo; ningún sonido de la pelea que se libraba fuera llegaba a sus oídos. Otro largo pasillo se extendía frente a ella, con las mismas múltiples puertas, pero aquí había algunas abiertas, que derramaban aún más luz al pasillo. Avanzó, y algún instinto la atrajo hacia la última puerta a la izquierda. Miró al interior cautelosamente.

Al principio, la habitación le recordó una de las exhibiciones de reconstrucciones de época del Museo Metropolitano de Arte. Era como si hubiese penetrado en el pasado; las paredes estaban recubiertas con paneles que relucían como si acabaran de sacarles brillo e igual que sucedía con la mesa de comedor, infinitamente larga y dispuesta con delicada porcelana. Un espejo de marco dorado adornaba la pared opuesta, entre dos retratos al óleo en gruesos marcos. Todo centelleaba bajo la luz de las antorchas: los platos sobre la mesa, repletos de comida; las copas aflautadas en forma de lirios; las mantelerías tan blancas que resultaban cegadoras. Al fondo de la habitación había dos amplias ventanas, cubiertas con cortinas de grueso terciopelo. Jace estaba de pie ante una de las ventanas, tan inmóvil que por un momento imaginó que era una estatua, hasta que reparó en que podía ver la luz brillando en sus cabellos. La mano izquierda del muchacho mantenía apartada la cortina, y en la oscura ventana, Clary vio el reflejo de las docenas de velas del interior de la estancia, atrapadas en el cristal igual que luciérnagas.

– Jace -exclamó.

Oyó su propia voz como si viniera de muy lejos: asombro, gratitud, un anhelo tan agudo que resultaba doloroso. Él se volvió, soltando la cortina, y ella vio la expresión de asombro de su rostro.

– ¡Jace! -repitió, y corrió hacia él.

El muchacho la agarró cuando se abalanzó sobre él, rodeándola con fuerza entre sus brazos.

– Clary. -Su voz era casi irreconocible-. Clary, ¿qué haces aquí?

– He venido a buscarte -contestó ella, y la voz quedó ahogada en la camisa del muchacho.

– No deberías haberlo hecho. -Los brazos que la rodeaban se aflojaron repentinamente; dio un paso atrás, sujetándola un poco alejada de él-. Dios mío -exclamó, tocando su rostro-. Idiota, ¡mira que hacer esto!

Su voz sonó enojada, pero la mirada que le recorrió el rostro, los dedos que le apartaron con delicadeza los cabellos hacia atrás, eran tiernos. Jamás le había visto con aquel aspecto; había una especie de fragilidad en él, como si pudiera estar no simplemente conmovido sino incluso dolido.

– ¿Por qué no piensas nunca? -susurró Jace.

– Estaba pensando -replicó ella-. Pensaba en ti.

Él cerró los ojos durante un momento.

– Si algo te hubiese sucedido… -Sus manos recorrieron la línea de los brazos de la muchacha con suavidad, hasta alcanzar las muñecas, como para asegurarse de que ella estaba realmente allí-. ¿Cómo me has encontrado?

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