Simon Hawke - El desterrado

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Sorak es un mestizo, abandonado en el desierto, que es rescatado por una druida errante y educado después en la Disciplina del Druida y La Senda del Protector. Busca sus orígenes y al misterioso hechicero conocido como "El Sabio", cuya vida corre peligro. En esta aventura épica será acompañado por Ryana, la hermosa sacerdotisa villichi que ha quebrantado sus votos para acompañarlo, y por la encantadora y mimada hija de un rey-hechicero. Juntos desafiarán los peligros del desolador desierto arthesiano, en el mundo del Sol Oscuro. Por primera vez, en un solo volumen, la trilogía "La Tribu de Uno", de Simon Hawke, que en su día se publicó en tres libros: "El Desterrado", "El Peregrino" y "El Nómada".

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Uno de los malhechores se deslizó junto a Rokan mientras seguían a Sorak de lejos.

– ¿Qué sucederá cuando hayas matado al mestizo?

– Entonces el trabajo habrá concluido, y seréis libres de marcharos -respondió Rokan, intentando no perder de vista al elfling en aquel laberinto de calles serpenteantes.

– ¿Cómo sabemos que podemos confiar en este Timor?

– No podéis -dijo Rokan-; pero no temas, Vorlak. Vosotros no le interesáis; somos insignificantes en lo que respecta a sus planes. Tiene algo mucho más importante entre manos y nosotros no somos mas más que instrumentos que utilizará a durante un corto espacio de tiempo para servir a sus necesidades más inmediatas antes de dejar de ocuparse de nosotros.

– Esto ha sido un mal negocio desde el principio -refunfuñó Vorlak-. Para empezar, nunca debiéramos haber venido aquí.

– Nos pagaron bien.

– No lo suficiente para compensarnos por lo que ha sucedido -respondió Vorlak con amargura-. Tampoco nos pagará el resto de lo convenido nuestro cliente nibenés, ahora que se ha descubierto que somos espías. La caravana con destino a Altaruk ha abandonado ya la ciudad, y nos lleva todo un día de ventaja; de modo que, aunque pudiéramos obtener una reata de veloces crodlus, cosa que no podemos, no conseguiríamos alcanzar a los otros a tiempo de avisarles. Atacarán la caravana tal y como se planeó, y caerán directamente en la trampa.

– ¿Crees que no lo sé? -replicó Rokan en tono arisco-. ¿Qué esperas que haga yo?

– No hay nada que hacer -intervino Gavik, otro de los bandidos-. Se ha acabado. Incluso aunque algunos de nuestros camaradas pudiera pudieran escapar, aún les quedarían los altiplanos por cruzar. Y, si el desierto no acaba con ellos, ¿qué les espera a su regreso? ¿Qué nos espera a todos nosotros?

– Todavía tenemos el campamento en las Montañas Me – killot -contestó Rokan-, y aún tenemos a nuestras mujeres y a los hombres que no vinieron con nosotros.

– Un simple puñado -se lamentó Gavik-. Ni siquiera son suficientes para emboscar una caravana pequeña.

– Empecé con menos que eso -repuso Rokan-, y puedo volver a empezar. Nada ha terminado.

– Entonces ¿no piensas aceptar la oferta de este templario para que te quedes a su servicio? -inquirió Vorlak.

– Rokan sólo sirve a Rokan -proclamó el jefe de los bandidos con una voz que era casi un gruñido.

– Pero… ¿y tu rostro? -quiso saber Gavik-. Dijiste que el templario prometió curar las heridas si le servías fielmente.

– Una promesa vana -dijo el bandido con amargura-, que estoy seguro nunca ha tenido la intención de cumplir. Cree que le ha dado un ascendiente sobre mí, pero descubrirá que está muy equivocado.

– Entonces… ¿para qué molestarse con este elfling? -preguntó otro de los bandidos-. ¿Por qué no nos limitamos a aceptar nuestras pérdidas y abandonamos la ciudad ahora mismo?

– Devak tiene razón -dijo Tigan, el quinto hombre del grupo-. Marchémonos de la ciudad ahora, antes de que nos enredemos con la guardia de la ciudad o nos traicionen los templarios.

– Cuando esto termine, el resto de vosotros puede hacer lo que le venga en gana -manifestó Rokan-. Si queréis marcharos, por mí podéis ir a asfixiaros en el Mar de Cieno; pero el elfling pagará por lo que ha hecho. Y, cuando haya acabado con él, regresaré y mataré al templario.

– ¿Enfrentarte a un profanador? -se sorprendió Devak-. No cuentes conmigo.

– Ni conmigo -declaró Gavik-. Sabes mejor que ninguno de nosotros lo que Timor puede hacer, ¿y no obstante sigues pensando que puedes matarlo?

– Creerá que soy su servidor, esclavizado por su promesa de curar mi cara y hacerme rico -explicó Rokan-. Me comportaré como su lacayo y, cuando llegue el momento, le romperé el cuello o le hundiré un cuchillo en las costillas.

– Déjame fuera de esto -dijo Vorlak-. Ya tengo bastante de todo este asunto. Yo ya he acabado.

– ¡Habrás acabado una vez que el elfling esté muerto, y no antes! -exclamó Rokan, agarrándolo por la garganta-. ¡Después de eso, podéis iros al infierno, por lo que a mí respecta!

– Muy bien -refunfuñó Vorlak con voz encogida-. El elfling morirá; pero no quiero tomar parte en el intento de matar al templario.

– Ninguno de nosotros quiere -apuntó Gavik.

– Como queráis -dijo Rokan, soltando a Vorlak y retomando la persecución de Sorak.

El joven se encontraba ya casi fuera de la vista, y tu – vieron que acelerar el paso para acortar distancias. Las calles estaban ya muy oscuras y casi desiertas. Tan sólo en algunas viviendas brillaba la luz de las lámparas. Sorak dobló por otra calle, y ellos apresuraron el paso para alcanzarlo; cuando llegaron a la esquina, descubrieron que había entrado en una estrecha callejuela sinuosa que terminaba en un callejón sin salida. Varios callejones salían de cada uno de los lados, entre los edificios apelotonados. Era el lugar perfecto para una emboscada.

– Acabemos con esto -dijo Vorlak, avanzando al tiempo que acercaba la mano a la espada.

– Espera -lo contuvo su jefe, cogiéndolo del brazo.

Sorak había entrado en una taberna, el único edificio de la calle que aún tenía luces ardiendo en su interior. Varias personas salieron al entrar él, y los bandidos observaron en silencio mientras pasaban por su lado.

– Esperaremos hasta que salga -anunció Rokan-. Vorlak, tú y Tigan os colocáis en ese callejón de ahí. -Señaló el oscuro callejón cubierto de basura situado justo al otro lado de la calleja-. Devak, tú y Gavik apostaos en el callejón del otro lado. Yo esperaré en la calle, junto a la entrada de la taberna, y fingiré estar borracho. Cuando salga, lo dejaré pasar y luego me acercaré por detrás mientras vosotros salís y le cortáis el paso.

– ¿Qué sucederá si no sale solo? -inquirió Tigan-. ¿Y si va alguien con él?

– En ese caso, mala suerte para ellos -respondió Rokan.

Sorak se detuvo unos segundos frente a la entrada de la taberna. Era un vetusto edificio de dos plantas de adobe encalado, y, al igual que muchas construcciones de la zona, gran parte del enlucido se había desgastado o desconchado, lo que dejaba al descubierto los ladrillos y la argamasa de debajo. La entrada no estaba protegida por ningún alero. Un corto tramo de escalones de madera conducía a un portal en forma de arco con una pesada puerta claveteada de madera. Sobre la puerta colgaba un letrero también de madera en el que se veía la imagen de un gigante borracho, toscamente pintada. Había dos ventanas en el muro a cada lado de la puerta, ahora bien cerradas para impedir la entrada al frío nocturno y los enjambres de insectos noctámbulos.

Un par de clientes salieron del establecimiento y pasaron junto a Sorak, los dos andando algo tambaleantes. Al abrirse la puerta para dejarlos salir, el joven escuchó gritos y risas procedentes del interior, y, con paso decidido, subió los escalones y cruzó la entrada.

Se detuvo un instante en el portal y paseó la mirada en derredor. La tienda tenía la forma de un largo rectángulo abierto, con desportillados bancos y mesas de madera a la izquierda y una larga barra de bar a la derecha. Tras la barra se veían toscas y polvorientas estanterías que sostenían toda una variedad de botellas de vino. Unas pocas lámparas de aceite iluminaban la zona del bar, en tanto que grandes velas cuadradas, lo bastante gruesas como para mantenerse en pie por sí solas, ocupaban el centro de cada mesa, derramando cera sobre la madera. Las paredes interiores, al igual que las exteriores, eran de adobe encalado, con el enlucido desconchado en varios sitios. El suelo de tablas de madera estaba viejo y manchado.

Mediaba un abismo entre aquel ambiente y la elegancia del comedor de Krysta, y los clientes parecían hacer juego con la atmósfera. Eran una pandilla de personajes toscos y malcarados, y Sorak detectó un par de forzudos semigigantes en cada extremo de la barra, que no perdían de vista a los clientes; cada uno tenía un garrote a mano, y varios cuchillos de hoja de obsidiana guardados en el cinturón. El que se encontraba más cerca de la puerta sopesó a Sorak con la mirada cuando éste entró o; sus ojos se posaron unos instantes sobre la espada, la empuñadura apenas visible bajo la capa abierta del elfling.

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