Mostró sus impresiones a Elena y a Criselda, pero notó que ninguna de las dos lo consideraba importante. Y cuando Criselda se quejó de la desaparición de los números telefónicos en la memoria inmediata del aparato, Anaíd, anonadada, consideró que lo mejor sería callar.
Era más que evidente que tras la desaparición de Selene alguien había regresado dispuesto a borrar todas las huellas.
Tuvo su primer escalofrío.
¿Cómo había entrado en casa?
¿Cómo había sabido cuáles eran sus efectos personales?
¿Cómo había conseguido borrar la memoria del aparato telefónico?
¿Cómo había logrado escribir e-mails datados en fecha anterior?
Sólo había una explicación. Lo había hecho Selene en persona.
Luego se sintió mal, muy mal, y se metió en cama tiritando.
No tenía fiebre y sin embargo se sentía mucho peor que cuando sufrió la neumonía y la ingresaron a causa de las convulsiones. A Anaíd le dolía todo el cuerpo, desde la raíz del cabello hasta las uñas de los pies. Se sentía crujir los huesos uno a uno, sentía las vísceras removerse dentro de sus cavidades, sentía cuchillos clavados en los tendones, sentía los músculos asaeteados por mil agujas, sentía la piel tensa a punto de resquebrajarse. Imposible pegar ojo, sentarse, leer o… simplemente pensar.
Hacía ya dos semanas que se sentía morir y no iba a la escuela, aunque esto último no tenía importancia. El médico le había dicho que descansara y que no se preocupase por los estudios, que estaba alterada por lo que había ocurrido con su madre. Anaíd se avergonzó. En boca de todos estaba la historia de la huida de Selene con un hombre llamado Max y, si bien al principio Anaíd se resistió a admitir la traición, fue considerando que Selene había huido con él en un rapto de locura, que era su estilo, y que luego había regresado de noche para llevarse sus cosas, reescribir sus e-mails , borrar sus llamadas y enviar el telegrama y su dinero. Lo había solventado todo sin atreverse a dar la cara. Eludiéndola. Y por su cobardía y sus mentiras hubiera querido odiarla, extirparla de su vida como una apendicitis infecciosa. Hubiera querido tenerla delante para echarle en cara su egoísmo, su absoluta falta de responsabilidad, la misma que le reprochaba Deméter. Pero también sabía que la necesitaba. Fuese egoísta, ambiciosa, irresponsable o loca…
Durante esos días de obligado reposo lo que más la inquietaba era su cabeza, o lo que tuviese dentro, porque en lugar de cerebro parecía que se le hubiese instalado un enjambre de abejas o un aserradero de madera. El zumbido le resultaba insoportable; era constante, pero se agudizaba en determinados momentos y en sitios muy concretos. Una tarde intentó hallar tranquilidad en su refugio, pero no consiguió recorrer el camino del robledal, pues antes de llegar a su cueva se vio obligada a dar media vuelta y regresar corriendo. Era una tortura, la mezcolanza de sonidos que desprendía el bosque agudizó el zumbido hasta un nivel insoportable y a punto estuvo de volverla loca.
Anaíd añoraba a Selene constantemente, pero en los momentos en que se encontraba peor añoraba a Karen. Deseó que Karen, su médico y gran amiga de su madre, regresara de Tanzania, la tendiese en su camilla de olor a azúcar Candy para hacerle cosquillas con el auscultómetro y la curase. De niña creía que el estetoscopio de Karen era mágico y que con sólo acariciar su pecho o su espalda sanaba sus bronquios o sus pulmones resfriados.
Intentó pensar como habría pensado Karen, intentó preguntarle a Karen cómo comportarse, y la respuesta le llegó a través de un susurro que la visitó una noche de insomnio: «Anaíd, bonita, no luches contra el dolor ni el rui do, es tu cuerpo, eres tú, forman parte de ti, no los rechaces, siente el dolor, respira hondo, escucha los sonidos que hay dentro de ti, acéptalos, intégralos en ti.»
La sugestión de la voz de Karen funcionó como la seda. Consiguió que su cuerpo aflojase la tensión y que el retumbar de su cabeza se amortiguase, sobre todo al caer la noche.
Pero al igual que en los episodios febriles, le sucedía que luego, de madrugada, tras haber conseguido dar un par de cabezadas, se despertaba con los ojos abiertos y el corazón palpitante creyendo que las paredes de su habitación hablaban, que de las cortinas de la ventana surgía una esbelta figura de una dama con una airosa túnica y que sobre su kilim turco reposaba un guerrero a la antigua usanza, con yelmo y armadura.
Ésas eran sus alucinaciones, cobraban forma cada noche y cada noche ocupaban el mismo lugar. El caballero y la dama eran osados y curiosos, la observaban con descaro y parecía que iban a ponerse a hablar en cualquier momento. Eso era tal vez lo más divertido de todo lo que le estaba sucediendo.
Mientras tanto, tía Criselda, un encanto, pero no servía más que para causarle problemas y montar estropicios. Anaíd intentó explicarle los síntomas de su extraña enfermedad, pero tras visitar al médico y no obtener un diagnóstico claro ni un remedio concreto, la mujer se asustó, se lió diciendo que ella no entendía de niños y le dio a beber un líquido nauseabundo que le produjo una gran vomitona. Se pasaba la mayor parte del día haciendo llamadas telefónicas o revolviendo en la biblioteca y en la habitación de Selene. Últimamente la tenía preocupada la difícil situación financiera en que vivían. Tía Criselda había descubierto que tras la muerte de Deméter Selene hipotecó la casa y derrochó el dinero a manos llenas. Se cambió de coche, compró mobiliario nuevo, viajó y se regaló un montón de caprichos. En esos momentos las deudas y facturas impagadas amenazaban con ahogarlas y tía Criselda no sabía cómo conseguir el dinero. Melendres, el editor de su madre, era un mal bicho. Se negó a adelantarles ni un duro si Selene no firmaba personalmente sus facturaciones.
Pero a Anaíd, a sus catorce años, no le preocupaba ese tipo de cosas. Además, no confiaba en la tía Criselda. Excepto sus manos balsámicas que borraban las preocupaciones, para nada recurriría de nuevo a ella en busca de soluciones prácticas a problemas concretos. Nunca le pediría que le preparase una tortilla (se la frió con vinagre) o un filete (se lo sirvió crudo) o que le lavase un jersey (lo destiñó con lejía).
Lo que no acababa de comprender Anaíd era por qué motivo se consideraba que un adulto cuidaba de un niño cuando en su caso era completamente al revés. Tía Criselda, con todo el morro, se apuntaba a las comidas y a las cenas que ella preparaba. Afortunadamente Criselda era conformista, le daba lo mismo comer unos espaguetis carbonara, que unos espaguetis con tomate que unos espaguetis al pesto. En eso le agradecía la falta de gusto y Anaíd confirmaba que tía Criselda era un espécimen muy raro de adulto y que las mujeres de su familia no se parecían en nada entre ellas, pero que -cada una en su especialidad- juntas podían poblar un zoológico.
Fuese por el atracón de espaguetis, el reposo o los mismos nervios, lo cierto es que a los quince días de la desaparición de Selene -y a los trece exactos de la llegada de tía Criselda- Anaíd se dio cuenta de que la ropa que usaba no le servía. Ni le subía la cremallera de los pantalones ni le abrochaban los botones de las camisas y, ante su estupor, se percató de que necesitaba un sujetador. Anaíd, sin creérselo, comprobó que por primera vez en su vida le estaba creciendo el pecho. ¡Y Selene no estaba para celebrarlo!
No quiso decírselo a tía Criselda. Era demasiado indiscreta o demasiado poco entendida en niñas. Proclamaría a los cuatro vientos que su sobrina necesitaba un sujetador o diría que ella no entendía de sujetadores de chicas. Con lo cual, decidió salir sola, hacia el crepúsculo, cuando los ruidos disminuían y su cabeza dejaba de echar humo por unas horas. Cogió dinero del sobre del cajón de la cómoda y salió de casa camino de la mercería rogando que no estuviese Eduardo. Si la atendía Eduardo se moriría de vergüenza, sería capaz de Cundirse ante el mostrador. Eduardo tocaba a su lado en la banda del pueblo: ella, el acordeón, y él, el trombón. No la había mirado jamás, no sabía que existía, pero Anaíd sí que miraba a su izquierda constantemente para contemplar el sudor que perlaba su frente morena y la vena que se le hinchaba en el cuello al soplar el instrumento. Eduardo era mayor, hacía músculos en el gimnasio, tenía novia y estaba como un queso, o eso decían sus amigas, envidiosas de que tocara junto a Eduardo.
Читать дальше