Duró menos de tres minutos. Unos pocos clientes lúcidos de la taberna trajeron jarras de agua y remojaron el armazón de la cómoda, que todavía ardía. Lancé las cortinas de terciopelo, humeantes, por la ventana y grité: «¡Cuidado con eso!». Para que Simmon supiera que tenía que recuperar mi piedra de asedio de entre la maraña de tela.
Encendieron unas lámparas, y poco a poco el aire que entraba por la ventana dispersó el humo. Fue metiéndose gente en la habitación para echar una mano, contemplar el desastre o sencillamente chismorrear. Se formó un grupito de curiosos ante la destrozada puerta de Ambrose; distraído, me pregunté qué clase de rumores surgirían de mi actuación de esa noche.
Una vez que la habitación quedó bien iluminada, admiré los daños que había producido el fuego. La cómoda había quedado reducida a un montón de palos calcinados, y la pared de yeso que tenía detrás estaba resquebrajada y cubierta de ampollas a causa del calor. En el techo blanco, había aparecido una mancha negra de hollín con forma de abanico.
Me vi reflejado en el espejo del vestidor y me llevé una alegría al comprobar que tenía las cejas más o menos intactas. Estaba empapado de sudor, con el cabello enmarañado y la cara manchada de ceniza. El blanco de mis ojos destacaba contra el negro de mi piel.
Wilem vino a mi lado y me ayudó a vendarme la mano izquierda. En realidad no me la había quemado, pero sabía que parecería extraño que saliera del incendio completamente ileso. Aparte de un poco de pelo chamuscado, mis únicas heridas eran los agujeros que se me habían hecho en las mangas. Otra camisa perdida. Si seguía así, a finales del bimestre tendría que ir desnudo.
Me senté en el borde de la cama mientras traían más agua para rociar la cómoda. Señalé una viga chamuscada del techo, y la remojaron también; se oyó un intenso silbido y de la viga salió una nube de humo y vapor. Seguían entrando y saliendo curiosos que contemplaban los destrozos y murmuraban sacudiendo la cabeza.
Cuando Wil estaba terminando de vendarme la mano, oí ruido de cascos de caballo sobre adoquines; el chacoloteo acalló momentáneamente el ruido de unos enérgicos pisotones de unas botas de tachuelas.
No había pasado ni un minuto cuando oí a Ambrose en el pasillo.
– ¿Qué está pasando aquí, en el nombre de Dios? ¡Largaos! ¡Fuera!
Maldiciendo y apartando a la gente a empellones, Ambrose entró en su habitación. Cuando me vio sentado en su cama, se paró en seco.
– ¿Qué haces en mis habitaciones?
– ¿Qué? -pregunté, y miré alrededor-. ¿Estas son tus habitaciones? -No fue fácil darle a mi voz el tono adecuado de consternación, porque todavía estaba un poco ronco a causa del humo-. ¿Me he quemado para salvar tus cosas?
Ambrose entrecerró los ojos y fue hacia los restos de su cómoda. Me miró, y entonces abrió mucho los ojos: por fin lo había entendido. Reprimí el impulso de sonreír.
– Largo de aquí, asqueroso ladrón Ruh -me espetó con todo su odio-. Te juro que si falta algo, te denunciaré ante el alguacil. Haré que te lleven ante la ley del hierro y veré cómo te ahorcan.
Inspiré para responder, pero me dio un ataque de tos y tuve que contentarme con mirarlo con odio.
– Bien hecho, Ambrose -dijo Wilem con sarcasmo-. Lo has descubierto. Te ha robado tu fuego.
Uno de los curiosos intervino:
– ¡Sí, haz que te lo devuelva!
– ¡Largo! -gritó Ambrose, colorado de ira-. Y llévate a ese repugnante miserable si no queréis que os dé a los dos la paliza que os merecéis. -Los que estaban allí miraban perplejos a Ambrose, asombrados de su comportamiento.
Lo miré con orgullo, largamente, regodeándome con mi actuación.
– De nada -dije con dignidad ofendida, y pasé a su lado y lo aparté de un brusco empujón.
Cuando salía, un individuo gordo y rubicundo con chaleco entró tambaleándose por la estropeada puerta de la habitación de Ambrose. Lo reconocí: era el dueño del Pony de Oro.
– ¿Qué demonios pasa aquí? -preguntó.
– Las velas son peligrosas -dije. Miré a Ambrose por encima del hombro-. Francamente, chico -le dije-, no sé dónde tienes la cabeza. Se diría que un miembro del Arcano tendría más cuidado con esas cosas.
Wil, Mola, Devi y yo estábamos sentados alrededor de lo que quedaba de la hoguera cuando oímos unas pisadas que se acercaban entre los árboles. Fela todavía iba elegantemente vestida, pero se había soltado el pelo. Sim caminaba a su lado, sujetando distraídamente las ramas para apartarlas del camino a medida que avanzaban por la maleza.
– ¿Se puede saber dónde estabais? -preguntó Devi.
– He tenido que volver andando desde Imre -explicó Fela-. Sim me esperaba a mitad de camino. No te preocupes, mamá, se ha portado como un perfecto caballero.
– Espero que no lo hayas pasado muy mal -dije.
– La cena ha ido más o menos como esperábamos -admitió Fela-. Pero la segunda parte ha hecho que valiera la pena.
– ¿La segunda parte? -preguntó Mola.
– Cuando volvíamos, Sim me ha llevado a ver cómo había quedado el Pony, y me he parado a hablar un momento con Ambrose. Nunca me había divertido tanto. -Fela compuso una sonrisa traviesa-. Me he hecho la ofendida y le he leído la cartilla.
– Sí, ha sido genial -confirmó Simmon.
Fela se volvió hacia Sim y puso los brazos en jarras.
– ¿Cómo te atreves a dejarme plantada?
Sim frunció exageradamente el ceño y se puso a gesticular.
– ¡Escúchame, tonta del bote! -dijo imitando el acento víntico de Ambrose-. ¡Había un incendio en mis habitaciones!
Fela se dio la vuelta y, alzando las manos, exclamó:
– ¡No me mientas! Te has largado con alguna prostituta. ¡Jamás me había sentido tan humillada! ¡No quiero volver a verte!
Todos aplaudimos. Fela y Sim entrelazaron los brazos e hicieron una reverencia.
– Para ser precisos -dijo Fela con brusquedad-, Ambrose no me ha llamado «tonta del bote». -No se soltó del brazo de Sim.
– Bueno, sí -dijo Simmon, un poco abochornado-. Hay cosas que no se le pueden llamar a una mujer, ni siquiera en broma. -Se soltó de Fela de mala gana y se sentó en el tronco del árbol caído. Ella se sentó a su lado.
Entonces Fela se inclinó hacia él y le susurró algo al oído. Sim rió y sacudió la cabeza.
– Por favor -dijo Fela, y apoyó una mano en su brazo-. Kvothe no ha traído su laúd. De alguna forma tenemos que distraernos.
– Está bien -concedió Simmon, ligeramente aturullado. Cerró los ojos un momento y recitó con voz resonante:
Y presta llegó Fela de luceros ardientes,
cruzó los adoquines con un paso bien fuerte.
Se plantó ante Ambrose de cenizas rodeado,
de mirada severa y rostro demudado.
Mas no le temió Fela la del bravío pe…
Simmon paró bruscamente antes de terminar la palabra «pecho», y se puso rojo como una remolacha. Devi, sentada al otro lado de la hoguera, soltó una risotada campechana.
Wilem, como buen amigo, intervino para distraer la atención de todos.
– ¿Qué significa esa pausa que haces? -quiso saber-. Parece como si te quedaras sin respiración.
– Yo también se lo he preguntado -dijo Fela sonriendo.
– Es un recurso de la poesía en víntico éldico -explicó Sim-. Es una pausa en medio del verso que se llama cesura.
– Estás peligrosamente bien informado sobre poesía, Sim -observé-. Estoy a punto de perder el respeto que siento por ti.
– No digas eso -dijo Fela-. A mí me encanta. Lo que pasa es que estás celoso porque tú no sabes improvisar como él.
– La poesía es una canción sin música -dije con altivez-. Y una canción sin música es como un cuerpo sin alma.
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