– Eres muy amable -dijo en voz baja, e hizo un extraño movimiento con las manos.
– Dime, ¿qué estropeó las cosas con Kellin? -pregunté para dirigir la conversación a terreno más seguro.
– Que recibía demasiadas visitas de caballeros -dijo ella con aspereza.
– Deberías haberle explicado que no soy nada ni remotamente parecido a un caballero -dije-. Quizá eso lo habría tranquilizado. -Pero sabía que el problema no podía ser yo. Solo había conseguido ir a verla una vez. ¿Habría sido Ambrose el que iba a visitarla? No me costó nada imaginármelo en aquel fastuoso salón. Su maldito sombrero colgado en la esquina del respaldo de una butaca mientras él bebía chocolate caliente y contaba chistes.
Denna hizo una mueca burlona.
– El que más le molestaba era Geoffrey -me contó-. Por lo visto, se suponía que tenía que quedarme sentada, sola y en silencio en mi cajita, hasta que él viniera a verme.
– ¿Cómo está Geoffrey? -pregunté por educación-. ¿Ya ha conseguido meter alguna otra idea en su cabeza?
Esperaba que Denna se riera, pero se limitó a dar un suspiro.
– Sí, pero ninguna buena. -Sacudió la cabeza-. Vino a Imre a hacerse un nombre con su poesía, pero perdió hasta la camisa apostando.
– No es la primera vez que oigo esa historia -repliqué-. En la Universidad pasa continuamente.
– Eso solo fue el principio -dijo ella-. Creyó que podría recuperar su dinero, claro. Primero fue a una casa de empeños. Luego pidió prestado dinero y también lo perdió. -Hizo un gesto conciliador-. Aunque ese no lo apostó, todo hay que decirlo. Lo estafó una mala mujer. Lo engañó con la viuda llorosa, imagínate.
– ¿Con qué? -pregunté, extrañado.
Denna me miró de reojo y se encogió de hombros.
– Es un timo muy sencillo -dijo-. Una joven se pone delante de una casa de empeños, muy aturullada y llorosa, y cuando pasa algún rico caballero, le explica que ha ido a la ciudad a vender su anillo de boda. Necesita dinero para pagar los impuestos, o para saldar su deuda con un prestamista. -Agitó las manos con impaciencia-. Los detalles son lo de menos.
»E1 caso es que cuando llegó a la ciudad le pidió a alguien que empeñara el anillo por ella. Porque ella no sabía regatear, claro.
Denna se paró delante del escaparate de una casa de empeños; fingiendo una profunda aflicción, exclamó:
– ¡Pensé que podía confiar en él! ¡Pero empeñó mi anillo y salió corriendo con el dinero! ¡Mire, es ese anillo de ahí!
Señaló a través del cristal del escaparate con gesto teatral.
– Pero -continuó Denna levantando un dedo-, afortunadamente, vendió el anillo por una pequeña parte de su valor real. Es una reliquia de la familia valorada en cuarenta talentos, pero la casa de empeños lo vende por cuatro. -Se acercó más a mí y me puso una mano en el pecho, mirándome con ojos suplicantes-. Si usted comprase el anillo, podríamos venderlo al menos por veinte talentos. Y yo le devolvería sus cuatro talentos de inmediato.
Se retiró y encogió los hombros.
– Algo así.
– ¿Y eso es un timo? -dije frunciendo el entrecejo-. Descubriría el engaño en cuanto fuéramos a ver a un tasador.
Denna puso los ojos en blanco.
– No funciona así. Acordamos encontrarnos mañana a mediodía. Pero cuando llego, tú ya has comprado el anillo y te has largado con él.
De pronto lo entendí.
– ¿Y tú te repartes el dinero con el dueño de la casa de empeños?
Me dio unas palmaditas en el hombro.
– Sabía que tarde o temprano lo entenderías.
Me pareció casi infalible, salvo por un detalle.
– Pero el dueño de la casa de empeños, tu compinche, tendría que ser una persona digna de confianza y, al mismo tiempo, deshonesta. Una extraña combinación.
– Cierto -admitió ella-. Pero normalmente las casas de empeño están marcadas. -Señaló la parte superior del marco de la puerta de la casa de empeños. La pintura tenía una serie de marcas que habrían podido confundirse fácilmente con arañazos.
– Ah. -Vacilé un momento antes de añadir-: En Tarbean, esas señales significaban que aquel era un lugar seguro donde vender… -busqué un eufemismo adecuado- mercancías adquiridas por medios cuestionables.
Si a Denna le sorprendió mi confesión, lo disimuló muy bien. Se limitó a menear la cabeza y señalar las marcas con mayor precisión, desplazando el dedo por encima y diciendo:
– Aquí pone: «Propietario de fiar. Abierto a estafas sencillas. Reparto equitativo». -Examinó el resto del marco y el letrero de la tienda-. No dice nada de compra-venta de joyas de tu tía abuela.
– Nunca supe cómo se leían -admití. La miré de reojo y, con cuidado de borrar toda crítica de mi voz, añadí-: Y tú sabes cómo funcionan estas cosas porque…
– Lo leí en un libro -contestó ella con sarcasmo-. Si no, ¿cómo quieres que lo sepa?
Siguió caminando por la calle, y yo la seguí.
– Yo no suelo hacerme pasar por una viuda -dijo Denna como de pasada-. Soy demasiado joven. Prefiero decir que es el anillo de mi madre. O de mi abuela. -Se encogió de hombros-. Puedes cambiar el guión en función de las circunstancias.
– ¿Y si el caballero es honrado? -pregunté-. ¿Y si se presenta a mediodía dispuesto a ayudar?
– No suele pasar -dijo ella con una sonrisita irónica-. A mí solo me ha ocurrido una vez. Me pilló completamente desprevenida. Ahora lo arreglo de antemano con el dueño, por si acaso. No me importa estafar a algún canalla dispuesto a aprovecharse de una muchacha indefensa. Pero no me gusta robar a alguien que intenta ayudar. -Su semblante se endureció-. No como esa zorra que engañó a Geoffrey.
– Geoffrey se presentó a mediodía, ¿no?
– Claro -confirmó Denna-. Y le dio el dinero. «No hace falta que me devuelva lo mío, señorita. Usted tiene que salvar la granja de su familia.» -Denna se pasó las manos por el pelo y miró al cielo-. ¡Una granja! ¡Eso no tiene ningún sentido! ¿Cómo iba a tener la mujer de un granjero un collar de diamantes? -Me miró y agregó-: ¿Por qué los hombres buenos son tan idiotas con las mujeres?
– Geoffrey es noble -dije-. ¿Por qué no escribía a su familia?
– Nunca se ha llevado bien con su familia -me explicó Denna-. Y ahora, menos. En la última carta no le enviaban dinero, solo la noticia de que su madre está enferma.
Su voz tenía un deje que me llamó la atención.
– ¿Muy enferma? -pregunté.
– Enferma. -Denna no levantó la vista-. Muy enferma. Y Geoffrey ya ha vendido su caballo, claro, y no puede pagarse un pasaje de barco. -Volvió a suspirar-. Es como uno de esos horripilantes dramas tehlinos. El mal camino, o algo por el estilo.
– Si es así, lo único que tiene que hacer es entrar en una iglesia al final del cuarto acto -razoné-. Rezará, aprenderá la lección y será un muchacho recto y virtuoso el resto de su vida.
– Si hubiera venido a pedirme consejo, no habría pasado nada. -Hizo un gesto de frustración-. Pero no, vino a verme después para contarme cómo lo había arreglado. Como el prestamista del gremio le había cortado el crédito, ¿sabes qué hizo?
– Fue a ver a un renovero -dije, y noté que se me encogía el estómago. +
– ¡Y no sabes lo contento que estaba cuando vino a decírmelo! -Denna me miró con gesto de desesperación-. Como si por fin hubiera encontrado la manera de salir de este lío. -Se estremeció-. Entremos ahí. -Señaló un pequeño jardín-. Hoy hace más viento del que creía.
Dejé el estuche de mi laúd en el suelo y me quité la capa.
– Toma, yo no tengo frío.
Denna iba a rechazar mi ofrecimiento, pero al final se puso mi capa.
– Y luego dices que no eres un caballero -bromeó.
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