Tuvieron que detenerse. El camino que discurría siguiendo una retorcida pendiente desaparecía en parte en una masa de rocas que se había producido a consecuencia de una avalancha, y en parte había sido cortado y se hundía en un precipicio. El precipicio estaba lleno de una niebla gris, lo que no permitía calcular su profundidad real. Al otro lado reverberaban unas lucecillas, se dibujaban apenas los contornos de unos edificios.
– Bajad del caballo -ordenó Buko-. Don Huon, por favor.
– Sujetad a los caballos. -El mago se puso al pie del despeñadero, alzó su retorcido bastón-. Sujetadlos bien.
Agitó el bastón, gritó un conjuro, que de nuevo, como en Sciborowa Poreba, sonaba a árabe, pero significativamente más largo, complicado y dificultoso, también en su entonación. Los caballos relincharon, retrocedieron, pateando con fuerza.
De improviso sopló un viento helado, un frío glacial cayó como una emboscada. El frío les acuchilló las mejillas, les estremeció las narices, les llenó los ojos de lágrimas, entró en la garganta seco y doloroso aprovechando el aliento. La temperatura disminuyó bruscamente, estaban como en el interior de una esfera que hubiera absorbido todo el frío del mundo.
– Sujetad… a los caballos… -Buko se cubrió el rostro con el antebrazo. Woldan de Osin gimió, echándose mano a la cabeza vendada. Reynevan sintió cómo los dedos que sujetaban las riendas se curvaban y perdían sensibilidad.
Todo aquel frío del mundo convocado por el hechicero, que hasta entonces sólo había sido percibido, comenzó de pronto a hacerse visible, tomó la forma de un resplandor blanco que se retorcía sobre el precipicio. El resplandor refulgió primero en forma de copos de nieve brilló luego cegador. Se escuchó un chasquido agudo y cada vez más alto, un crescendo chirriante que alcanzó su culminación en un acorde cristalino y cimbreante como una campana.
– La ma… -comenzó Rymbaba. Y no lo terminó.
Un puente estaba tendido sobre el abismo. Un puente de hielo, resplandeciente y refulgente como un brillante.
– Adelante. -Huon von Sagar aferró con fuerza al caballo de su cabezal junto al bocado-. Crucemos.
– ¿Y ha de aguantar eso? ¿No se quebrará?
– Con el tiempo se quebrará. -El mago se encogió de hombros-. Es cosa poco duradera. Cada instante de demora acrecienta el riesgo.
Notker Weyrach no hizo más preguntas, se apresuró a arrastrar al caballo siguiendo a Huon. Tras él entró en el puente Wittram, luego Rymbaba. Las herraduras repicaban en el hielo, levantando un eco cristalino.
Viendo que Hubertillo no era capaz de hacerse a la vez con el caballo y con Catalina Biberstein, Reynevan se apresuró a ir en su ayuda, pero lo adelantó Sansón, que tomó a la muchacha en los brazos. Buko Krossig estaba cerca, con la mirada vigilante y la mano en la empuñadura de la espada. Huele a chamusquina, pensó Reynevan. Sospecha de nosotros.
El puente, que emanaba frío, resonaba bajo los cascos de los caballos. Nicoletta miró abajo y gimió bajito. Reynevan también miró y tragó saliva. A través del hielo se veía la niebla que cubría el fondo del despeñadero y las copas de los pinos que la atravesaban.
– ¡Más deprisa! -los espoleó Huon von Sagar, que iba el primero. Como si lo supiera.
El puente comenzó a temblar, comenzó a blanquearse a ojos vista, a perder transparencia. En muchos lugares aparecieron largas líneas.
– ¡Vivo, vivo, joder! -fustigó a Reynevan Tassilo du Tresckow, que conducía a Woldan. Los caballos que llevaba Scharley, quien cerraba la procesión, relincharon. Los animales se estaban poniendo cada vez más nerviosos, se echaban a un lado, pateaban. Y con cada patada sobre el puente crecían las fisuras y las rajas. La construcción temblaba y gemía. Cayeron abajo los primeros fragmentos de hielo.
Reynevan se atrevió por fin a volver a mirar bajo sus pies, con un alivio inenarrable vio piedras, fragmentos de rocas, el fin del puente de hielo. Estaba al otro lado. Todos estaban al otro lado.
El puente crepitó, tembló y estalló con un estampido y un gemido cristalino, se deshizo en un millón de brillantes fragmentos que volaban hacia abajo y que caían sin un ruido en el abismo brumoso. Reynevan suspiró con fuerza, coreado por otros suspiros.
– Talmente hace siempre -dijo a media voz Hubertillo, que estaba junto a él-. Don Huon, se entiende. No más platica de tal modo. Nada había de temerse, la puente aguanta, se cae siempre tras el último que pasa. Y los que aún pasaran. Don Huon no más gusta de hacer chanzas.
Scharley describió con una corta palabra tanto a Huon como a su sentido del humor. Reynevan miró a su alrededor. Vio una muralla llena de saeteras, coronada por merlones. Una puerta, sobre ella una torreta de guardia cuadrangular. Y una torre alzándose por encima de todo ello.
– El castillo de Bodak -le explicó Hubertillo-. En casa ya estamos.
– Un poco difícil tenéis el llegar a casa -advirtió Scharley-. ¿Qué hacéis cuando os falla la magia? ¿Pernoctáis al raso?
– De eso nada. Hay un otro camino, desde Klodzko, oh, por allá discurre. Mas por aquel lado es más largo, sí, sí, lo menos hasta la medianoche que nos habríamos tirado…
Mientras Scharley le daba conversación al escudero, Reynevan intercambiaba miradas con Nicoletta. La muchacha tenía un aspecto asustado, como si sólo ahora, a la vista del castillo, se hubiera dado cuenta de la seriedad de la situación. Por vez primera, parecía, la señal visual de Reynevan le produjo alivio y la reconfortó. Una señal que decía: no tengas miedo. Y aguanta. Te sacaré de aquí, lo juro.
La puerta chirrió al abrirse. Al otro lado había un pequeño patio. Algunos pajes a los que Buko von Krossig, como saludo, insultó acusándoles de tardar demasiado y ordenó que se pusieran al tajo, encargándoles de ocuparse de los caballos, las armaduras, los baños, comida y bebida. Todo a la vez y todo de inmediato, deprisa y al mismo tiempro.
– Bienvenidos -dijo el raubritter- a mi patrimonium, señores. Al castillo de Bodak.
Formosa von Krossig debía de haber sido una mujer atractiva. Como la mayor parte de las mujeres atractivas, sin embargo, acabó por transformarse, cuando pasaron los años jóvenes, en una horrible estantigua. La silueta, que seguramente fuera comparada alguna vez con un abedul joven, ahora recordaba más bien a una escoba vieja. La tez que alguna vez se alabara comparándola con un melocotón era ahora seca y llena de manchas, y asentaba sobre los huesos como en la horma de un zapatero, a causa de lo cual la nariz, que en otro tiempo de seguro que la alabaran como muy sensual, se había hecho extremadamente parecida a la de una bruja. Mujeres con narices mucho más cortas y menos retorcidas se acostumbraba en Silesia a ahogarlas en ríos y albercas.
Como la mayoría de las mujeres que antaño habían sido hermosas, Formosa von Krossig no se daba cuenta tozudamente del «antaño», no tomaba conciencia de que había traspasado para no volver la primavera de la edad. Y de que se acercaba el invierno. Esto se veía especialmente en la forma en la que Formosa se vestía. Toda su ropa, desde los botines de un rosa venenoso hasta la graciosa toca, la delicada túnica blanca, el couvrechef de muselina, el vestido ceñido de índigo claro, el cinturón adornado de perlas, el surcóte escarlata brocado, todo le habría sentado mejor a una doncella.
Y para colmo, cuando le tocaba encontrarse con hombres, Formosa von Krossig se ponía involuntariamente seductora. El resultado producía pánico.
– Un huésped en casa, Dios te lo manda. -Formosa von Krossig sonrió a Scharley y Notker Weyrach, mostrando una dentadura amarillenta-. Bienvenidos sean los señores a mi castillo. Por fin has llegado, Huon. Te he echado mucho, mucho de menos.
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