De esta manera me deslicé hacia la completa virilidad. Creí ver la forma que tomaría mi vida desenvolviéndose ante mí. Comería bien y bebería bien y gozaría de muchas mujeres, y sería un guerrero y un sacerdote y un príncipe; y un día Dumuzi moriría y yo sería llamado a ser rey de Uruk. No cuestionaba nada de aquello. Era claramente mi destino. Aunque ya era muy consciente de que los dioses eran caprichosos, no los consideraba estúpidos: ¿y quién mejor para gobernar la ciudad, una vez alcanzara la edad, que el hijo de Lugalbanda? Consideraba inevitable que la asamblea de la ciudad me eligiera a mí una vez se cumpliera el tiempo de Dumuzi.
Pero mientras tanto Dumuzi era el rey. Y Dumuzi, aunque ya no joven —tenía al menos veinticuatro años entonces— distaba mucho de ser viejo. Podía vivir fácilmente otros veinte años, si tenía suerte en el campo de batalla. Eso era mucho tiempo para que yo aguardara al trono. Una gran inquietud brotaba de mí. Tenía que luchar para contenerla.
Un día, por aquel entonces, un esclavo que Llevaba el distintivo de Inanna vino hasta mí mientras estaba practicando el lanzamiento de la jabalina y dijo:
—Debes venir ahora mismo al templo de la diosa.
Me condujo por serpenteantes corredores que nunca antes había visto, en las profundidades del Templo de mi abuelo, o quizá incluso a su lado, en túneles que descendían al interior de la Plataforma Blanca. A la parpadeante luz de nuestras lámparas de aceite: vi que las salas que atravesábamos tenían altas bóvedas y estaban adornadas con decoraciones de mosaico rojo y amarillo, lo cual era extraño en aquel lugar (de perpetua noche. Había olor de incienso en el aire, y humedad, como si las propias paredes estuvieran sudando. Aquél era evidentemente alguna especie de santuario sagrado, quizá el de la propia Inanna. Me sentí intranquilo ante aquel pensamiento, como me (ocurría siempre cuando se trataba de algo demasiado ¡íntimamente relacionado con Inanna.
Oí el corretear de pequeños animalillos en la oscuridad, y el sonido de una ronca y congestionada respiración. De tanto en tanto un corredor intersectaba el nuestro, y vi lámparas que resplandecían muy a lo lejos. En dos ocasiones cruzamos magos o exorcistas en plena tarea a la luz de una vela, acuclillados en el embaldosado suelo y esparciendo harina de cebada y olorosas ramas de tamarisco mientras pronunciaban sus conjuros. No nos prestaron la menor atención. Poco después, mientras miraba a un cruce, tuve un rápido atisbo de tres achaparradas criaturas marrones, bípedas, con grandes pechos colgantes y patas de carnero alejarse trotando de nosotros. Estoy seguro de que las vi. No tengo la menor duda de que eran demonios. Supe que me hallaba en un lugar lleno de peligros, donde un mundo bordea al otro, y cosas que se supone que son invisibles cruzan unos límites que no deberían ser cruzados.
Seguimos nuestro camino, descendiendo cada vez más. Finalmente llegué a una gran puerta incrustada con bronce que giró sobre una gran piedra redonda negra encajada debajo del pavimento.
—Entra —dijo el esclavo.
Entré en una habitación larga y estrecha, profunda y oscura. Sus toscas paredes de ladrillo estaban adornadas con pizarra negra y roja piedra caliza incrustada en betún, y cuatro lámparas montadas en otros tantos candelabros encajados altos en la pared proporcionaban una temblorosa luz. En el suelo había encajados dos triángulos superpuestos de metal blanco formando la silueta de una estrella de seis puntas.
En el centro de esa estrella había una mujer de pie, perfectamente inmóvil.
Esperaba encontrarme delante de la propia Inanna, pero ésta era alguna sacerdotisa menor, más alta, más joven y más esbelta. Estuve seguro de haberla visto antes, en las ceremonias de las diosas, cerca de Inanna y a su derecha, vistiéndola y desvistiéndola según requería el rito: una doncella de la diosa, del círculo interior del templo. Por un largo y silencioso momento la miré, y ella me miró a mí. Su belleza era extraordinaria. Me aferró como una gran mano que no pude eludir. Sentí el poder de su presa que agitaba mi alma como los ardientes vientos del verano. Iba elaborada mente acicalada: sus mejillas estaban coloreadas con una tonalidad amarillo ocre, sus párpados superiores oscurecidos con kohl, los inferiores pintados de verde con malaquita, y su denso y lustroso pelo había sido enrojecido con alheña. Llevaba un lujoso atuendo, con el emblema del haz de cañas de Inanna bordado cruzando su pecho. En un incensario que descansaba sobre un trípode de plata ardía una bola de mirra. Sus ojos, oscuros y penetrantes, recorrieron mi cuerpo de hombro a hombro, de cabeza a pies: parecía estar tomando mis medidas.
Finalmente me saludó por mi nombre, mi nombre de nacimiento. Yo no tenía nombre para ella así que no respondí. Me limité a permanecer de pie allí, mirándola estúpidamente, con la boca abierta.
Entonces dijo, casi ferozmente:
—Bien, ¿me recuerdas?
—Te he visto sirviendo a Inanna en los ritos.
Sus ojos llamearon.
—Por supuesto que sí. Todo el mundo lo ha hecho. Pero tú y yo nos hemos encontrado. Nos hemos hablado.
—¿De veras?
—Hace mucho tiempo. Tú eras muy joven. Debes haberlo olvidado.
—Dime tu nombre, y sabré si nos hemos conocido.
—¡Ah, me has olvidado!
—Olvido muy pocas cosas. Dime tu nombre —insistí.
Sonrió maliciosamente, y me dijo su nombre, que no debo transcribir aquí, porque, como mi propio nombre de nacimiento, ha sido reemplazado por otro más sagrado y debe ser abandonado para siempre. El sonido de su nombre alzó el cerrojo de mi memoria, y del almacén de mi mente brotó una oleada de recuerdos: tiras de cuentas azules, amuletos de conchas rosas, un cuerpo de muchacha sinuosamente desnudo pintado con dibujos de serpientes, unos pechos recién nacidos, un penetrante perfume. ¿Era esta mujer la misma que aquella taimada muchachita? Sí. Sí. Sus pechos eran más que unos pequeños brotes ahora, y su rostro se había hecho algo más ancho en las mejillas, y el perverso destello de sus ojos estaba oscurecido por los cosméticos con que los había pintado. Pero estaba seguro de ver todavía a la muchacha oculta dentro de la mujer.
—Sí, ahora lo recuerdo —dije—. El día del nombramiento del nuevo rey, cuando me perdí en el laberinto del templo, y tú viniste tras de mí, y me confortaste, y me devolviste a la ceremonia. Pero has cambiado mucho.
—No tanto, creo. Ya estaba empezando a ser una mujer entonces. Había sangrado tres veces la sangre de la diosa. Creo que mi aspecto no es muy distinto ahora. Pero tú sí has cambiado por completo. Entonces sólo eras un chiquillo.
—Fue hace seis años, o un poco más.
—¿De veras? ¡Qué chiquillo más dulce eras entonces! —Me lanzó una descarada mirada—. Pero ya no eres ningún chiquillo. Abisimti me dice que eres un auténtico hombre.
Abrumado, avergonzado, exclamé:
—¡Creía que los hechos de las sacerdotisas eran secretos sagrados!
—Abisimti me lo cuenta todo. Somos como hermanas.
Cambié mi peso de uno a otro pie, inquieto. Como la otra vez, hacía tanto tiempo, sentía irritación e incertidumbre, porque era incapaz de decir si se estaba burlando de mí. Me sentía extrañamente indefenso ante su astucia. Había crecido, sí, pero ella también; y si bien yo no había pasado mucho de los doce años, ella tenía al menos dieciséis, y por lo tanto seguía estando muy por delante de mí. Había en ella como un borde afilado que me cortaba cada vez que intentaba un avance.
Finalmente dije, un poco demasiado bruscamente:
—¿Por qué estoy aquí? —Creí que ya era tiempo de que volviéramos a encontrarnos. Primero te vi un día durante el festival, cuando estabas en el templo llevando ofrendas. Mis ojos repararon en ti y me pregunté quién serías, y pregunté a alguien: ¿Quién es ese hombre? Y me dijeron: No es un hombre, sólo es un muchacho, el Ihijo de Lugalbanda. Me sorprendió que hubieras crecido tan rápido, porque pensé que tenías que ser todavía muy joven. Luego, unos pocos días más tarde, Abisimti dijo que un príncipe había acudido a ella en el claustro y que ella lo había conducido a la virilidad, y yo le pregunté de qué príncipe se trataba, y ella me dijo que era el hijo de Lugalbanda. Pensé que debía hablar de nuevo contigo, después de oír a Abisimti. Las palabras de Abisimti me hicieron sentir curiosidad hacia ti.
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