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Margaret Weis: La Reina de la Oscuridad

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Margaret Weis La Reina de la Oscuridad

La Reina de la Oscuridad: краткое содержание, описание и аннотация

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La guerra contra los dragones siervos de la Reina de la Oscuridad sigue su curso. Armados con los misteriosos y mágicos Orbes de los Dragones y con la resplandeciente Dragonlance, los compañeros se convierten en la esperanza del mundo. Pero ahora, cuando amanece un nuevo día, los oscuros secretos que han ensombrecido los corazones de este grupo de amigos salen a la luz. La traición, el engaño, la debilidad estarán a punto de destruir todo lo que ya han conseguido. Les queda por librar la más grande de las batallas: cada uno consigo mismo. Y al final, serán héroes.

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El reptil descendió trazando círculos, extendidas sus alas de tal manera que con su envergadura oscurecieron el paraje. Incluso Tas, aunque más tarde se negó a admitirlo, buscó cobijo en Caramon mientras aquel monstruo de escamas verdosas se posaba en el suelo.

Durante unos momentos Cyan observó al grupo de insignificantes humanos que se arrebujaban unos contra otros y sus ojos adquirieron un brillo siniestro, acompañado por las ensalivadas oscilaciones de su lengua que no denotaban sino un odio contenido. Sin embargo, su mirada, sometida a una voluntad más poderosa que la suya y rebosante de rencor y de ira se desvió hacia el mago.

Un leve gesto de Raistlin bastó para que la inmensa cabeza del Dragón descendiese hasta reposar sobre la arena.

Apoyado lánguidamente en su Bastón de Mago, el hechicero avanzó hacia Cyan Bloodbane y se encaramó por su sinuoso cuello.

Caramon fijó sus ojos en el reptil mientras luchaba para desechar el miedo que le había invadido, apenas consciente de las dos figuras que se aferraban a él. De pronto lanzó un áspero grito y, tras despedir de su regazo a Tika y Tas, echó a correr en dirección al animal.

—¡Aguarda, Raistlin! –suplicaba—. ¡Iré contigo!

Cyan enderezó nervioso la testa, espiando los movimientos del hombretón con sus flamígeros globos oculares.

—Estarías dispuesto a acompañarme al reino de las tinieblas —le advirtió el mago sin cesar de acariciar la tensa cerviz de su montura.

El guerrero titubeó, resecos sus labios y también su garganta. El temor le impedía hablar pero asintió con la cabeza una y otra vez, como si de ese modo pudiera desprenderse de la desazón que le producían los sollozos de Tika a su espalda.

Raistlin examinó a su gemelo, convertidas sus pupilas en doradas lagunas que contrastaban con la penumbra reinante.

—Creo que serías capaz de intentarlo —dijo al fin asombrado, más para sus adentros que a Caramon. Permaneció unos instantes inmóvil, perdido en sus reflexiones, hasta que agitó la testa en un resuelto ademán. —No, hermano, no puedes seguirme porque, a pesar de tu fortaleza, no lograrías sino precipitarte en el abismo de la muerte. Tras muchas vicisitudes, somos lo que los dioses pretendían: dos seres íntegros y maduros cuyos caminos se separan en este punto. Debes aprender a recorrer el tuyo, Caramon —una fantasmal sonrisa cruzó sus labios—, en solitario o junto a quienes decidan emprender el viaje bajo tu amparo. Adiós, querido hermano.

Profirió una escueta orden y Cyan Bloodbane desplegó presto las alas para alzar el vuelo, alumbradas sus escamas por la luz del bastón, que parecía ahora una diminuta estrella en medio de las tinieblas. Sus destellos no tardaron, sin embargo, en extinguirse cuando los engulleron la noche y la distancia.

—Ya llegan los que esperabas —anunció el anciano, sentado al calor de la fogata del campamento.

Tanis levantó la cabeza en el mismo momento en que tres figuras irrumpían en el áureo círculo proyectado por las llamas. Formaban el grupo un corpulento guerrero que, ataviado con la armadura de los ejércitos de los Dragones, conducía a una mujer joven de ensortijado cabello tez pálida y, en último lugar, un kender cubierto por unos harapientos calzones azules. El rostro de la muchacha, manchado de sangre, reflejaba un hondo desasosiego cada vez que contemplaba a su acompañante mientras el hombrecillo que cerraba la comitiva los seguía a trompicones, tan cansado que apenas podía sostenerse en pie.

—¡Caramon! ——vociferó Tanis corriendo hacia él.

El semblante de guerrero se iluminó cuando, tras abrir los brazos, estrechó contra su pecho al semielfo. Tika se mantuvo al margen para observar el reencuentro de los dos amigos con los ojos llenos de lágrimas, hasta que atrajo su atención un fugaz movimiento cerca del fuego.

—¿Laurana? —preguntó.

La elfa avanzó unos pasos y, al situarse en el radio de luz de la fogata, su dorado cabello refulgió con la intensidad del sol. Aunque vestía una armadura ensangrentada y picada de abolladuras, conservaba el porte regio de la Princesa que Tika conociera en Qualinesti muchos meses atrás.

Consciente de su inferioridad la humana trató de ordenar su enmarañada melena, pero la halló apelmazada. Su indumentaria estaba hecha jirones en el límite del decoro, siendo su desconjuntada armadura la única que evitaba su caída. Además, las despiadadas estrellas dejaban al descubierto la tersa piel de sus bien contorneadas piernas sin que el pudor lograse disimular sus curvas formas.

Laurana sonrió, y ella respondió a su saludo. Nada importaba, ambas se fundieron en un cálido abrazo.

El kender, que había quedado solo, se detuvo en la penumbra con los ojos posados en el anciano. Detrás de éste, ajeno a la escena, un Dragón Dorado dormía tumbado sobre el borde de una roca, entre sonoros ronquidos que hinchaban a intervalos sus flancos. El viejo hizo señal a Tas de aproximarse.

Emitiendo un prolongado suspiro que parecía nacer en sus pies, Tasslehoff asintió y echó a andar despacio hasta situarse frente al hombre que le había llamado.

—¿Cual es mi nombre? —preguntó el anciano, a la vez que extendía la mano para acariciar el copete del kender.

—Sólo sé que no es Fizban.

—No lo era antes de hoy. —Con una sonrisa, atrajo al hombrecillo hacia sí pese a la rigidez que notaba en sus músculos.

—¿Cómo te llamas entonces? —inquirió Tas, aún reticente a entablar una conversación.

—De múltiples maneras —contestó el viejo—. Entre los elfos soy E’li, los enanos me denominan Thak y los humanos me conocen por el apelativo de Sykblade. Pero mi apodo preferido es el que me asignaron los Caballeros de Solamnia: El Paladín de Draco.

—Estaba seguro —rezongó Tas derrumbándose junto al fuego—. ¡Paladine! ¡Un dios! ¡He perdido a todos mis seres queridos, a todos!—. Y prorrumpió en sollozos.

El anciano lo observó unos segundos en actitud compasiva, e incluso se enjugó con el áspero dorso de la mano sus también húmedos ojos. Se arrodilló entonces junto al kender y posó la mano en su hombro, deseoso de consolarle.

—Mira, querido amigo —le dijo a la vez que aplicaba el dedo a su barbilla para instarle a volver los ojos hacia el cielo—, ¿ves esa estrella roja que centellea sobre nuestras cabezas? ¿Sabes a qué divinidad está consagrada?

—A Reorx —aventuró Tas con un hilo de voz, ahogado por las lágrimas.

—Es tan encarnada como el fuego de su forja —explicó el anciano sin dejar de contemplarla—, tanto como las chispas que despide su martillo mientras moldea el mundo aún informe que descansa sobre su yunque. Junto a la fragua de Reorx se yergue un árbol de belleza incomparable, un árbol que no conoce parangón en el universo de los vivos. Bajo su sombra se ha acomodado un enano gruñón para relajarse después de su arduo peregrinar, con una jarra de cerveza en la mano y el cuerpo caldeado por las llamas de la cercana forja. Pasa todo el día debajo del árbol, tallando la madera en delicadas figuras con un primor que nadie sería capaz de imitar. A menudo se detienen los viajeros, atraídos por la belleza del paraje, e intentan sentarse a su lado. Pero él les dirige una mirada tan furibunda que se apresuran a seguir su camino sin cruzar una sola palabra.

»Si alguien es lo bastante osado para persistir en su deseo de acompañarle, el enano le dice enfurecido: Este lugar está reservado. En algún lugar hay un botarate, un estúpido kender que emprende una aventura tras otra, metiéndose en infinitos embrollos a los que también arrastra a quienes son tan inconscientes como para seguirle. El día menos pensado se presentará aquí, admirará mi árbol y declarará: «Flint, estoy cansado. Creo que voy a descansar junto a ti» —Se sentará entonces y preguntará—: Flint, ¿te has enterado de mi última correría? ¿No? Te la explicaré. Todo empezó cuando el mago de la Túnica Negra, su hermano y yo decidimos hacer un viaje a través del tiempo, y en nuestro periplo ocurrieron extraordinarios eventos... Y yo tendré que escuchar su absurdo relato aunque no quiera. Lanza acto seguido una interminable retahíla de improperios, y aquél que parecía dispuesto a reposar bajo el árbol esboza una sonrisa y le deja en paz.

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