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Margaret Weis: La Reina de la Oscuridad

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Margaret Weis La Reina de la Oscuridad

La Reina de la Oscuridad: краткое содержание, описание и аннотация

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La guerra contra los dragones siervos de la Reina de la Oscuridad sigue su curso. Armados con los misteriosos y mágicos Orbes de los Dragones y con la resplandeciente Dragonlance, los compañeros se convierten en la esperanza del mundo. Pero ahora, cuando amanece un nuevo día, los oscuros secretos que han ensombrecido los corazones de este grupo de amigos salen a la luz. La traición, el engaño, la debilidad estarán a punto de destruir todo lo que ya han conseguido. Les queda por librar la más grande de las batallas: cada uno consigo mismo. Y al final, serán héroes.

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Cuando se disipó la terrible escena que rememoraba advirtió que Laurana le aguardaba en la escalera, resplandeciente su áureo cabello bajo las llamas. Cerró la puerta de forma precipitada y fue al encuentro de su amada.

—Ésa era la mujer elfa —dijo Soth, cuyos ojos le permitían rastrearles mientras huían cual ratones asustados—. Y Tanis la acompañaba.

—Sí —corroboró Kitiara sin interés, extrayendo la espada de su vaina y procediendo a limpiar la sangre con el repulgo de su capa.

—¿Debo perseguirles? —inquirió el caballero.

—No, hay asuntos más importantes que requieren toda nuestra atención. —Miró a su interlocutor, dibujada en sus labios una extraña sonrisa—. La elfa tampoco iba a pertenecerte, ni siquiera después de muerta, ya que la protegen los dioses.

Los carbones encendidos de Soth escudriñaron a Kitiara, y su boca se retorció en una mueca burlona.

—El semielfo te tiene todavía sometida a su influjo.

—Creo que te equivocas —replicó ella, desviando los ojos hacia Tanis en el momento en que se cerraba la puerta—. Será él quien, en las silenciosas horas de la madrugada, cuando yazca en el lecho junto a Laurana, pensará en mí sin poder evitarlo. Recordará mis últimas palabras, se sentirá conmovido por ellas. Me deben su felicidad, y ella tendrá que vivir a sabiendas de que mi imagen perdura en el corazón de su esposo. He envenenado cualquier sentimiento que intenten compartir, ésa es mi manera de perpetrar mi venganza. ¿Has traído lo que te ordené?

—Sí, Dama Oscura —declaró Soth. Pronunció una palabra mágica, exhibió ante ella un objeto y lo sostuvo en su esquelética mano. Luego, con una reverencia, lo depositó a los pies de la dignataria.

Kitiara contuvo el aliento, tan centelleantes sus ojos como los del espectro.

—¡Excelente! –exclamó—. Regresa al alcázar de Dargaard y reúne a las tropas. Nos haremos con el control de la ciudadela voladora que Ariakas envió a Kalaman. En cuanto nos hayamos reagrupado, esperaremos el momento oportuno.

La horrenda faz de Soth se iluminó al señalar el objeto que destellaba en el suelo, donde él lo pusiera.

—Te pertenece por derecho propio –comentó—. Todos aquéllos que han osado oponerse a tu mandato están muertos, o bien emprendieron la fuga antes de que pudiera ocuparme de ellos.

—Eso no hace sino retrasar su fin —apostilló Kitiara envainando de nuevo la espada—. Me has servido con lealtad, caballero Soth, y serás recompensado. Supongo que siempre quedará alguna doncella elfa en el mundo.

—Morirán quienes tú condenes. Los que decidas respetar —inclinó el fantasmal semblante hacia la puerta—, vivirán. Recuerda siempre, Dama Oscura, que entre todos tus subordinados yo soy el único capaz de ofrecerte fidelidad eterna. Yo y mis guerreros, que regresarán conmigo a Dargaard obedientes a tu deseo. Aguardaremos allí tu llamada. Adiós, Kitiara —añadió al mismo tiempo que asía su mano en actitud sumisa—. ¿Qué sensación te produce saber que has devuelto el placer a las almas errantes? Has conseguido que mi reino de sombras me parezca interesante. ¡Ojalá te hubiera conocido en vida! Pero mi futuro es ilimitado, quizá espere hasta que podamos sentarnos ambos en el trono que ahora ocupo.

Sus gélidos dedos acariciaron la carne de Kitiara, quien se estremeció en un temblor convulsivo al visualizar frente a ella noches insomnes que la atraían con el vértigo del abismo. Tan aterradora fue la imagen que la muchacha quedó atenazada por el pánico. Soth, mientras tanto, se desvaneció en la negrura.

Estaba sola en el tenebroso pasillo y, durante unos minutos, sintió paralizada cómo el Templo se desmoronaba a su alrededor. Se apoyó en el muro asustada y desvalida, ¡tan desvalida! De pronto su pie tocó algo en el suelo y, agachándose, recogió el objeto que le entregara Soth y lo levantó en el aire.

Aquello era real, duro y sólido, tan auténtico que emitió un suspiro de alivio al cerrar los dedos sobre su superficie.

Ninguna llama de antorcha se reflejaba en su dorado perímetro ni provocaba fulgores en sus joyas rojizas, pero Kitiara no necesitaba verlo para admirar el poder que encerraba.

Permaneció largo rato en el ruinoso pasadizo, palpando una y otra vez los cantos metálicos de la ensangrentada Corona.

Tanis y Laurana bajaron presurosos a las mazmorras por la escalera de caracol. Se detuvieron junto a la mesa del carcelero, donde el semielfo reparó en el cadáver del goblin.

—Vamos —le apremió Laurana señalando hacia el este. Al ver que él vacilaba y volvía los ojos en dirección norte, se estremeció—. No querrás seguir ese pasillo, ¿verdad? Me trae espantosos recuerdos de mi encierro —concluyó, y su rostro palideció a causa de los alaridos que se oían en las celdas.

Un draconiano pasó corriendo junto a ellos. Tanis imaginó que se trataba de un desertor, una sospecha que no hizo sino confirmar la expresión amedrentada del individuo al toparse con un supuesto oficial.

—Sólo buscaba a Caramon —susurró Tanis—. Supongo que le trajeron aquí.

—¿Caramon? —exclamó Laurana asombrada—. ¿Cómo?

—Vino a Neraka conmigo —explicó el semielfo—. Y también Tika, Tas y... Flint—. Enmudeció, pero rechazó su tristeza con un movimiento de cabeza—. Si estaban en esta zona, se han ido. Continuemos.

Laurana se ruborizó. Miró de hito en hito a Tanis y el pozo de la escalera, antes de comenzar a hablar.

—Tanis...

—Ahora no tenemos tiempo —la silenció él, cubriéndole la boca con la mano—. Debemos concentrarnos en hallar la salida.

Como si quisiera reafirmar sus palabras, el Templo se agitó en un nuevo temblor. Fue éste más intenso y prolongado que los otros, tan virulento que arrojó a Laurana contra el muro mientras Tanis, debilitado por la fatiga y el dolor, luchaba para mantenerse en pie.

Un fragor similar al del trueno resonó en el pasillo norte y cesaron abruptamente los gritos en los calabozos, al parecer sofocados por un derrumbamiento que levantó densas nubes de polvo y de mugre.

Tanis y Laurana emprendieron la fuga. Corrieron hacia el este envueltos en un tormenta de escombros, tropezando con cuerpos inertes y montones de piedras aserradas.

Tras una breve pausa una nueva sacudida azotó las entrañas de la tierra. No lograron sostenerse, cayeron de rodillas y contemplaron impotentes cómo el pasadizo se bamboleaba, se retorcía sobre sí mismo hasta convertirse en una sinuosa serpiente de roca.

Se introdujeron gateando bajo una viga desprendida del techo, y se abrazaron para darse mutuo amparo en aquel océano embravecido en el que flotaban a la deriva. Oían sobre sus cabezas, sobre la improvisada balsa, unos extraños sonidos. Se diría que las rocas, en lugar de venirse abajo, se encajaban unas con otras entre ensordecedores retumbos. Murió el temblor y volvió la calma.

Aún vacilantes, se incorporaron y reanudaron su huida. El miedo espoleaba sus piernas, de tal modo que olvidaron por completo el dolor que los laceraba e incluso desdeñaron los continuados temblores que socavaban los cimientos del Templo. Tanis esperaba que de un momento a otro el techo se desplomara sobre sus cabezas, sepultándolos en el corredor, pero por algún motivo inexplicable éste no sufrió el menor menoscabo. Tan aterradores eran los ecos que se sucedían sobre el subterráneo que ambos habrían acogido el derrumbamiento como una liberación.

—¡Tanis, aire fresco! —anunció, de pronto, Laurana.

Exhaustos, en un desesperado alarde de voluntad, ambos se abrieron paso por el sinuoso pasillo hasta llegar a una puerta que oscilaba sobre sus goznes. Había en el suelo una purpúrea mancha de sangre y....

—¡Los saquillos de Tas! —se sorprendió Tanis. Hincó la rodilla y examinó los tesoros del kender, que yacían diseminados sin orden ni concierto. Meneó la cabeza apesadumbrado, seguro de haber acertado en su presentimiento.

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