Margaret Weis - El umbral del poder
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Permaneció durante un largo intervalo en esta postura, indiferente a la borrasca y aplastado bajo el peso de sus dilemas, de sus elucubraciones. Tas suspiró y tembló, pero siguió durmiendo. Inmóvil, el hombretón intentó imitarlo. No puedo. Se había introducido ya en un universo de sopores ficticios, zambullido en una alucinación que espeluznaba, precisamente, por su verismo. Sólo le faltaba un detalle para confirmar el conocimiento de lo que, en el fondo de sus entrañas, sabía que no necesitaba verificar.
La tormenta amainó de manera gradual, poniendo rumbo sur. Caramon la oyó partir, percibió casi el caminar de los truenos sobre la tierra como si fueran pies de gigantes y, cuando se hubo alejado, el silencio retumbó en sus tímpanos con mayor apremio que los fragores de los elementos. El cielo se hallaba despejado, y así seguiría hasta el próximo advenimiento de nubes perturbadoras. Ahora podría ver las lunas, las estrellas.
No tenía más que alzar el rostro hacia el firmamento, el claro manto celeste, y se cercioraría.
Pasó unos momentos más sentado, ansiando que el aroma de las patatas especiadas de Otik invadiera su olfato, que la risa de Tika conjurara la quietud, que una migraña etílica sustituyera al irresistible dolor de su corazón.
Pero nada vino a aliviarlo. Tan sólo recibió la callada resonancia que envolvía aquella tierra yerma, sin más intromisión que unos lejanos zumbidos incorpóreos, a caballo de la remitente turbonada.
Con una exhalación, apenas audible incluso para él, el guerrero levantó la vista y escudriñó las alturas.
Tragó saliva, el agrio licor que envenenaba su boca, y casi se asfixió. Refrenó el llanto que afloraba a sus lagrimales. Nada debía entelar sus ojos en la búsqueda.
Leyó en el espectáculo nocturno el mensaje del destino, comprobó que, por desgracia, sus aprensiones no eran infundadas.
Una nueva constelación había aparecido entre las otras. Tenía la forma de un reloj de arena.
—¿Qué significa? —inquirió Tas, frotándose los ojos y contemplando, todavía somnoliento, las estrellas.
—Que Raistlin ha salido victorioso —contestó Caramon con un tono que era una explosiva mezcla de miedo, pesadumbre y orgullo—. El cielo nos revela que ha entrado en el Abismo, desafiado a la Reina de la Oscuridad y triunfado en la lid.
—Yo no lo interpreto así —aventuró el kender, extendiendo el índice hacia un punto determinado—. La constelación de Takhisis ha cambiado de emplazamiento, pero sigue allí arriba. Fíjate en Paladine. No acierto a dilucidar si ha intervenido en el altercado. Pobre Fizban —se lamentó—, espero que no se haya visto obligado a luchar contra tu hermano. No creo que le haya complacido hacerlo. Siempre tuve la sensación de que comprendía al archimago mejor que cualquiera de nosotros.
—Quizá la batalla todavía se esté librando —apostilló el guerrero—, y ésa sea la razón de que tengamos tormenta.
Guardó unos momentos de silencio, durante los cuales estudió el parpadeante reloj de arena. Visualizó en su memoria las pupilas de su hermano tal como las exhibía al emerger, muchos años atrás, de la terrible Prueba en la Torre de la Alta Hechicería. Metamorfoseados sus órganos visuales en sendos artilugios para medir el tiempo, Par-Salian le había dirigido una arenga aleccionadora al relatarle el motivo de tal transformación. No recordaba exactamente sus palabras, pero había expresado su esperanza de que, presenciando de antemano los estragos que obraban los avatares de la vida en las criaturas, aprendería a compadecer a quienes le rodeaban.
No fue así.
—Raistlin ha ganado la contienda —afirmó Caramon—. Ahora se han cumplido sus más íntimas aspiraciones, aniquilar a la soberana de la malignidad e instituirse en dios. Pero gobierna un mundo muerto.
—¿Un mundo muerto? —repitió, alarmado, su compañero—. ¿Insinúas que todo Krynn ha sido reducido a cenizas, que Palanthas, Haven y Qualinesti no son sino ciénagas calcinadas? ¿Y también K… Kendermore?
—Mira a tu alrededor —le conminó el guerrero— y dame tu sincera opinión. ¿Has visto a algún otro ser vivo desde nuestra llegada? —Ondeó la mano, poco ostensible bajo la tenue luz de Solinari, que, al desaparecer las nubes, brillaba en el cielo y observaba, ojo avizor, a los insignificantes mortales—. Ambos hemos sido testigos de los incendios en las laderas y los relámpagos vengadores prosiguen su viaje hacia el horizonte. Por el este se avecina otro núcleo borrascoso —añadió, señalando en aquella dirección—. Desengáñate, Tas, nadie aguanta tantos ataques sin sucumbir. Nosotros mismos seremos desintegrados dentro de poco.
—O algo peor —presagió el hombrecillo—. Te confieso que no me encuentro bien, amigo. O me ha sentado mal el agua de lluvia o estoy sufriendo una recaída y, como sabes, la peste no perdona. —Desencajadas las facciones por el dolor, se llevó una mano al estómago—. Se me revuelven las tripas. Se diría que he engullido una serpiente.
—En ese caso, es el agua —dictaminó su interlocutor con una mueca—. A mí me sucede algo similar. Quizá las nubes destilen líquido emponzoñado.
—¿Vamos a morir de inmediato, Caramon? —le consultó Tasslehoff tras unos minutos de reflexión—. Porque, si es así, me agradaría tenderme junto al obelisco de Tika. A menos que te cause algún inconveniente, por supuesto. Verás, sería una manera de sentirme como en casa antes de volar al árbol de Flint. —Resignado a su suerte, recostó la cabeza en el musculoso brazo del luchador y comentó—: ¡Le podré contar un sinfín de peripecias a ese gruñón! Le hablaré del Cataclismo, de la montaña ígnea, de mi oportuna irrupción en la emboscada de Zhaman, que te salvó la vida, y de las confabulaciones de Raistlin para convertirse en un dios. Él no querrá creerlo, sobre todo esta última parte, pero si tú estás a mi lado intercederás en mi favor, podrás garantizarle que no exagero ni un ápice.
—Morir sería fácil —repuso el que fuera un aguerrido general, lanzando un vistazo de soslayo al monolito.
Lunitari, hasta entonces ausente, inició su ascensión hacia el cenit. El halo sanguinolento que irradiaba se fundió con los blancos, mortíferos rayos de Solinari para proyectar una luz fantasmal sobre el maltratado paraje. La pétrea superficie del monumento, saturada de lluvia, reverberó en el claro de luna y la leyenda, esculpida en bajorrelieve, adquirió realce merced al contraste de los trazos en el liso muro.
—Sería fácil acabar con todo —persistió Caramon, más para sí mismo que para ser escuchado—. Sería sencillo acostarme y dejar que me absorbiesen las tinieblas. Resulta curioso que Raist me interrogase, en una ocasión, sobre si sería capaz de seguirle a su universo de oscuridad —agregó, a la vez que desenvainaba la espada y comenzaba a cortar una de las ramas del vallenwood donde se habían refugiado.
—¿Qué haces? —preguntó el kender, sorprendido, consciente de que, a medida que hablaba, se había obrado una sutil evolución en la actitud de su amigo.
El guerrero nada dijo. Absorto en su labor, continuó arrancando astillas de la rama que pretendía desgajar del colosal tronco.
—¡Vas a confeccionarte una muleta! —exclamó Tasslehoff, y dio un brinco que denotaba extrema inquietud—. ¡Adivino tus intenciones! ¡Y es una locura! Me acuerdo muy bien de ese episodio, y más aún de cómo reaccionó el mago cuando aseguraste que partirías tras él sin vacilar. Declaró que no sobrevivirías, Caramon, que tu hercúlea fuerza de nada había de servirte.
El aludido se encerró en su mutismo. La húmeda madera se astillaba bajo sus poderosos mandobles. Una vez hendida, el hombretón se dedicó a aserrar con la hoja la parte central. Hizo algunas pausas esporádicas para examinar el nuevo frente de nubes que se aproximaba, eclipsando las constelaciones y fluyendo hacia los satélites.
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