Margaret Weis - El umbral del poder
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Activó junto a Tas el ingenio arcano, recitando las rimas que le enseñase Par-Salian. Las rocas comenzaron a crujir, como lo hicieran en las anteriores ocasiones en las que, en su presencia, entró en acción el artilugio.
No obstante, algo se había alterado en el momento cumbre. Ahora que se hallaba en disposición de meditar, recordó que antes de iniciar el viaje se había preguntado, en un arrebato de pánico, si había cometido algún error, pues el desarrollo de los portentos se le antojó distinto. Era inútil devanarse los sesos nunca lograría averiguarlo.
«Tampoco habría podido hacer nada para modificar el curso de los acontecimientos —reconoció con amargura—. La magia siempre escapó a mi inteligencia y, además, es un arte que no me inspira confianza».
Otro relámpago surcó el espacio en las cercanías y su virulencia deshizo la concentración del fornido humano, al mismo tiempo que provocaba un respingo en el kender. El durmiente se tapó los ojos con las manos y, cual un topo apretujado en su madriguera, se sumió de nuevo en el letargo que le acunaba.
En un alarde de determinación, el guerrero vació su cerebro de conceptos tales como tormentas y lirones, con el fin de retomar el hilo de sus evocaciones, de retroceder al instante en el que se había operado el hechizo en los subterráneos de Zhaman.
«Tuve la sensación de que tiraban de mí —rememoró—, de que desgarraban mis articulaciones dos entes en conflicto, que pretendían arrastrarme a sus opuestas esferas. ¿Qué hacía Raistlin mientras tanto?».
Luchó en su fuero interno por esclarecer los hechos, y el vago contorno del mago tomó cuerpo en las brumas del recuerdo. Su faz reflejaba terror, observaba el Portal con espasmos delirantes, y Crysania, por su parte, todavía en el marco del acceso, había cesado de rezar. También su figura se retorcía, sus pupilas destilaban un pavor sobrenatural.
Caramon se estremeció y se humedeció los labios. El agua que antes bebiera le había dejado un desagradable sabor, un gusto similar al que queda en la boca después de introducir un clavo oxidado, como los que sujetaba entre sus dientes cuando edificaba el refugio para el hechicero. Escupió, se secó las comisuras de los labios y apoyó la espalda en la terrosa pared.
Otro estallido le sobresaltó, al igual que la atronadora respuesta, que no por esperada resultaba menos apabullante.
Su gemelo había fracasado. Le había ocurrido lo mismo que a Fistandantilus, había perdido el control de sus facultades en la hora decisiva. El campo magnético del artilugio de Par-Salian se había interpuesto en su sortilegio. Ésta era la única explicación plausible.
El hombretón frunció el ceño. No, era evidente que Raistlin había previsto y descartado tal contingencia, ya que, de otro modo, el miedo a sufrir interferencias le habría impulsado a tomar precauciones. Conocedor de los secretos de su arte, si hubiera abrigado la más mínima sospecha, les habría impedido utilizar el ingenio, les habría matado como hiciera con el gnomo, el amigo de Tas. «Pero entonces, si no fue ésa la causa del desastre, ¿qué pudo motivarlo?».
Meneando la cabeza para desembarazarse de tan confusas conjeturas, empezó de nuevo. Dio vueltas y más vueltas al problema, trató de descifrarlo desde todos los ángulos, como hacía con los odiosos ejercicios que, de niño, solía plantearle su madre. Por un prodigio ignoto, el campo magnético se había desarticulado y los había teleportado demasiado lejos en el tiempo, hacia el futuro en lugar del presente.
«Lo que significa —recapituló— que lo único que he de hacer es calibrar el cetro de manera que nos retraiga al Solace que anhelábamos visitar, a casa, a Tika».
Abrió los ojos para examinar su entorno. ¿Se enfrentarían igualmente a aquella devastación al retornar? Ignoraba cuándo se había iniciado.
Al contemplar la realidad, despertando de sus ensoñaciones, se percató de que todo él tiritaba. No era extraño. La torrencial lluvia lo había calado hasta los huesos. Pero, aunque la noche se anunciaba glacial, no era esta perspectiva lo que lo acongojaba, sino otra más lacerante, más cruel. Sabía lo que entrañaba vivir con la conciencia de lo que había de acaecer, sin la tabla salvadora de la esperanza. ¿Cómo enfrentarse a su esposa, a los compañeros, ahora que había visto lo que les aguardaba? Pensó en el cadáver que yacía bajo el monumento, en su propio destino, y se sintió aún más incapaz de regresar al presente y llevar una existencia normal. Aquella imagen de su podredumbre le obsesionaría, modificaría sus costumbres y su talante.
Todo ello, claro está, en el supuesto de que aquellos despojos fueran los suyos. Evocó la última conversación sostenida con su hermano. Según Raistlin, Tas había cambiado la historia. Dado que los kenders, los enanos y los gnomos eran razas creadas por accidente, no por designio expreso de los hacedores, no se hallaban inmersos en el fluir del tiempo como los humanos, los elfos y los ogros. Así, las criaturas inferiores tenían prohibido desplazarse en tal dimensión pues, de hacerlo, podían tergiversar los eventos de mayor trascendencia.
En efecto, si Tasslehoff se había trasladado a la remota Istar fue porque, transgrediendo todas las leyes, se internó en el círculo mágico creado por Par-Salian, máximo dignatario de la Torre de la Alta Hechicería, cuando éste formulaba un encantamiento que sólo debía afectar a Caramon y Crysania. Siguiendo esta premisa, el archimago, al descubrirlo, intuyó que se le ofrecía la oportunidad de no sucumbir al sino de Fistandantilus. Habida cuenta del poder del hombrecillo para instaurar un nuevo orden, existía la posibilidad de evitar el fatal desenlace que auguraban las Crónicas. Allí donde su predecesor había perecido, Raistlin quizá sobreviviría.
Hundidos los hombros, el guerrero advirtió que un repentino mareo se había apoderado de él. ¿Cómo hallar un sentido a aquel galimatías? ¿Qué hacía en el valle, sepultado al pie del obelisco y a la vez resguardado del aguacero en un hoyo excavado por él mismo? Si el kender había ejercido una influencia sobre los acontecimientos, el cadáver hallado bajo el monolito bien podía pertenecer a otro. En el vórtice del huracán, una pregunta se imponía a todas las demás: ¿qué había pasado en Solace?
—¿Es mi gemelo el responsable de esta hecatombe? —murmuró en voz baja, con el propósito de escuchar el timbre de su propia voz en la barahúnda—. ¿Es la tempestad una prueba de que ha sido derrotado? ¿Guardan alguna relación sus propósitos y el atolladero en el que nos hemos metido?
Contuvo el resuello. A su lado, Tas se agitó y comenzó a proferir alaridos.
—Es sólo una pesadilla —le aseguró, y en el mismo impulso dio unas ausentes palmadas en su costado—. Tranquilízate, amigo —insistió, al notar que el cuerpo del hombrecillo se contorsionaba bajo su mano—. Descansa.
El aludido, aunque inconsciente, dio media vuelta y se acurrucó contra el humano sin apartar las manos de sus ojos.
Caramon continuó acariciándolo, deseoso también de que sus sinsabores fueran fruto de un mal sueño. Habría renunciado a años enteros de su existencia a cambio de despertar en su cama, fatigado su corazón debido a los excesos de la víspera en la taberna. ¡Qué no habría dado por oír el estrépito de platos rotos en la cocina, la regañina de Tika acusándolo de ser un holgazán y un borrachín mientras le preparaba su desayuno favorito! Ansiaba aferrarse a su perenne ebriedad, un estado de aturdimiento que lo conduciría a la muerte en la más perfecta ignorancia.
—¡Ojalá fuera todo esto el efecto de una curda! —suplicó, a la vez que reclinaba la cabeza en las rodillas y dejaba que unas acerbas lágrimas afluyeran entre sus pestañas.
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