Margaret Weis - El nombre del Único

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El fuego de la guerra devora Ansalon. El ejército de espíritus marcha hacia la conquista conducido por la mística guerrera Mina, que sirve al poderoso dios Único. Un pequeño grupo de héroes, obligado a adoptar medidas desesperadas, dirige la lucha contra un enemigo que posee una superioridad abrumadora.
Surgen dos protagonistas inverosímiles: una hembra de dragón que no cederá fácilmente su liderazgo, y un indomable kender que ha emprendido un extraño e increíble viaje que tendrá un final sorprendente.

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Casi había llegado a la entrada cuando una mano lo agarró y lo sujetó con fuerza.

—Detente —le siseó la voz, furiosa y frustrada.

—¡Alto! —ordenó Mina—. ¡Deteneos! No queméis los cuerpos. He cambiado de opinión.

Sobresaltados, los caballeros soltaron su carga y los cadáveres cayeron con un golpe seco en el suelo. Los caballeros intercambiaron una mirada. Nunca habían visto a Mina así, irresoluta y vacilante. No les gustaba, como tampoco les gustaba verla castigada, ni siquiera por ese dios único. El Único estaba lejos, tenía poco que ver con ellos, mientras que Mina se encontraba cerca y la veneraban, la idolatraban.

—Buena idea, Mina —dijo Galdar, que salía de la Torre. Lanzó una mirada funesta a los dos magos muertos—. Deja que los buitres se coman a los buitres. El kender no está en la Torre. Hemos buscado de arriba abajo. Salgamos de este maldito lugar.

El fuego crepitó y el humo ascendió enroscándose alrededor de la Torre del mismo modo que los lastimeros muertos se enroscaban en los troncos de los cipreses. Los vivos aguardaban con esperanzada expectación, deseando marcharse. Los muertos aguardaban pacientemente, ya que no tenían adonde ir. Todos ellos se preguntaron qué se proponía hacer Mina.

La joven se arrodilló junto al cadáver de Dalamar; con una mano asió el medallón que colgaba de su cuello y puso la otra sobre las mortales heridas del hechicero. Los ojos abiertos del elfo miraban al vacío, sin ver.

Mina empezó a cantar.

Despierta, amor, despierta ya.
Aferra a mis manos tu alma.
Deja la profunda oscuridad
y de tu eterno sueño sal.

Bajo las manos de Mina la carne de Dalamar empezó a cobrar calor. La sangre tiñó las mejillas cenicientas, caldeó los miembros helados. Sus labios se entreabrieron e inhaló aire con una aspiración estremecida. Tembló y rebulló a su tacto, la vida retornó al cadáver, salvo a sus ojos, que permanecieron vacíos, ausentes.

Galdar observaba la escena con un ceño de desaprobación mientras que los caballeros miraban sobrecogidos. Hasta entonces Mina había rezado por los muertos, pero nunca los había devuelto a la vida. Los muertos servían al Único, les había dicho.

—Levántate —ordenó la joven.

El cuerpo vivo, con sus ojos muertos, obedeció y se puso de pie.

—Ve a la carreta —le mandó Mina—. Espera allí mis órdenes.

Los párpados del elfo temblaron y su cuerpo sufrió una sacudida.

—Ve a la carreta —repitió la muchacha.

Los ojos vacuos del hechicero se volvieron lentamente hacia ella.

—Me obedecerás en esto —dijo Mina—, al igual que me obedecerás en todo, o te destruiré. No tu cuerpo. La pérdida de este trozo de carne no tendría consecuencias para ti ahora. Destruiré tu alma.

El cadáver se estremeció y, tras un instante de vacilación, se dirigió hacia la carreta arrastrando los pies. Los caballeros se apartaron a su paso cuanto les era posible, aunque unos pocos empezaron a sonreír. La figura desgarbada resultaba grotesca. De hecho, uno de los caballeros soltó una carcajada.

Horrorizado y asqueado, Galdar no le encontraba la gracia a todo aquello. Había hablado a la ligera de dejar los cadáveres para los buitres, y lo habría hecho sin el menor reparo —después de todo eran hechiceros—, pero esto no le gustaba. Había algo que hacía que eso estuviera mal, aunque no sabía exactamente qué o por qué le perturbaba.

—Mina, ¿es esto prudente? —preguntó.

La joven no le hizo caso. Entonó el mismo canto junto al otro cadáver y puso la mano sobre su pecho. El cadáver se incorporó.

—Ve a reunirte con tu compañero en la carreta —ordenó.

Los ojos de Palin parpadearon y un espasmo crispó sus rasgos. Las manos, con los dedos rotos, empezaron a alzarse lentamente, extendiéndose como si quisieran asir algo que sólo él podía ver.

—Te destruiré —advirtió severamente Mina—. Me obedecerás.

Las manos se cerraron y el rostro se crispó de dolor, un dolor que parecía mucho peor que la agonía de la muerte.

—Ve —dijo la joven, señalando.

El cadáver renunció a la lucha. Inclinada la cabeza, caminó hacia la carreta. Esta vez ninguno de los caballeros rió.

Mina se sentó, agotada, pálida, demacrada. El día había sido una jornada triste para ella. La muerte de la mujer a la que había amado como a una madre, la ira de su deidad. Hundió los hombros. Parecía incapaz de sostenerse en pie por sus propios medios, y Galdar sintió pena. Deseaba consolarla y ayudarla, pero su deber era lo primero.

—Mina ¿es esto prudente? —insistió en voz baja para que sólo lo oyera ella—. Ya es bastante engorroso que tengamos que cargar con un sarcófago por todo Ansalon, pero ahora también tenemos la carga de... esas dos cosas. —No sabía cómo calificarlas—. ¿Por qué lo has hecho? ¿Qué propósito tiene? —Frunció el entrecejo—. Despiertan la inquietud en los hombres.

Los ojos ambarinos lo miraron. La cara de la joven estaba demacrada por la fatiga y el pesar, pero sus pupilas brillaban claras, sin que nada las empañara, y, como siempre, traspasándolo, viendo su interior.

—Te inquieta a ti, Galdar —dijo Mina.

El minotauro gruñó y apretó la boca.

Mina volvió la mirada hacia los cadáveres que estaban sentados en el borde posterior de la carreta, mirando al vacío.

—Esos dos hechiceros están unidos al kender, Galdar.

—Entonces, ¿son rehenes? —dedujo el minotauro, recobrando el ánimo. Eso era algo que podía entender.

—Sí, Galdar, si quieres enfocarlo de ese modo. Son rehenes. Cuando cojamos al kender y el ingenio, me explicarán cómo funciona.

—Pondré guardia doble para vigilarlos.

—No será necesario. —Mina se encogió de hombros—. No pienses en ellos como prisioneros, sino como trozos de carne animada. —Los miró, pensativa.

» ¿Qué te parecería todo un ejército como esos dos, Galdar? Un ejército de soldados que obedecen órdenes sin protestar, soldados que luchan sin temor, que tienen una fuerza desmesurada, que caen pero que se levantan de nuevo. ¿No es ése el sueño de un comandante? Tenemos sus almas sometidas —continuó, cavilando—, y enviamos sus cuerpos a la batalla. ¿Qué me dices a eso, Galdar?

Al minotauro no se le ocurría nada que decir. O, más bien, se le ocurrían muchas cosas que decir. No podía imaginar nada más atroz, nada más espantoso.

—Trae mi caballo, Galdar —ordenó Mina—. Es hora de que partamos de este lugar de tristeza.

Galdar obedeció aquella orden de buena gana.

Mina montó en el caballo y ocupó su puesto a la cabeza de la triste caravana. Los caballeros se situaron a los lados de la carreta formando una guardia de honor. El conductor hizo restallar el látigo y los grandes caballos de tiro se pusieron en marcha; la carreta y su extraña carga avanzó con un tirón.

Las almas de los muertos se apartaron al paso de Mina, al igual que los árboles. Se abrió una senda a través del espeso y enmarañado bosque que rodeaba la Torre de la Alta Hechicería. Era un camino liso, sin baches, ya que la joven no habría admitido que el féretro se sacudiera con zarándeos. Volvía la cabeza a menudo para mirar la carreta, el sarcófago de ámbar.

Galdar ocupó su lugar habitual, al lado de Mina.

Los cuerpos de los dos hechiceros iban sentados en la parte posterior de la carreta, las piernas colgando, los brazos fláccidos, las manos descansando en el regazo. Sus ojos miraban fijamente al frente. Galdar se giró una vez para observarlos. Advirtió dos entidades tenues arrastrándose tras los cuerpos cual pañuelos de seda enganchados en las ruedas de la carreta.

Sus almas.

El minotauro giró rápidamente la cabeza y no volvió a mirar atrás.

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