Margaret Weis - El Orbe de los Dragones

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Después de El Mazo de Kharas llega la esperadísima segunda parte de Las Crónicas Perdidas de la Dragonlance.
La temida Dama Azul, Kitiara, pone en marcha un complot que conducirá a los caballeros solámnicos hasta el límite del glaciar en busca del Orbe de los Dragones, y su rival Laurana inicia un viaje hacia su destino cuando Sturm, Flint, Tasslehoff y ella se unen a los caballeros en su peligrosa misión.
Pero es Kitiara la que afronta un reto crucial. Jura pasar la noche en el lugar más temido de Krynn: el alcázar de Dardaard. Nadie que se haya aventurado en ese sitio pavoroso ha vuelto para contarlo, pero Kit tiene que enfrentarse a Soth o afrontar la muerte a manos de su reina.

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—¿Y si no lo hacen? —Ariakas señaló en el mapa—. Aún no controlamos las Llanuras de Solamnia ni Elkholm ni Heartlund. Dejas los flancos desprotegidos, rodeada por el enemigo. ¿Y qué pasa con las líneas de suministro? ¡Aun en el caso de que conquistaras la fortaleza, una vez dentro tus tropas se morirían de hambre!

—Cuando Palanthas sea nuestra, nos abasteceremos desde allí. Entretanto, tenemos dragones rojos que pueden transportar lo que necesitemos.

Ariakas resopló al oír aquello.

—¡Los rojos no servirán como mulas de carga! ¡Se negarán en redondo a semejante arreglo!

—Si su Oscura Majestad se lo ordenara...

El emperador negó con la cabeza.

Kitiara se recostó en la silla con los labios fruncidos y los ojos centelleantes.

—Entonces, milord, nosotros mismos cargaremos con los suministros y nos las apañaremos. —Apretó los puños llevada por el entusiasmo y la pasión—. ¡Te garantizo que cuando la gente de Palanthas vea ondear nuestra insignia en la Torre del Sumo Sacerdote, la ciudad caerá en nuestras manos como fruta madura!

—Es demasiado arriesgado —argumentó Ariakas.

—Sí, lo es —admitió Kitiara con ansiedad—, pero es más arriesgado darles tiempo a los caballeros para que se organicen y manden a buscar refuerzos. Ahora mismo, la confusión reina en la caballería. No tienen Gran Maestre porque ningún hombre es lo bastante fuerte para aspirar al cargo, y hay dos Primeros Juristas porque dos hombres reclaman la posición y ninguno de ellos reconocerá los derechos del otro. Andan a la greña como marineros en la cubierta de un barco en llamas que discuten quién ha de apagar el fuego y entre tanto la nave se hunde.

—Podría ser así, pero la caballería sigue siendo una fuerza poderosa en Solamnia, y mientras los caballeros estén allí, la gente de Solamnia jamás se rendirá —repuso el emperador.

—Lo que ocurrirá si aniquilamos a los caballeros que hay en la Torre del Sumo Sacerdote —arguyó Kitiara—. Si Palanthas cae a causa de una estupidez, la gente se enfurecerá y les dará la espalda. De hecho, ya desconfía de ellos. La pérdida de la Torre del Sumo Sacerdote y la invasión de Palanthas sería el golpe de gracia. La caballería se desintegraría.

Viendo que Ariakas le daba vueltas a aquello, la mujer aprovechó para insistir en su razonamiento.

—Milord, usaremos los dragones azules para arremeter como un rayo que cae del cielo. Atacaremos a los caballeros con rapidez y con dureza antes incluso de que hayan tenido tiempo de vernos llegar. ¡Da la orden y mis dragones estarán listos para la ofensiva antes de una semana!

Hizo una pausa para darle tiempo a asimilar sus palabras y después añadió en voz queda:

»Se dice que la Torre del Sumo Sacerdote no caerá nunca mientras la defiendan hombres con fe. Los que guardan la fortaleza han perdido la fe y no podemos darles la oportunidad de recuperarla. Tenemos que atacarlos antes de que entre las filas de los caballeros surja un adalid que concilie a las facciones antagonistas.

Ariakas reflexionó sobre todo aquello. Los argumentos de la mujer eran convincentes. Le gustaba la idea de un ataque rápido y brutal a la torre defendida por una dotación reducida. Eso desmoralizaría a los caballeros y Palanthas se rendiría. El emperador necesitaba las riquezas y la flota de barcos de la ciudad. Sólo con la venta de esclavos las monedas de acero entrarían a raudales en sus cofres.

Estaba a punto de acceder cuando miró a Kitiara a los ojos y vio lo que deseaba ver en los ojos de sus comandantes: el ansia de la batalla. Pero también vio algo más, algo que le dio que pensar. Vio certeza presuntuosa. Vio ambición.

Se la aclamaría y agasajaría: Kitiara, la Dama Azul, la conquistadora de Solamnia.

La vio alargar la mano hacia la Corona del Poder. Quizá ya había dado el primer paso al quitar de en medio a uno de sus rivales...

Ariakas no temía a Kit. No le temía a nada ni a nadie. Si hubiese pensado que el arriesgado plan de la mujer era la única oportunidad que tenían de alcanzar la victoria, le habría ordenado que procediera y ya se habría encargado de ella cuando lo desafiara. Pero cuantas más vueltas le daba al plan, más clara veía la posibilidad del desastre.

El emperador desconfiaba de la dependencia de Kit de los dragones. Antes del regreso de su Oscura Majestad, Ariakas no había hecho entrar en batalla a los dragones, y aunque admitía que servían para destruir e intimidar, no creía aconsejable depender de ellos para tomar la iniciativa en la batalla, como proponía Kitiara. Los dragones eran criaturas arrogantes. Poderosos e inteligentes, se creían muy por encima de los humanos, tanto como éstos comparados con las moscas. Por ejemplo, Ariakas no podía dar una orden directa a un dragón. Ellos sólo debían obediencia a Takhisis e incluso la diosa tenía que hacerlo con diplomacia.

El plan temerario y poco ortodoxo de Kitiara iba en contra de las ideas de Ariakas respecto a la forma de conducir una guerra y a la mujer no le vendría mal que por una vez la pusieran en su sitio, que se le recordara quién era el que mandaba.

—No —dijo con firmeza—. Reforzaremos nuestro dominio en el sur y en el este y después marcharemos contra la Torre del Sumo Sacerdote. En cuanto a los caballeros solámnicos, tengo mis propios planes para destruirlos.

Kitiara estaba decepcionada.

—Milord, si pudiera explicar los detalles, estoy segura de que acabarías viendo...

Ariakas asestó un fuerte golpe en el tablero del escritorio con la palma de la mano.

—No tientes a la suerte, Dama Azul —advirtió en tono severo.

Kitiara sabía cuándo tenía que dar su brazo a torcer. Conocía al emperador y lo entendía. Sabía que no se fiaba de los dragones. Que no se fiaba de ella. Y que su desconfianza había influido en la decisión, aunque jamás lo admitiría. Sería peligroso insistirle más.

La mujer sabía también, con una certeza que rayaba lo extraordinario, que el emperador acababa de cometer un grave error. Y los hombres pagaban con la vida las equivocaciones.

Kit pensó todo eso y luego dejó de lado el asunto con una sacudida de los negros rizos y un encogimiento de hombros. De natural práctica, siempre miraba hacia el futuro, nunca hacia atrás. No perdía tiempo en lamentaciones.

—Como ordenes, milord. ¿Cuál es tu plan?

—Esa es la razón de que te haya mandado llamar. —Ariakas se levantó del escritorio y caminó hacia la puerta. Se asomó fuera y gritó—: ¡Que venga Iolanthe!

—¿Quién es Iolanthe? —preguntó Kit.

—Es mi nueva hechicera y la idea es de ella —contestó Ariakas.

Por el brillo lascivo de sus ojos, Kitiara dedujo al punto que, además de su nueva hechicera, también era su nueva amante.

De nuevo se sentó en el borde del escritorio, resignada a oír fuera cual fuese el plan descabellado que la última querida de Ariakas le había susurrado al oído en pleno frenesí sexual. Y era una hechicera, una practicante de la magia. Lo que empeoraba las cosas.

Kitiara estaba más acostumbrada que la mayoría de guerreros a tener cerca hechiceros. Su madre, Rosamun, había nacido con el don y tenía visiones extrañas y trances que al final la condujeron a la locura. La magia también corría con fuerza por las venas de su medio hermano pequeño, Raistlin. Había sido Kitiara la que, al ver que tenía el talento, comprendió que algún día podría ganarse la vida con su arte... Siempre y cuando la magia no acabara antes con él.

Como les pasaba a casi todos los guerreros, Kitiara no se fiaba de los magos. No jugaban limpio en la lucha. Que le dieran un enemigo que arremetiera contra ella con una espada, no uno que pegaba brincos mientras entonaba palabras con un sonsonete monótono y lanzaba excrementos de murciélago.

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