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Jean Rabe: Redención

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Jean Rabe Redención

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¿Existe la redención para un héroe caído o no hay marcha atrás? Poseído por la maldición de una escama de dragón, Dhamon Fierolobo teme la muerte y el poder insidioso de sus propios demonios. En una carrera contra el tiempo y el destino a través de Ansalon, Dhamon busca compensar sus pasados errores. En su camino se cruzan agentes de un misterioso dragón: si no consigue vencerlos, es posible que pierda su alma.

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—Rig está muerto, Fiona —dijo, tanto para sí mismo como para ella.

Muerto y llenando, probablemente, las panzas de las horribles criaturas que se exhibían en la ciudad, pues Dhamon dudaba de que los lacayos de la hembra de Dragón Negro se tomaran la molestia de enterrar a nadie. Jamás había considerado al marinero un amigo, al menos no un amigo íntimo; pero lo había respetado y, muy a su pesar, también lo había admirado, y, en ocasiones, envidiado. La muerte del ergothiano le pesaba en la conciencia, como si hubiera algo que él pudiera haber hecho para impedirla. Un compañero difunto más que añadir a la lista de Dhamon. «Conocerme significa arriesgarse a morir», meditó, sombrío.

Dhamon suspiró y aspiró con energía el aire, que era cada vez más fresco a medida que se elevaban a mayor altura, dejando atrás el corazón del reino de la Negra. Se dio cuenta de que una parte de él disfrutaba con aquel vuelo enloquecido, que le recordaba la época en que había formado pareja con un Dragón Azul, cuando era miembro del ejército de los caballeros negros. Había cabalgado a lomos de aquel veloz dragón siempre que se le ofrecía la oportunidad, y había gozado con la sensación de volar sobre el mundo y de sentirse arropado por el aire, el viento, las nubes y el cielo.

Innumerables olores inundaban los agudos sentidos de Dhamon: el olor almizcleño del manticore sobre el que viajaban; la fetidez de las tierras cenagosas situadas a sus pies; y ahora el agradable y salobre aroma del Nuevo Mar, todo lo cual indicaba que, por fin, habían dejado atrás la ciénaga, y que se hallaban sobre el agua. Percibía también el tenue olor a azufre propio del establecimiento de un herrero, que atribuyó a Ragh; todos los sivaks parecían llevar consigo aquel olor como si fuera un distintivo. Dhamon podía oler, también, su propio hedor, procedente de las ropas cubiertas de sangre reseca y sudor, y de la piel y los cabellos ocultos bajo una capa de mugre de varios días. Arrugó la nariz.

Más allá de Nuevo Mar, se encontraban las montañas que eran su destino. Dejó vagar la mente y se sumergió en la sensación que le procuraba el viento, pues ya tendría tiempo más que suficiente para ocuparse de sus preocupaciones cuando sus pies volvieran a tocar suelo firme y Fiona se encontrara en otras manos.

De improviso, Dhamon notó que el manticore se ponía en tensión. Abrió los ojos y miró más allá del costado de la enorme bestia, y a través del batir de las alas distinguió tres siluetas negras que se elevaban de la negrura de Nuevo Mar. Las figuras resultaban difíciles de discernir, y de no ser porque la luna había salido ya, la coloración de su piel las habría hecho invisibles.

—¡Dracs! —maldijo Dhamon.

Desenvainó la espada con la mano derecha y agarró con fuerza la melena de la montura con la izquierda. Fiona había sacado ya su espada, aunque la mujer mantenía una mano cerrada sobre el cinturón de Dhamon.

El manticore dobló las alas contra los costados, giró y se lanzó sobre la criatura que iba en cabeza. Ragh volvió a clavar las zarpas en la montura y se maldijo por no haber advertido a su compañero sobre los algos que había visto un poco antes.

Eran unos dracs especialmente grandes, pues cada uno medía al menos dos metros y medio de altura, con espaldas anchas y un aspecto vagamente humano. Se recortaban con un color negro satinado en la oscuridad del Mar Nuevo, y sus escamas reflejaban la luz de la luna y les conferían un brillante aspecto oleoso. Entre el fragor del viento, Dhamon oyó el batir de sus alas festoneadas y detectó débilmente cómo tomaban aire, casi al unísono, mientras abrían de par en par las mandíbulas. Se preparó para el ataque.

El drac que iba en cabeza fue el primero en soltar el chorro de ácido. En circunstancias favorables, el líquido habría empapado al manticore y a sus jinetes, lo que les habría ocasionado terribles heridas a todos y, probablemente, habría provocado también que se precipitaran al vacío, a una muerte segura. Pero el manticore se había colocado en ángulo con el viento, y aquella posición diluyó la fuerza del chorro de ácido. Sólo la bestia y Dhamon se vieron alcanzados por el líquido, y de un modo muy somero.

—¡Vaya, eres un animal muy listo! —dijo Dhamon a su montura—. ¡Usas el viento en nuestro favor!

Los dracs revolotearon en el aire, manteniendo las distancias mientras se comunicaban apresuradamente entre sí con una serie de siseos y gruñidos. Dhamon se esforzó por captar las pocas palabras que resultaban inteligibles, pero ni siquiera su sorprendente capacidad auditiva fue capaz de abrirse paso por completo a través de los aullidos del viento y el potente e insistente batir de las alas del manticore. Todo lo que consiguió oír fueron las palabras «atacar» y «matar», y las dos parecían ser un elemento básico del vocabulario de aquellas criaturas.

De repente, la criatura situada en el centro levantó las zarpas, y las otras dos volaron a colocarse a ambos lados, en un intento de rodear al manticore y a sus jinetes. Dhamon se estiró todo lo que pudo, y blandió la espada, aunque no consiguió alcanzar al adversario más próximo. Aquello significaba que también éste se encontraba demasiado lejos para clavarles las garras, aunque sí lo bastante cerca para lanzarle el aliento; y en esta ocasión, el drac se hallaba a favor del viento. La criatura lanzó un chorro de ácido que salpicó la túnica de Dhamon y quemó el tejido hasta alcanzar la carne. No obstante, la mayor parte del líquido alcanzó a Fiona.

—¡Acércate más! —le gritó Dhamon, enojado—. ¡Lucha conmigo, demonio cubierto de escamas!

A su espalda, notó cómo la mujer se tambaleaba y estaba a punto de derribarlo, asida como estaba a su cinturón. Sin embargo, la dama solámnica consiguió mantener el equilibrio y se dedicó a lanzar estocadas al drac situado al otro lado. Profirió un grito triunfal cuando consiguió asestar lo que parecía un golpe mortal.

—¡Lucha conmigo! —chilló Dhamon al drac que tenía más cerca, y que se preparaba para lanzar su aliento otra vez—. Lucha…

El resto de sus palabras resultó inaudible, ya que el manticore rugió con más potencia que antes, y de un modo tan ensordecedor que Dhamon quedó tan aturdido que estuvo a punto de soltarse y caer.

De súbito, la montura cambió de posición, y echó la cabeza hacia atrás de tal modo que su melena cayó sobre Dhamon y lo cubrió como una sábana. La criatura se irguió hasta quedar casi vertical, en un intento desesperado de esquivar el chorro de ácido, y Dhamon, Fiona y Ragh tuvieron que concentrar todos sus esfuerzos en agarrarse bien y evitar ser rebanados por las púas del lomo que se clavaban en sus cuerpos. Mientras ascendía, las alas del manticore batían en un ángulo extraño, tan desmañado, que a Ragh le sorprendió que el animal pudiera mantener el vuelo. El frenético aleteo producía un sonido penetrante, un silbido agudo que ahogó el fragor del viento e inundó los sentidos de los tres jinetes, provocando que se sintieran como aguijoneados por cientos de agujas al rojo vivo.

—¡Sujétate! —gritó Dhamon a Fiona, a la vez que sacudía la cabeza para liberarla de la melena y poder ver.

Se oyó otro rugido, y el hombre estuvo seguro de no haber oído nada tan ensordecedor en su vida. Ni siquiera el rugir de los Dragones Azules en el campo de batalla podía equipararse a ese retumbo. Apretando los dientes, consiguió apenas envainar la espada y, a continuación, agitó la mano libre a su espalda hasta conseguir agarrar un pedazo de la túnica de la solámnica.

—¡Fiona, sujétate!

«No te conviertas en otro nombre que añadir a la lista de mis camaradas muertos», pensó.

Mientras el lacerante sonido proseguía, Dhamon aspiró con fuerza y su pecho se comprimió dolorosamente. El rugido se tornó insoportable para alguien con una agudeza auditiva como la suya. La multitud de agujas punzantes se tornaron dagas llameantes, y al mismo tiempo, a medida que ascendían, sintió como si a su cuerpo lo oprimieran pesadas rocas.

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