Margaret Weis - Ámbar y Cenizas

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La Guerra de los Espíritus ha concluido, y la magia, al igual que los dioses, ha reaparecido. Pero éstos compiten por la supremacía, y los enfrentamientos, que han extendido la miseria y la desdicha, han desestabilizado el poder en Ansalon.
Ante la tumba de la Diosa de la Oscuridad, la guerrera Mina piensa que su existencia ha terminado. La llegada de Chemosh confirma su creencia pero las intenciones del dios no son lo que aparentan: no ha acudido a su encuentro para reclamar su muerte sino para que le entregue su fe.

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—Suelta a los kenders —ordenó.

Los kenders se pusieron a gritar y a chillar. El clamor de las voces estridentes habría podido resquebrajar la piedra. Gerard se encogió ante la algarabía.

—Hazlo —repitió la orden al carcelero—. Y date prisa. No te preocupes, Smythe, me han dejado una perra maravillosa que me ayudará a controlarlos. El animal necesita un poco de ejercicio. Echa de menos a su amo.

El carcelero abrió la puerta de la celda y los kenders salieron en tropel, alegremente, a la brillante luz de la libertad. Gerard echó una ojeada a la celda que había al fondo del corredor.

—Y creo que quizá lo va a echar de menos mucho, mucho tiempo —añadió con gesto sombrío.

6

El Remolino del Mar Sangriento de Istar. Hubo un tiempo en el que los marineros hablaban de él, si es que lo hacían, en voz muy baja. Hubo un tiempo en el que el Remolino era una espiral de destrucción, unas fauces arremolinadas de muerte roja que atrapaban los barcos entre sus dientes y se los tragaban enteros. Hubo un tiempo en el que en esas fauces se podía oír el atronador sonido de las voces de los dioses.

Ved esto, mortales, y contemplad nuestro poder.

Cuando el Príncipe de los Sacerdotes osó, en su arrogancia, considerarse a sí mismo un dios y las gentes de Istar se inclinaron ante él, los verdaderos dioses lanzaron sobre Istar una montaña ígnea que destruyó la ciudad y la sumergió en lo más profundo del mar. Las aguas del océano adquirieron un color marrón rojizo. Los eruditos afirmaban que ese color se debía a los sedimentos arenosos del fondo del océano. La mayoría de la gente creía que la mancha roja provenía de la sangre de los que habían muerto en el Cataclismo. Fuera cual fuese la causa, el color determinó el nombre del mar que, a partir de entonces, se llamó el Mar Sangriento.

Los dioses crearon un torbellino sobre la zona afectada por el desastre. El gigantesco remolino teñido de sangre tenía el propósito de mantener alejados a quienes podrían perturbar el lugar del último descanso de los muertos, así como ser un constante recordatorio del poder y la majestad de los dioses. Temido y respetado por los marineros, el Remolino era un espectáculo horrendo e impresionante con las arremolinadas aguas rojas que desaparecían en un infernal foso de oscuridad. Una vez atrapado en sus tentáculos, no había escapatoria. Las víctimas eran arrastradas hacia su perdición bajo el embravecido

Entonces Takhisis robó el mundo y, sin la ira de los dioses que lo agitaba, el Remolino giró más y más despacio hasta que finalmente se paró del todo. Las aguas del Mar Sangriento eran plácidas como las de cualquier charca en el campo.

—Mira en lo que se ha convertido el Mar Sangriento. —La voz de Chemosh tenía un ribete de cólera y asco—. En un sumidero.

Protegiéndose los ojos del resol de la mañana, Mina oteó hacia donde el dios señalaba, hacia lo que había sido una de las maravillas de Krynn, una vista aterradora y magnífica por igual.

El Remolino había mantenido vivo el recuerdo de Istar y su escarmiento. Ahora, las antaño tristemente célebres aguas del Mar Sangriento se arrastraban desganadamente sobre las arenosas playas cubiertas de desperdicios v suciedad. Restos de cajas de embalaje y tablones pringados de cieno, redes podridas, cabezas de pescado y botellas rotas, conchas desmenuzadas y mástiles partidos flotaban en la superficie aceitosa del agua y se mecían perezosamente atrás y adelante con el batir del mar. Sólo los vejancones recordaban el Remolino y lo que yacía debajo: las ruinas de una ciudad, de unas gentes, de una época.

—La Era de los Mortales —comentó, despectivo, Chemosh. Empujó una medusa muerta con la punta de la bota—. Este es su legado. El sobrecogimiento, el temor y el respeto hacia los dioses han desaparecido y ¿qué queda a cambio? Basura y desperdicios.

—Podría aducirse que los dioses no pueden culpar de ello a nadie salvo a sí mismos —argumentó Mina.

—Tal vez has olvidado que hablas con uno de esos dioses —replicó Chemosh, centelleantes los oscuros ojos.

—Lo siento, mi señor. Perdóname, pero a veces es cierto que olvido que... —Se calló al no saber bien dónde podía conducir la frase.

—¿Olvidas que soy un dios? —inquirió él, furioso.

—Mi señor, perdóname...

—No te disculpes, Mina. —La brisa marina agitó el largo y oscuro cabello y se lo apartó de la cara. Dirigió la mirada hacia el mar viendo lo que había sido antaño y viendo lo que era hogaño. Soltó un profundo suspiro—. Yo tengo la culpa. Vine a ti como un mortal. Te amo como un mortal. Quiero que pienses en mí como en un mortal. Este aspecto mío es sólo uno entre muchos. Los otros no te gustarían especialmente —agregó con sequedad.

Le tendió la mano a la joven, que la tomó, y la atrajo hacia sí. Permanecieron abrazados en la orilla, con el viento entremezclando el cabello de ambos, uno negro y el otro pelirrojo, sombra y fuego.

—Has dicho la verdad —manifestó él—. Los culpables somos los dioses.

Aunque no robamos el mundo le dimos ocasión a Takhisis de que lo hiciera. Todos estábamos ensimismados en nuestra pequeña parcela de creación, encerrados en nuestras pequeñas tiendas, sentados en nuestras pequeñas banquetas con nuestros pequeños pies enroscados alrededor de los travesaños, forzando la vista sobre nuestro trabajo como un sastre cegato, manejando las agujas en alguna pequeña pieza del universo. Y cuando un día despertamos y descubrimos que nuestra reina había huido con el mundo, ¿qué es lo que hacemos? ¿Tomamos nuestras espadas llameantes y surcamos los cielos dispersando estrellas para ir en su busca? No. Salimos corriendo de nuestras pequeñas tiendas, pasmados y atemorizados, retorciéndonos las manos y gritando: ¡Ay, mísero de mí! ¡El mundo ha desaparecido! ¿Qué voy a hacer? —Su voz se endureció.

»A menudo he pensado que si mi propio ejército hubiese estado desplegado a las puertas de su palacio, mis tropas listas para tomar al asalto su reducto, la reina Takhisis lo habría pensado dos veces. Pero fui indolente. Me sentía satisfecho con lo que tenía. Todo eso ha cambiado. No volveré a cometer el mismo error.

—Te he hecho entristecerte, mi señor —dijo Mina al percibir el pesar y una áspera amargura en su voz—. Lo lamento. Hoy iba a ser un día alegre, un día de comienzos nuevos.

Chemosh le asió la mano y se la llevó a los labios para besarle los dedos. El corazón de la joven latió de prisa y el ritmo de su respiración se aceleró. Él podía despertar su deseo con un simple roce, con una mirada.

—Sólo has dicho la verdad, Mina. Nadie, ni siquiera uno de los otros dioses, se atrevería a decirme algo así. La mayoría no tiene capacidad para verlo. ¡Eres tan joven, Mina! Aún no has cumplido los veintiuno. ¿De dónde sacas tanta sabiduría? De tu difunta reina no, creo —añadió Chemosh, sarcástico.

Mina reflexionó sobre esto con la vista perdida en un mar liso pero no particularmente calmo. El agua se agitaba sin descanso, atrás y adelante; le recordaba a alguien que paseara incansable, desasosegado.

—Lo vi en los ojos de los moribundos —dijo—. No en los de quienes te entregan su alma ahora, mi señor. En los de quienes me la entregaron a mí en su momento.

La batalla del tajo de Beckard. Los Caballeros de Solamnia irrumpieron desde Sanction y rompieron el cerco que los caballeros negros de Takhisis, por entonces conocidos con el ignominioso nombre de Caballeros de Neraka, tenían puesto a la ciudad. Los caballeros y los soldados de Neraka dieron media vuelta y huyeron cuando los solámnicos salieron en tropel de la fortaleza. Al desmoronarse la jefatura de Neraka, Mina había tomado el mando y ordenado a sus tropas que mataran a los que huían, que mataran a sus compañeros, a sus amigos, a sus hermanos. Inspirados por la luz de las relucientes pupilas ambarinas, la obedecieron. Los cuerpos se amontonaron y cerraron el paso. Allí, la carga solámnica se frenó, detenida por un muro de huesos quebrados y carne sanguinolenta. La victoria fue de Mina. La joven había convertido una aniquilación en un triunfo. La joven había recorrido el campo de batalla para sostener la mano de los que morían debido a su orden, para rezar por ellos, para entregar sus almas a Takhisis.

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